Denuncia republicana del “régimen del 78”
- La
reforma del régimen era insoslayable por la contradicción entre las
realidades socioeconómicas generadas al calor del desarrollismo de los
sesenta y el marco político opresivo
- Se soslayó la cuestión de
la forma de Estado, resolviéndose ésta sin referéndum alguno sobre la
alternativa monarquía o república, sino integrando ya la definición del
Estado como monarquía parlamentaria
Hace
ahora ochenta años que en España terminó una guerra que en verdad
entonces no acabó. La guerra que siguió al golpe militar contra la II
República se vio continuada por la brutal dictadura del general Franco,
que durante años y años estuvo fusilando en cunetas y tapias de
cementerios a decenas de miles de presos republicanos. Sólo el exilio
libró a muchos de una muerte segura, es decir, de un asesinato cierto. La dictadura lavó su cara y enjuagó sus ensangrentadas manos con el agua bendita del concordato de 1953 con la Iglesia Católica, precipitado del nacionalcatolicismo que bendijo la “cruzada contra los rojos”.
A la vez que las relaciones con la “Santa Sede” adquirían rango de tratado internacional, la dictadura acordaba con EEUU la instalación de bases militares en España, convertida durante la Guerra Fría en espacio de retaguardia contra el bloque soviético; y conseguía la dictadura que el Estado español fuera acogido en Naciones Unidas, operación legitimadora de la política represiva que mantendría el franquismo hasta el final de sus días, esto es, hasta la muerte del dictador en 1975.
Arranca entonces la transición a la democracia, cuando sectores “aperturistas” del régimen franquista ya veían que tal estado de cosas era tal cual insostenible. La reforma del régimen era insoslayable por la contradicción entre las realidades socioeconómicas generadas al calor del desarrollismo de los sesenta y el marco político opresivo que perduraba desde 1939; por el desajuste entre Europa occidental y sus instituciones y la carencia de democracia en España; y por el empuje democratizador de las organizaciones políticas y sindicales que desde la clandestinidad, desde el movimiento obrero hasta las universidades, pasando por las asociaciones vecinales y otras organizaciones, pugnaban por una democracia para la cual ya no se admitía demora. No obstante, operando bajo la premisa “desde la legalidad a la legalidad”, obviando la falacia que encerraba, puesto que pretendía dar cobertura jurídica al tránsito desde la ilegítima legalidad de la dictadura a la legitimidad de una legalidad democrática, se artículó la “reforma pactada” que dio paso a la transición a la democracia.
En la transición, fuertemente condicionada por los “poderes fácticos” traspasados desde la dictadura, de los cuales el ejército era el hueso duro, como se constataría en los diversos amagos de golpes hasta que llegó el del 23 de febrero de 1981, se hizo lo que se pudo, con mucho sacrificio por parte de militantes y fuerzas políticas democráticas, y con mérito que es obligado reconocer para lograr lo que se consiguió: una Constitución democrática que fue sometida a referéndum, y aprobada por la ciudadanía, el 6 de diciembre de 1978. Se dijo de la Constitución que, siendo el fundamento normativo del orden legal y la arquitectura institucional que le siguieran, resolvía cuestiones en España pendientes desde mucho tiempo atrás: la cuestión social, la cuestión militar, la cuestión nacional, la cuestión religiosa y, obviamente, la cuestión de la democracia que estaba “por venir”.
Se soslayó la cuestión de la forma de Estado, resolviéndose ésta sin referéndum alguno sobre la alternativa monarquía o república, sino integrando ya la definición del Estado como monarquía parlamentaria en el texto constitucional para que se diera por aprobada al ratificarse éste, quedando la cuestión de la república en ejercicio de mero debate parlamentario en la Comisión Constitucional del Congreso, destacando en ella la intervención del diputado socialista Luis Gómez Llorente.
Como bien sabemos, las mencionadas cuestiones, sobre todo algunas de ellas, se resolvieron a medias, si nos permitimos hablar en esos términos. Por parte de las fuerzas democráticas no se contó con peso suficiente para ir a más. Así, por ejemplo, la cuestión religiosa quedó supuestamente cerrada con la declaración de aconfesionalidad del Estado, sin dar el paso a una verdadera laicidad del mismo. O la cuestión nacional se dejó abierta a lo que sería el resultante Estado autonómico, pero sin reconocer del todo la plurinacionalidad del Estado español sino, por el contrario, afirmando enfáticamente la unidad indisoluble de la nación española como la correspondiente a ese Estado –afirmada como única a tal efecto- y a su fundamento de soberanía.
Con
todo, a pesar de lo conseguido a medias no era poco lo alcanzado. En
consonancia con ello está el recorrido hecho por España en los cuarenta
años de democracia desde la aprobación de la Constitución. En el haber
propiciado por la misma se hallan los logros de la democracia,
destacando la construcción, por más que tardía y con limitaciones, del
Estado de bienestar en que se ha concretado el mandato-definición
establecido constitucionalmente en los términos de un Estado social y
democrático de derecho para España.
Lo que permanece, no obstante, enquistado en esta democracia es que con ella quedó impuesta una nueva restauración borbónica, con Juan Carlos I como rey de España, el cual fue designado previamente para ello por el mismo dictador Franco. Todo fue de tal guisa que, con la democracia, vino a cerrarse de esa manera lo que se inició en los años de la República, con el bienio cedista inaugurado en 1934, cuando los monárquicos comenzaron a conspirar contra el orden republicano con los fascistas italianos, como el historiador Ángel Viñas muestra en su último libro ¿Quién quiso la guerra civil? Historia de una conspiración. Con la restauración de la monarquía quedó legitimada la Corona como la forma institucional de la jefatura del Estado, asumiendo el rey, por lo demás, la jefatura máxima de las Fuerzas Armadas, dejando ver a quien quiera mirar que la máxima de que “el rey reina pero no gobierna” no impide que la Corona misma sea más que una instancia simbólica, pues es destinada a ser clave de bóveda de toda una arquitectura institucional en la que se anudan, bajo las estructuras del poder político, los poderes económicos y sociales integrantes todos ellos del “sistema” que la Constitución consagra.
En los años recientes, con una conciencia republicana reavivada en la sociedad española, y al hilo también de lo que supone la memoria histórica, realzada con la misma ley que lleva ese nombre, no sólo se rescata el recuerdo de las víctimas de la guerra civil y de la dictadura, sino que se sitúa en el espacio público la reivindicación en cuanto a reconocimiento de la legitimidad democrática de la II República. A esa reivindicación retrospectiva desde el presente se añade que en el momento histórico en que estamos es constatable cómo el mismo sistema democrático que nació con la Constitución vigente ha derivado a lo que llamamos “régimen del 78”. Tal expresión no supone denigración alguna de lo que en la Transición se hizo, y mucho menos infravaloración de la valía y compromiso político de quienes fueron sus protagonistas en aras de la democracia que en España íbamos a poder disfrutar. Sí supone, en cambio, reconocer los límites de la Transición, lo que en ella no se pudo hacer, lo que se hizo a medias y a la postre muestra los efectos de su insuficiencia, lo que quedó reprimido y –dicho psicoanalíticamente- ahora retorna, y de mala manera. Y lo que fue tergiversado, como ocurrió con una Ley de amnistía que, pervertida como “ley de punto final”, pasó a ser cauce para la impostura de una injustificable amnesia, con la consiguiente impunidad de crímenes bajo la dictadura.
La deriva del sistema democrático a “régimen del 78″ es, en consecuencia, lo propiciado por la erosión del Estado de bienestar a golpe de recortes aduciendo motivos de crisis económica; es lo que supone instituciones necesitadas de reformas no culminadas, cual es el caso del sistema judicial; es lo que implica un Estado de las autonomías que, con todo su rendimiento positivo, hoy se muestra agotado, como especial y agudamente se hace evidente con el conflicto planteado en y desde Cataluña; es lo que salta a la vista con todos los casos de corrupción acumulados en la política española, a los que recientemente se han sumado los nuevos casos de escándalo de la “policía patriótica”, espiando a líderes políticos como Pablo Iglesias para fabricar pruebas que deterioraran su imagen y bloquearan aún más que Podemos pudiera aliarse de alguna manera con el PSOE para hacer posible un gobierno de izquierda… Todo ello es lo que hace pertinente la expresión “régimen del 78”. A la vista de cómo se encuentra viciada en España la indispensable división de poderes y de cómo nuestra vida política gira hacia prácticas autoritarias, es lo que la conciencia democrática de una ciudadanía crítica y republicanamente participativa no debe dejar pasar.
La denuncia republicana de lo que ha devenido “régimen del 78”, teniendo el trasfondo de la memoria de la República cuya legitimidad se reivindica, vuelca su mirada y acción críticas sobre un presente de graves déficits democráticos y, constatados éstos, proyecta al futuro lo que debe ser autoexigencia de la ciudadanía española en cuanto a una democracia decente en un Estado de derecho que en verdad sólo puede rearticularse en clave de republicanismo. Habrá quien diga que los tiempos no están para ello. Pero ante las evidentes dificultades del momento cabe responder también que con la resignación al respecto se deja para el largo plazo el terreno libre a las fuerzas conservadoras y a las emergidas como neofascistas –afloran por doquier reactivados residuos de un franquismo que permaneció soterrado en una democracia que nació sin ruptura con las anteriores condiciones antidemocráticas- si no se plantea una hoja de ruta con objetivos definidos y una estrategia bien pensada con sus indispensables dosis de gradualismo y colectivamente debatida también desde criterios prudenciales.
La crisis del Estado del “régimen del 78” es de gravedad inocultable. Quienes pretenden acaparar abusivamente el constitucionalismo para sí no hacen ningún favor en cuanto a la solución de dicha crisis; todo lo contrario. Quienes, por otro lado, eluden mirarla de frente se equivocan, incluso en períodos electorales en los que parece que a la ciudadanía llamada a votar no se le puede decir la verdad. Sobran marketing electoral y paternalismo con su reverso de infantilismo político. El necesario republicanismo supone “democracia de verdad”.
A la vez que las relaciones con la “Santa Sede” adquirían rango de tratado internacional, la dictadura acordaba con EEUU la instalación de bases militares en España, convertida durante la Guerra Fría en espacio de retaguardia contra el bloque soviético; y conseguía la dictadura que el Estado español fuera acogido en Naciones Unidas, operación legitimadora de la política represiva que mantendría el franquismo hasta el final de sus días, esto es, hasta la muerte del dictador en 1975.
Arranca entonces la transición a la democracia, cuando sectores “aperturistas” del régimen franquista ya veían que tal estado de cosas era tal cual insostenible. La reforma del régimen era insoslayable por la contradicción entre las realidades socioeconómicas generadas al calor del desarrollismo de los sesenta y el marco político opresivo que perduraba desde 1939; por el desajuste entre Europa occidental y sus instituciones y la carencia de democracia en España; y por el empuje democratizador de las organizaciones políticas y sindicales que desde la clandestinidad, desde el movimiento obrero hasta las universidades, pasando por las asociaciones vecinales y otras organizaciones, pugnaban por una democracia para la cual ya no se admitía demora. No obstante, operando bajo la premisa “desde la legalidad a la legalidad”, obviando la falacia que encerraba, puesto que pretendía dar cobertura jurídica al tránsito desde la ilegítima legalidad de la dictadura a la legitimidad de una legalidad democrática, se artículó la “reforma pactada” que dio paso a la transición a la democracia.
En la transición, fuertemente condicionada por los “poderes fácticos” traspasados desde la dictadura, de los cuales el ejército era el hueso duro, como se constataría en los diversos amagos de golpes hasta que llegó el del 23 de febrero de 1981, se hizo lo que se pudo, con mucho sacrificio por parte de militantes y fuerzas políticas democráticas, y con mérito que es obligado reconocer para lograr lo que se consiguió: una Constitución democrática que fue sometida a referéndum, y aprobada por la ciudadanía, el 6 de diciembre de 1978. Se dijo de la Constitución que, siendo el fundamento normativo del orden legal y la arquitectura institucional que le siguieran, resolvía cuestiones en España pendientes desde mucho tiempo atrás: la cuestión social, la cuestión militar, la cuestión nacional, la cuestión religiosa y, obviamente, la cuestión de la democracia que estaba “por venir”.
Se soslayó la cuestión de la forma de Estado, resolviéndose ésta sin referéndum alguno sobre la alternativa monarquía o república, sino integrando ya la definición del Estado como monarquía parlamentaria en el texto constitucional para que se diera por aprobada al ratificarse éste, quedando la cuestión de la república en ejercicio de mero debate parlamentario en la Comisión Constitucional del Congreso, destacando en ella la intervención del diputado socialista Luis Gómez Llorente.
Como bien sabemos, las mencionadas cuestiones, sobre todo algunas de ellas, se resolvieron a medias, si nos permitimos hablar en esos términos. Por parte de las fuerzas democráticas no se contó con peso suficiente para ir a más. Así, por ejemplo, la cuestión religiosa quedó supuestamente cerrada con la declaración de aconfesionalidad del Estado, sin dar el paso a una verdadera laicidad del mismo. O la cuestión nacional se dejó abierta a lo que sería el resultante Estado autonómico, pero sin reconocer del todo la plurinacionalidad del Estado español sino, por el contrario, afirmando enfáticamente la unidad indisoluble de la nación española como la correspondiente a ese Estado –afirmada como única a tal efecto- y a su fundamento de soberanía.
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En los años recientes, con una conciencia republicana reavivada en la sociedad española, y al hilo también de lo que supone la memoria histórica, realzada con la misma ley que lleva ese nombre, no sólo se rescata el recuerdo de las víctimas de la guerra civil y de la dictadura, sino que se sitúa en el espacio público la reivindicación en cuanto a reconocimiento de la legitimidad democrática de la II República. A esa reivindicación retrospectiva desde el presente se añade que en el momento histórico en que estamos es constatable cómo el mismo sistema democrático que nació con la Constitución vigente ha derivado a lo que llamamos “régimen del 78”. Tal expresión no supone denigración alguna de lo que en la Transición se hizo, y mucho menos infravaloración de la valía y compromiso político de quienes fueron sus protagonistas en aras de la democracia que en España íbamos a poder disfrutar. Sí supone, en cambio, reconocer los límites de la Transición, lo que en ella no se pudo hacer, lo que se hizo a medias y a la postre muestra los efectos de su insuficiencia, lo que quedó reprimido y –dicho psicoanalíticamente- ahora retorna, y de mala manera. Y lo que fue tergiversado, como ocurrió con una Ley de amnistía que, pervertida como “ley de punto final”, pasó a ser cauce para la impostura de una injustificable amnesia, con la consiguiente impunidad de crímenes bajo la dictadura.
La deriva del sistema democrático a “régimen del 78″ es, en consecuencia, lo propiciado por la erosión del Estado de bienestar a golpe de recortes aduciendo motivos de crisis económica; es lo que supone instituciones necesitadas de reformas no culminadas, cual es el caso del sistema judicial; es lo que implica un Estado de las autonomías que, con todo su rendimiento positivo, hoy se muestra agotado, como especial y agudamente se hace evidente con el conflicto planteado en y desde Cataluña; es lo que salta a la vista con todos los casos de corrupción acumulados en la política española, a los que recientemente se han sumado los nuevos casos de escándalo de la “policía patriótica”, espiando a líderes políticos como Pablo Iglesias para fabricar pruebas que deterioraran su imagen y bloquearan aún más que Podemos pudiera aliarse de alguna manera con el PSOE para hacer posible un gobierno de izquierda… Todo ello es lo que hace pertinente la expresión “régimen del 78”. A la vista de cómo se encuentra viciada en España la indispensable división de poderes y de cómo nuestra vida política gira hacia prácticas autoritarias, es lo que la conciencia democrática de una ciudadanía crítica y republicanamente participativa no debe dejar pasar.
La denuncia republicana de lo que ha devenido “régimen del 78”, teniendo el trasfondo de la memoria de la República cuya legitimidad se reivindica, vuelca su mirada y acción críticas sobre un presente de graves déficits democráticos y, constatados éstos, proyecta al futuro lo que debe ser autoexigencia de la ciudadanía española en cuanto a una democracia decente en un Estado de derecho que en verdad sólo puede rearticularse en clave de republicanismo. Habrá quien diga que los tiempos no están para ello. Pero ante las evidentes dificultades del momento cabe responder también que con la resignación al respecto se deja para el largo plazo el terreno libre a las fuerzas conservadoras y a las emergidas como neofascistas –afloran por doquier reactivados residuos de un franquismo que permaneció soterrado en una democracia que nació sin ruptura con las anteriores condiciones antidemocráticas- si no se plantea una hoja de ruta con objetivos definidos y una estrategia bien pensada con sus indispensables dosis de gradualismo y colectivamente debatida también desde criterios prudenciales.
La crisis del Estado del “régimen del 78” es de gravedad inocultable. Quienes pretenden acaparar abusivamente el constitucionalismo para sí no hacen ningún favor en cuanto a la solución de dicha crisis; todo lo contrario. Quienes, por otro lado, eluden mirarla de frente se equivocan, incluso en períodos electorales en los que parece que a la ciudadanía llamada a votar no se le puede decir la verdad. Sobran marketing electoral y paternalismo con su reverso de infantilismo político. El necesario republicanismo supone “democracia de verdad”.
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