Gumersindo Lafuente
Si le preguntamos a
Antonio Catalán —uno de los empresarios hoteleros más importante e
innovador de España— sobre la situación del turismo y la reforma
laboral, nos responderá sobre lo primero que algo no estamos haciendo bien,
y sobre la reforma laboral, que hay que cambiarla. Si el interrogado es
Amancio López Seijas —presidente de Hotusa (4.500 empleados), gallego y
amigo de la infancia de Rajoy— nos dirá que todo marcha y que ellos
"aprovecharon muy bien" la reforma laboral del PP, para contratar
becarios a precios razonables.
No sé ustedes, pero yo
me fío más de Catalán. Ni la reforma laboral ha funcionado, ni el
turismo va tan bien como pintan las cifras de imparable crecimiento
anual. España es una potencia turística mundial. Desde hace dos años
encabeza la clasificación del Foro Económico Mundial en cuanto a
competitividad, por delante de Francia, Alemania y Japón. Recibió en
2016 75,6 millones de turistas, un 10,3% más que el año anterior y para
este año se espera alcanzar la cifra récord de 83 millones. Al Gobierno
debe parecerle que todo va tan bien que es mejor no hacer nada. Es el
mantra del PP de Mariano Rajoy. Es la insensatez de un presidente que
nos ha conducido al callejón de difícil salida del referéndum catalán.
Es el inmovilismo cerril, paleto, rancio y absurdo que impide a un
gobierno reaccionar de una manera constructiva a cualquier crítica o
manifestación de disconformidad.
Da lo mismo si se trata del turismo, de la huelga de los
empleados de Eulen en el aeropuerto de Barcelona o de la entrada de
inmigrantes por la frontera de Ceuta o Melilla. La primera reacción de
este Gobierno, su presidente, sus portavoces o sus delegados
gubernativos, es acusar a los demás de falta de patriotismo, de intentar
frenar la recuperación económica o de romperle la pierna a un policía
(menos mal que todos hemos podido ver en el vídeo la actuación tan
profesional del susodicho).
España es diferente.
Tenemos un país (o países) fantástico. Lleno de recursos naturales,
culturales, gastronómicos, que seducen a los visitantes. Es, como se
suele decir, la primera industria nacional. Ya durante el Franquismo (la
dictadura, quiero recordar), en los años 60, fue una gran baza para
salir del aislamiento y la pobreza. Ahí estaba Manuel Fraga, al que
algunos llaman el padre del turismo español, para, desde el Ministerio
de Información y Turismo, con una mano certificar la necesidad de
fusilar al comunista Julián Grimau y con la otra multiplicar casi por
tres la entrada de turistas en los años de su gestión (de 8 millones a
21 entre 1962 y 1969). Impulsó la red de Paradores, legisló las zonas
turísticas, lanzó campañas internacionales y puso en circulación el Spain is different!,
un eslogan que abrió definitivamente nuestras fronteras. Hasta se bañó
en Palomares junto al embajador de Estados Unidos para tapar los efectos
de la caída de un B-52 cargado con bombas nucleares sobre la playa
almeriense.
España es tan diferente que da la
sensación de que nuestro presidente piensa que todo el trabajo lo hizo
ya su paisano y que, salvo abaratar sueldos y despidos, no hay mucho más
que hacer. Y sin embargo, no ahora con malos modos y acciones violentas
injustificables, si no desde hace mucho tiempo, con datos y argumentos,
hay un buen puñado de especialistas que están de acuerdo con Antonio
Catalán: algo no estamos haciendo bien. Y quizá por sentido común, o
patriotismo o por ser serios, utilizando las palabras preferidas de
Rajoy, lo que deberíamos es plantear si podemos mejorar.
Hay ciudades, como Barcelona, en las que la masificación empieza a ser
un problema incluso para los propios turistas. O islas, como Mallorca,
en las que se multiplican los atascos y la contaminación en la época
estival por la masificación de los alquileres de coches. O ciudades,
como Madrid o San Sebastián, que ven cómo sus centros históricos se
colapsan de visitantes con riesgo de expulsar a los vecinos de toda la
vida para acabar convirtiéndose en una especie de parque temático
urbano.
Nos gusta nuestro país, o países, me da lo
mismo. Nos gustan nuestras ciudades. Pero eso no quiere decir que no se
pueda mejorar. Hay mucho tarea por hacer. Y seguramente lo más acertado
es no obsesionarse demasiado con los turistas. Trabajemos para que las
ciudades sean más humanas, más tranquilas, más cultas y civilizadas. Y
muy probablemente lograremos que los que las visiten se vayan adaptando a
esa manera de entender la vida y la convivencia. Y eso incluye, por
supuesto, que los trabajadores y trabajadoras de cualquier sector,
también el turístico, tengan unas condiciones de salario y estabilidad
laboral dignas. Es más que probable que en ese momento todo empiece a ir
de verdad mejor, incluso para la hacienda pública, ese ente recaudador
que poco puede llevarse cuando los salarios son mayoritariamente de
miseria.
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