domingo, 11 de enero de 2015

Domingo


      



A veces las palabras llegan desajustadas
se nos quedan pequeñas. La realidad resulta
tan descomunalmente estrepitosa
que ya no hay recipiente que pueda contenerla
sin hacerse pedazos de vacío.
Se rompen las medidas y las normas. 
Hasta los pensamientos parecen declararse
en bancarrota al pairo del horror.
Comienza de ese modo el arte de estirarlas
desde la dimensión del desafío 
hasta la orilla de la compresión.

A veces las palabras son grandes y excesivas
para las realidades del silencio
siempre tan zen y tan minimalista
y resultan ajenas, huecas como antifaces
sin soporte. Pierden jugo y se van disolviendo
entre sufijos, raíces y sintagmas
que apenas nos revelan un amago de voz.

Y es en esos momentos cuando la magia irrumpe
y florece de pronto en  la hoja o la pantalla
una palabra otra y su misterio 
como brizna de polen o sueño de semilla,
suspiro de mostaza, de sésamo o de anís.

En cambio hay ocasiones en que nos aparecen
en forma de centella, ungidas, numinosas
y certeras, a capricho de un ángel familiar,
heterónimo, empapado de tinta 
con ganas de inventar .
Entonces las palabras atraviesan el alma,
fecundan con su aliento el horizonte,
se gestan en la mente como esquejes de sueños
repentinos
y se ponen de parto en nuestras manos.

Si por casualidad se diera el caso
de que nos roce el transparente fuego
de esencia cristalina y amasada
en la artesa que funde levadura 
con amor agua y harina
el pan será palabra y la palabra pan.
El denominador común de la esperanza
y el motor generoso de la vida.

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