domingo, 28 de abril de 2019

Ahí estamos, querida Elisa, hermana. A pie de urna y sin más patria que los tres valores universales: libertad, igualdad y fraternidad, envueltos en el aroma limpio y fresco de la esperanza


¡Es la libertad, estúpido!

Nunca, en treinta años de profesión, había escrito para un día electoral una columna como esta. No se habían dado nunca unas circunstancias así ni en la transición en que la ultraderecha era peligrosa pero minoritaria y residual
Imagen de una urna en un colegio electoral de Barcelona. EFE/Archivo
Imagen de una urna en un colegio electoral de Barcelona
"En 1934 nadie creía que fuera posible ni una centésima, ni una milésima parte de los que sobrevendría al cabo de pocas semanas".
Stefan Zweig. El mundo de ayer. Memoria de un europeo

Hubiera sido deseable no tener que tocar fondo para llegar a sentir unos comicios  y su resultado como parte importante de nuestra vida. No nos tendríamos que haber dejado adormecer con la idea aparentemente revolucionaria de que todo da igual y todos son iguales. No es cierto. Veo estos días rostros, preguntas, inquietudes que reafirman esa constatación: nada es perfecto, pero hay cosas inimaginables. Cosas imposibles que es preciso evitar.
He visto rostros reflexivos, preocupados, pero también decididos. No rostros que se tentaran las ropas o los bolsillos. No rostros que se volvieran hacia su problema concreto, hacia su negocio privado, hacia su vida particular. No, rostros preocupados y atentos por nuestra convivencia común, por nuestro futuro general, por nuestro bienestar como pueblo. Nunca he entendido otra forma de patriotismo que no fuera el que genera el sentimiento de pertenencia a una comunidad que busca un día mejor a través de un camino común. La idea enaltecida procede, si es caso, de ese sentimiento de común pertenencia y destino, no de unos trapos, unos colores o unos relatos. Y muchos sabemos hoy que es ese patrimonio de avance común, labrado durante décadas, el que está en peligro. No es la economía, ni son las lindes y las fronteras, ni son las lenguas ni nuestros apellidos. Es la libertad. La libertad, estúpidos. Eso es lo que está en juego. Eso es lo que habéis puesto en almoneda para conseguir enardecer las vísceras grandes. La libertad de un pueblo. Libertad. Libertad sin ira. Libertad como patria. Libertad como bandera.
Yo creo en este país. Creo en nuestro futuro. Creo por ello que somos un pueblo capaz de responder a ese embate que no es inocente, que bebe en fuentes ya envenenadas y que conocemos de otros países. Somos un pueblo correoso. Una patria cuyas ciudades ondean en sus escudos: la primera en el peligro de la libertad. Ser libres no sale gratis, pero es lo que nos hemos prometido a ser como sociedad. Hoy creo que vamos a demostrarlo como compete: a golpe de voto y de urna, a fuerza de esfuerzo común y de alegría. No somos como desearían. No somos una caricatura de toreros, fiesta, caza, curas y pechos viriles descubiertos. No somos un carnaval de mujeres femeninas y dispuestas y hombres arrogantes con armas largas a modo de vergas fantasmagóricas. No, esa no es España. Ya no. Si es que llegó a serlo algún día más allá de la imaginación de un dictador y de la fuerza descomunal de su bota para aplastar todo aquello que no fuera charanga y pandereta, cerrado y cofradía.
Hoy acuden a las urnas dos Españas, la que considera que la patria asfixia, que la patria marca, que la patria homogénea se impone para hacernos y los que creemos en que somos todos nosotros, los unos y los otros, los que constituimos la esencia cambiante e incalificable de esa patria que se conforma múltiple y mutante como somos nosotros y la sociedad misma. Vamos a los colegios electorales los que preferimos soportar al intolerante que romper la tolerancia y también los que confían en que sus líderes acallen a los que discrepan. Vamos todos, pero unos hemos de ser más porque somos mejores. Les molesta mucho lo que llaman la superioridad moral de la izquierda, pero no cabe duda de que es moralmente superior buscar el bien común que el bien de unos pocos. En nuestra España caben hasta ellos, en la suya sobramos nosotros. No, no todos somos iguales y no, no todos los votos que caigan hoy en las urnas lo serán.
España no se va a romper, pero hay muchos problemas que solucionar y no se van a arreglar aplastando a la gente sino sintiéndonos gente con ellos y ellos con nosotros. España no va a ninguna ruina ni los comunistas nos acechan para cambiar nuestro sistema de vida ni hay ya grupos terroristas entre nosotros. No son esos nuestros problemas. Son pantallas que han levantado para que no nos veamos.
Nunca, en treinta años de profesión, había escrito para un día electoral una columna como esta. No se habían dado nunca unas circunstancias así ni en la transición en que la ultraderecha era peligrosa pero minoritaria y residual. No, estamos ante otro fenómeno que ya ha producido sus resultados en otros países europeos y que aquí se presenta con un disfraz algo diferente, propio de un país que no fue capaz de matar sus fantasmas y sólo los guardó bajo las alfombras. Ahí están de nuevo.
Yo, como muchos, no tengo tanto miedo por mí como por nuestra subsistencia democrática. No tiemblo ante las oleadas de mensajes desde granjas infames amenazándome con cegar mi voz, con cerrar los medios en los que trabajo, con tirarme al pozo de los rojos de mierda. Esta madrugada, cuando hayamos recontando los votos, seguiré aquí, en la misma postura, digan lo que digan las urnas. Pero antes de que llegue ese momento no puedo por menos de recordar, hermanas, hermanos, que es la libertad lo que hoy nos jugamos.

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