jueves, 11 de abril de 2019

Muy interesante este análisis. Debe ser cosa del apellido...Jolín con los Gabilondo, qué genética! Un breve apunte sobre la propuesta final: es imposible volver a la Edad Media, la especie humana es otra aunque al primer golpe de vista no lo parezca. Protestar por lo que no funciona lo han hecho todas las revoluciones de todos los tiempos, más allá del medievo y la religión monarquizada daba respuestas de lo más contundente a los posibles revolucionarios. Las revoluciones no son solo cosa visceral, son recursos que desde la necesidad de supervivencia construyen nuevas plataformas para entender el mundo e intentar organizarlo con más humanidad y menos apego ansioso a los poderes tradicionales y a sus seguridades de casta dineraria. Lo cierto es que hay dos fuerzas que son revolucionarias e imprescindibles: el amor y la inteligencia. Por supuesto que sin esos componentes se producen la mayoría de las revoluciones, que normalmente son un fracaso y acaban como el rosario de la aurora, pero el el amor y la inteligencia SIEMPRE son revolucionarios y su revolución es eterna, no se desgasta ni se borra con los malos tiempos, sino al revés, se activa, y nos hace desarrollar lo mejor que tenemos: la empatía, el bien común y la esperanza con base real y creadora comunitaria de recursos, nada ilusorio sino bien palpable. Son la luz para ver y comprender, la voz para hablar, el dinamismo para moverse integrando y el talento para organizar sin automatismos mentales ni cratocracias discriminatorias y clasistas. Afortunadamente esa energía también vive en nosotras, y depende de nuestra libertad y lucidez responsable, el desarrollar, o no, ese potencial extraordinario. ¿Ejemplos prácticos? La paz en vez de la guerra, consiguió que el Imperio Británico se fuese de la India sin guerra de por medio. Rosa Parks, rompiendo el tabú y el apartheid yanky, abrió la puerta a la integración de los negros. Lutero rompió los tabúes católicos que con los dogmas y el poder militar religioso ahogaban la conciencia humana, y la imprenta recién inventada hizo el resto al propagar la buena nueva por toda Alemania; Gorbachov desde la paz desmanteló el poder de un comunismo sin norte. Más cerca aun: el triunfo total y regenerador de la Primavera Árabe en Túnez, que pronto cumplirá una década de esplendor y que los medios de nuestra "democracia" hilvanada han silenciado siblinamente, seguramente para que no cunda el ejemplo nefasto de tal movida "antisistema". Sí, se puede,por supuesto, pero no haciendo de la trampa del poder el objetivo primordial y único, que al final atrapa la energía limpia y distorsiona los mejores propósitos. Nos sobra el poder, pero nos faltan la dignidad sensata y el valor lúcido de servir al bien común y no a los ideologismos endiosados y manipuladores que acaban apartándonos del objetivo principal: el ser humano por encima de los negocios y los tejemanejes, por muy bien que pinten a bote pronto

El dilema (medieval) de la izquierda: proletariado frente a la diversidad o socialismo como barbarie

  • La propuesta unitaria, en su clarividencia crítica pero ausencia de realidad, es claramente mesiánica y apocalíptica, en el sentido más medieval de la palabra
  • La nueva diversidad irreducible de sujetos y quejas en la globalización nos devuelve una vez más a la Edad Media

Por Joseba Gabilondo, profesor de Literatura y cultura peninsulares en Michigan State University* 

Hace unos pocos días Alain Badiou publicó en L’autre quotidien un artículo que iba a salir originalmente en Le Monde pero que, supuestamente, fue vetado por la crítica de dicho filósofo a Alain Finkielkraut. El artículo, titulado “Lecciones del movimiento de ‘Los chaquetas amarillos'”, puede leerse como una escandalosa y equivocada condena de los chaquetas amarillas o como una crítica perspicaz e inteligente sobre lo que considera un movimiento político peligroso y sin futuro. La condena se reduce a que dicho movimiento no es político, no se estructura a través de la vindicación de sí mismo como sujeto político con una agenda clara y, por tanto, termina reducido a las quejas corporativas de una clase media y clase obrera alta que ha perdido algunos de los derechos que obtuvo en el periodo socialdemócrata posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Badiou captura en su condena, que en mi opinión es equivocada, el dilema más central de la izquierda global contemporánea. Dicha disyuntiva se reduce a cómo interpretar un presente que empieza a organizarse a través de manifestaciones, movilizaciones y revueltas de carácter local con una retórica reivindicativa y oposicional, pero sin un claro «mensaje», es decir, sin un discurso político o mapa de acción claros con respecto al futuro. Sin retroceder demasiado, se podría situar la Primavera Árabe (2010) y el 15M español (2011) en el punto de partida de una ola de movilizaciones que hoy día continúan con las chaquetas amarillas en Francia o en las protestas continuadas contra la clase política en el poder en Argelia. No está claro si se podrían añadir las movilizaciones feministas más recientes, tan influyentes en el Estado español, a esta lista, ya que sí tienen un sujeto definido y unas reivindicaciones explicitadas por lo menos a nivel de los grupos organizadores. ¿Condenaría Badiou al «sujeto político feminista» de la misma manera que a los chaquetas amarillos, ya que este no se enfrenta de manera universal al capitalismo? Terminemos de complicar el análisis anterior añadiendo las manifestaciones semanales de los viernes, empezadas de nuevo de manera espontánea, por un grupo que queda por dilucidar si es un nuevo sujeto político: los jóvenes que ven peligrar su supervivencia en el planeta por la falta de medidas radicales que paren el apocalipsis ecológico que cada vez adquiere mayor carácter de inevitabilidad. ¿Se podría aplicar la denuncia badiouana a dicho movimiento arguyendo que en el fondo es la queja de algunos niños burgueses que quieren jugar a la política? Por fin, las escasas y no tan mayoritarias movilizaciones a favor y por los inmigrantes representan una vez más un problema de análisis político superior.
Hubo un intento en la década que cerró el siglo XX y la primera del XXI en el mundo Anglosajón de agrupar esta diversidad de (supuestos) sujetos políticos, heterogéneos e irreducibles bajo la denominación de multiculturalismo (que no aglutinaba al feminismo directamente, pero demostraba una solidaridad clara). Desde que dicha etiqueta empezó a expandirse y recibir más aceptación, hubo una larga lista de críticos preponderantemente marxistas que condenaron dicha etiqueta e ideología política como otra máscara del capitalismo neoliberal que expandía su alcance a estos sujetos al mismo tiempo que reforzaba la discriminación contra los mismos. Según esta crítica, el capitalismo, al reconocer el multiculturalismo, habría recreado la polarización social general dentro de estos mismos grupos, premiando así una élite de ecologistas, feministas, etc., que en vez de cuestionar el orden neoliberal lo legitimaban precisamente con su discurso multiculturalista. Cuando la misma Angela Merkel declaró en 2005 que le multiculturalismo había fracasado en Europa y críticos como Badiou o Žižek basaron gran parte de su producción intelectual de ese momento en la crítica y condena de dicha ideología multicultural, está claro que tal aproximación ha llegado a un impasse y no se puede recuperar del mismo, incluso cuando teóricos como Bhikhu Parekh continúen defendiéndola. La derrota de Hilary Clinton en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses a manos del millonario neoliberal Trump, quien no oculta su misoginia, homofobia y racismo, es quizá la culminación de la crisis de dicho multiculturalismo que Nancy Fraser ha denominado de manera certera como «neoliberalismo progresista». El éxito del libro de Daniel Bernabé, La trampa de la diversidad: Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora (Akal, 2018), solo se puede explicar dentro de esta tendencia crítica.
Pero esto a su vez nos lleva al fondo de ese dilema central de la izquierda que ha esbozado arriba de manera muy sumaria, un fondo, que el o la lectora se sorprenderá de que lo califique como (neo)medieval.
 
Por una parte están los críticos y críticas del multiculturalismo que reivindican la necesidad de un sujeto político único y unificado, un nuevo proletariado, como sujeto universal que nos movilice a todos y todas contra el capitalismo global, ya que asumen que cualquier otra lucha se puede derivar de la misma (feminismo, racismo, etc.). El gran problema de esta corriente es que, frente a la claridad de su propuesta política, su sujeto político no emerge en la realidad. Como he explicado más arriba, los sujetos de las movilizaciones más decisivas se manifiestan y organizan de manera fragmentaria, heterogénea e irreducible, incluso en el caso del precariado. Pocas feministas estarían dispuestas a subsumir el problema del heteropatriarcado a la supuesta lucha unificada de un nuevo proletario global; la obra de Silvia Federici y su crítica del marxismo clásico es crucial en este respecto. En otras palabras, esta propuesta unitaria, en su clarividencia crítica pero ausencia de realidad, es claramente mesiánica y apocalíptica, en el sentido más medieval de la palabra. Incluso Badiou queda a la espera de militantes que puedan concienciar a estas masas que protestan pero no hacen política.
Por otra parte tenemos a los críticos y críticas, así como activistas, que parten de esas luchas diversas, irreducibles y heterogéneas que sí son realidad política en el presente y responden a un malestar generalizado frente a un orden capitalista, neoliberal, heteropatriarcal, blanco, etc., que es igualmente de real y presente. El problema de estos sujetos políticos heterogéneos es la imposibilidad, hasta ahora, de combinarlos de forma efectiva en una lucha coordinada contra el orden global existente. Las propuestas de Ernesto Laclau (La razón populista, 2005), en este sentido, han sido el último intento de resolver dicho problema que han tenido una repercusión amplia, incluso en la Grecia de un Syriza que en su momento pareció ser una alternativa exitosa (el Podemos inicial que tenía a Errejón de teórico, también es fruto del pensamiento laclauano). Pero cada vez queda más claro que las propuestas gramscianas de este filósofo se hicieron desde un momento donde todavía el Estado era el horizonte de toda lucha política y no la globalización (de ahí en parte el fracaso de Syriza y Podemos). Es más, si se llevan a sus últimas consecuencias las propuestas no completamente desarrolladas de Laclau sobre la figura del o de la líder populista y la afectividad que despliega, terminaríamos más cerca de Trump que de una política progresista heterogénea. Más recientemente se ha expandido el concepto de «interseccionalidad» (Crenshaw, Collins y Bilge) pero, aunque aquí no tengo espacio para expandirme, dicho concepto adolece de problemas similares. En este sentido, la nueva diversidad irreducible de sujetos y quejas en la globalización nos devuelve una vez más a la Edad Media, donde las protestas y revueltas populares eran locales y espontáneas (como en el caso de las jacqueries). Y cuando se organizaban como discurso político (que en aquel momento en Occidente era normalmente discurso cristiano) siempre terminaban en formulaciones que no cuestionaban dicho orden medieval. Eran por tanto neutralizadas o eliminadas en algún momento como pasó con el catarismo que llevó a la creación de la Inquisición en la Europa sudoccidental la cual a su vez pasó a regular cualquier manifestación de desorden social, especialmente en relación con judíos y musulmanes conversos de las coronas de Aragón y Castilla.
Podría verse el feudo entre Pablo Iglesias e Iñigo Errejón como un macrocosmos de dicho dilema. Frente al liderazgo carismático de Iglesias que impone una doctrina y una ideología de manera crecientemente jerárquica en aras a crear un sujeto político unificado, tenemos la doctrina populista de Errejón que afirma que un sujeto político unificado solo se puede crear a partir de una política populista más general basada en ideales más vagos y generales (referentes vacíos) como «patria» y «más» (en Más Madrid). Pero frente a la repetición de los mismos fallos de la izquierda histórica por parte de Iglesias, vemos que la ideología errejonista se desplaza a territorios donde conceptos como «patria» lo pueden llevar mucho más a la derecha de lo que él mismo se imagina. Hoy día, en pleno capitalismo neoliberal y heteropatriarcal, la «patria» es un concepto ideológico que, debido a su propia historia, vuelve a resucitar los fantasmas de un neoimperialismo hispano y de un franquismo que representó el último intento de resucitarlo (por lo menos hasta Aznar). Errejón puede terminar cerca de Vox y Abascal, como ya él mismo intuyó al proclamar que compartía ideas con Marine Le Pen.
Esta es la disyuntiva que define a la izquierda, al progresismo, o a lo que queda de la resistencia histórica contra la opresión política y social del capitalismo neoliberal y heteropatriarcal. Ninguna de las dos partes, desgraciadamente, es todavía capaz de articular una ideología tan unitaria y efectiva como la de Trump, cuyo primer ideólogo oficial (S. Bannon), es importante recordarlo, había prometido «deconstruir el Estado». Dada dicha encrucijada, solo me resta añadir que, además de mi análisis disyuntivo, solo se puede avanzar una hipótesis más: que los instrumentos analíticos de la modernidad no sirven para enfrentarnos a este presente medieval y por tanto, tenemos que medievalizarnos o morir. O retomando el famoso eslogan de Rosa Luxemburgo, que el grupo francés de Castoriadis y Lefort se apropió posteriormente, tal vez es hora de pensar el socialismo como barbarie (neo)medieval mesiánica o heterodoxa.
*Joseba Gabilondo, profesor de Literatura y cultura peninsulares en Michigan State University, acaba de publicar ‘Globalizaciones. La nueva Edad Media y el retorno de la diferencia’, editado por Siglo XXI de España.

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