Nos han herido en Barcelona
Nos duele tanto lo ocurrido. Y cuando me he puesto a escribir, solo me salía amor. El amor que domina el duelo
Tendremos que hablar de
lo que nos está pasando. Del odio que crece y se está convirtiendo en
uno de los más poderosos motores de este mundo. Motor de destrucción,
por supuesto. E insistir en la batalla del miedo, de quienes lo
siembran, de aquellos que lo combaten y de los que se dejan vencer por
él. De los miles de muertos que, en muy diferentes lugares, produce la
irracionalidad. Pero hoy tenemos una herida profunda en el cuerpo, la
que nos han abierto en canal por Barcelona.
Hoy
entendemos por qué el dolor y la muerte cercanos duelen más. Nos pasó en
Madrid aquellos terribles días de marzo. Y resulta que, aun no
residiendo en la capital de Catalunya, Barcelona forma parte esencial de
nosotros a poco que lo pensemos. Desde luego, forma parte de mi vida
sin que lo hubiera advertido con tanta intensidad.
Precisamente, además, en Las Ramblas, en el Barrio
Gótico que termina por acercarse casi hasta el mar. Allí nos asombramos
de las calles empedradas y los solemnes edificios. Y de los edificios y
tiendas de solera cotidiana. Aquella que vendía casas de muñecas, o las
de los turrones de verdad. Luego llegarían borrando huellas las cadenas
de tiendas, pero sin lograrlo por completo. Allí entrevisté, como
periodista, a un Jordi Pujol que todavía era honorable. O a un Lluís
Llach que, hablando de la utopía, aseguraba que toda rebeldía nace del
amor. Y a Ferrán Adriá en su laboratorio de sueños más que comida, antes
de ser famoso y tener varias nominaciones como mejor cocinero del
mundo. Con el trabajo de base que, en un piso del barrio gótico,
elaboraba junto a aquellos maîtres que tanto crecieron también.
Ya no hablemos de la época de apertura y lucha en la que Barcelona nos
enviaba auténticos huracanes de vanguardismo, cultura y progreso. De
libertad. Y, tantos años después, aquel libro que rompió moldes, con
avisos fundamentados del futuro que llegaba, y que presentamos primero
en Barcelona. Por un tiempo pareció que la sociedad… reaccionaba. No fue
así. No del todo. No aún.
Las Ramblas llenas de
flores que me contaban mis padres, cuando se pasaron un tiempo a ver si
prosperaban desde el depauperado Aragón, parecían un paraíso europeo. Y
así las vi las primeras veces. Al otro lado, la Boquería, a la que
amamos seguramente porque allí tuvimos siempre a Maruja Torres y nos
contagió su pasión. Porque Maruja es Barcelona y el mercado que, de
popular a rabiar, se vistió de exquisito antes que nadie. La riqueza que
vale.
Han quedado tantas historias por sus esquinas,
las que se fueron dejando como garantía de solidez los edificios
imperturbables, las calles, el mar de fondo. Ese, siempre igual, al que
vistieron en los bordes de edificios preciosos, y de grandes explanadas
de paseo, y de bicicletas. Y allí vuelven a salir expresiones y sonrisas
de momentos vividos, de enormes afectos. Incluso nuevos que arraigaron
con solidez, con la peculiaridad de la fuerza y nobleza catalanas. Cada
uno tiene su Barcelona, las víctimas de la Rambla la tenían también.
Nos han herido en el cuerpo por la parte de Barcelona. Hay 13 muertos y
un centenar de heridos y, ni siquiera sabemos a esta hora, sus nombres y
sus historias. Los ha matado el odio. Ese que germina por todas partes.
Hasta en los empeñados en hacerse notar volcando más odio como
gasolina. Y está la parafernalia de las condolencias que no siempre
parecen sinceras.
Sus familias, sus amigos, no
olvidarán nunca este 17 de agosto. Ni quienes corrían despavoridos, ni
quienes abrazaban a sus hijos para ponerlos a salvo. Ni quienes no salen
de su asombro. Nos duele tanto lo ocurrido.
Y cuando
me he puesto a escribir, solo me salía amor -pido disculpas-. El amor
que domina el duelo. Aun por encima de las explicaciones y la justicia
que habrá que buscar. Porque lo cierto es que es lo que la ciudad y
sobre todo sus gentes emanan a poco que se sienta sin prejuicios. Hay
tantos que taponan los sentidos. Por eso se sobrepondrán con el tiempo a
la tragedia. El amor mata al odio. Lo dijo Martin Luther King varias
veces, precisamente.
Pero del odio tendremos que hablar. Para buscarle causas y atajarlo. Es ineludible. Primero hay que secar las lágrimas.
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Gracias, Rosa María, de todo corazón por tu crónica de hoy. Por supuesto, lo primero, secar el llanto. Para que las lágrimas del sufrimiento no le impidan al amor ver las causas de la herida. Y así cambiar rompiendo las maldiciones del odio. Eso solo lo logra el amor.
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Gracias, Rosa María, de todo corazón por tu crónica de hoy. Por supuesto, lo primero, secar el llanto. Para que las lágrimas del sufrimiento no le impidan al amor ver las causas de la herida. Y así cambiar rompiendo las maldiciones del odio. Eso solo lo logra el amor.
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