El dilema (medieval) de la izquierda: proletariado frente a la diversidad o socialismo como barbarie
- La
propuesta unitaria, en su clarividencia crítica pero ausencia de
realidad, es claramente mesiánica y apocalíptica, en el sentido más
medieval de la palabra
- La nueva diversidad irreducible de sujetos y quejas en la globalización nos devuelve una vez más a la Edad Media
Por Joseba Gabilondo, profesor de Literatura y cultura peninsulares en Michigan State University*
Hace unos pocos días Alain Badiou publicó en L’autre quotidien un artículo que iba a salir originalmente en Le Monde pero que, supuestamente, fue vetado por la crítica de dicho filósofo a Alain Finkielkraut. El artículo, titulado “Lecciones del movimiento de ‘Los chaquetas amarillos'”,
puede leerse como una escandalosa y equivocada condena de los chaquetas
amarillas o como una crítica perspicaz e inteligente sobre lo que
considera un movimiento político peligroso y sin futuro. La condena se
reduce a que dicho movimiento no es político, no se estructura a través
de la vindicación de sí mismo como sujeto político con una agenda clara
y, por tanto, termina reducido a las quejas corporativas de una clase
media y clase obrera alta que ha perdido algunos de los derechos que
obtuvo en el periodo socialdemócrata posterior a la Segunda Guerra
Mundial.
Badiou
captura en su condena, que en mi opinión es equivocada, el dilema más
central de la izquierda global contemporánea. Dicha disyuntiva se reduce
a cómo interpretar un presente que empieza a organizarse a través de
manifestaciones, movilizaciones y revueltas de carácter local con una
retórica reivindicativa y oposicional, pero sin un claro «mensaje», es
decir, sin un discurso político o mapa de acción claros con respecto al
futuro. Sin retroceder demasiado, se podría situar la Primavera Árabe
(2010) y el 15M español (2011) en el punto de partida de una ola de
movilizaciones que hoy día continúan con las chaquetas amarillas en
Francia o en las protestas continuadas contra la clase política en el
poder en Argelia. No está claro si se podrían añadir las movilizaciones
feministas más recientes, tan influyentes en el Estado español, a esta
lista, ya que sí tienen un sujeto definido y unas reivindicaciones
explicitadas por lo menos a nivel de los grupos organizadores.
¿Condenaría Badiou al «sujeto político feminista» de la misma manera que
a los chaquetas amarillos, ya que este no se enfrenta de manera
universal al capitalismo? Terminemos de complicar el análisis anterior
añadiendo las manifestaciones semanales de los viernes, empezadas de
nuevo de manera espontánea, por un grupo que queda por dilucidar si es un nuevo sujeto político: los jóvenes que ven peligrar su supervivencia en el planeta
por la falta de medidas radicales que paren el apocalipsis ecológico
que cada vez adquiere mayor carácter de inevitabilidad. ¿Se podría
aplicar la denuncia badiouana a dicho movimiento arguyendo que en el
fondo es la queja de algunos niños burgueses que quieren jugar a la
política? Por fin, las escasas y no tan mayoritarias movilizaciones a
favor y por los inmigrantes representan una vez más un problema de
análisis político superior.
Hubo un intento en la década que cerró el siglo XX y la primera del XXI
en el mundo Anglosajón de agrupar esta diversidad de (supuestos)
sujetos políticos, heterogéneos e irreducibles bajo la denominación de
multiculturalismo (que no aglutinaba al feminismo directamente, pero
demostraba una solidaridad clara). Desde que dicha etiqueta empezó a
expandirse y recibir más aceptación, hubo una larga lista de críticos
preponderantemente marxistas que condenaron dicha etiqueta e ideología
política como otra máscara del capitalismo neoliberal que expandía su
alcance a estos sujetos al mismo tiempo que reforzaba la discriminación
contra los mismos. Según esta crítica, el capitalismo, al reconocer el
multiculturalismo, habría recreado la polarización social general dentro
de estos mismos grupos, premiando así una élite de ecologistas,
feministas, etc., que en vez de cuestionar el orden neoliberal lo
legitimaban precisamente con su discurso multiculturalista.
Cuando la misma Angela Merkel declaró en 2005 que le multiculturalismo
había fracasado en Europa y críticos como Badiou o Žižek basaron gran
parte de su producción intelectual de ese momento en la crítica y
condena de dicha ideología multicultural, está claro que tal
aproximación ha llegado a un impasse
y no se puede recuperar del mismo, incluso cuando teóricos como Bhikhu
Parekh continúen defendiéndola. La derrota de Hilary Clinton en las
últimas elecciones presidenciales estadounidenses a manos del millonario
neoliberal Trump, quien no oculta su misoginia, homofobia y racismo, es
quizá la culminación de la crisis de dicho multiculturalismo
que Nancy Fraser ha denominado de manera certera como «neoliberalismo
progresista». El éxito del libro de Daniel Bernabé, La trampa de la diversidad: Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora (Akal, 2018), solo se puede explicar dentro de esta tendencia crítica.
Pero
esto a su vez nos lleva al fondo de ese dilema central de la izquierda
que ha esbozado arriba de manera muy sumaria, un fondo, que el o la lectora se sorprenderá de que lo califique como (neo)medieval.
Por
una parte están los críticos y críticas del multiculturalismo que
reivindican la necesidad de un sujeto político único y unificado, un
nuevo proletariado, como sujeto universal que nos movilice a todos y
todas contra el capitalismo global, ya que asumen que cualquier otra
lucha se puede derivar de la misma (feminismo, racismo, etc.). El gran
problema de esta corriente es que, frente a la claridad de su propuesta
política, su sujeto político no emerge en la realidad. Como he explicado
más arriba, los sujetos de las movilizaciones más decisivas se
manifiestan y organizan de manera fragmentaria, heterogénea e
irreducible, incluso en el caso del precariado. Pocas feministas
estarían dispuestas a subsumir el problema del heteropatriarcado a la
supuesta lucha unificada de un nuevo proletario global; la obra de
Silvia Federici y su crítica del marxismo clásico es crucial en este
respecto. En otras palabras, esta propuesta unitaria, en su
clarividencia crítica pero ausencia de realidad, es claramente mesiánica
y apocalíptica, en el sentido más medieval de la palabra. Incluso
Badiou queda a la espera de militantes que puedan concienciar a estas
masas que protestan pero no hacen política.
Por
otra parte tenemos a los críticos y críticas, así como activistas, que
parten de esas luchas diversas, irreducibles y heterogéneas que sí son
realidad política en el presente y responden a un malestar generalizado
frente a un orden capitalista, neoliberal, heteropatriarcal, blanco,
etc., que es igualmente de real y presente. El problema de estos sujetos
políticos heterogéneos es la imposibilidad, hasta ahora, de combinarlos
de forma efectiva en una lucha coordinada contra el orden global
existente. Las propuestas de Ernesto Laclau (La razón populista,
2005), en este sentido, han sido el último intento de resolver dicho
problema que han tenido una repercusión amplia, incluso en la Grecia de
un Syriza que en su momento pareció ser una alternativa exitosa (el
Podemos inicial que tenía a Errejón de teórico, también es fruto del
pensamiento laclauano). Pero cada vez queda más claro que las propuestas
gramscianas de este filósofo se hicieron desde un momento donde todavía
el Estado era el horizonte de toda lucha política y no la globalización
(de ahí en parte el fracaso de Syriza y Podemos). Es más, si se llevan a
sus últimas consecuencias las propuestas no completamente desarrolladas
de Laclau sobre la figura del o de la líder populista y la afectividad
que despliega, terminaríamos más cerca de Trump que de una política
progresista heterogénea. Más recientemente se ha expandido el concepto
de «interseccionalidad» (Crenshaw, Collins y Bilge) pero, aunque aquí no
tengo espacio para expandirme, dicho concepto adolece de problemas
similares. En este sentido, la nueva diversidad irreducible de sujetos y quejas en la globalización nos devuelve una vez más a la Edad Media,
donde las protestas y revueltas populares eran locales y espontáneas
(como en el caso de las jacqueries). Y cuando se organizaban como
discurso político (que en aquel momento en Occidente era normalmente
discurso cristiano) siempre terminaban en formulaciones que no
cuestionaban dicho orden medieval. Eran por tanto neutralizadas o
eliminadas en algún momento como pasó con el catarismo que llevó a la
creación de la Inquisición en la Europa sudoccidental la cual a su vez
pasó a regular cualquier manifestación de desorden social, especialmente
en relación con judíos y musulmanes conversos de las coronas de Aragón y
Castilla.
Podría verse el feudo entre Pablo Iglesias e Iñigo Errejón como un macrocosmos de dicho dilema.
Frente al liderazgo carismático de Iglesias que impone una doctrina y
una ideología de manera crecientemente jerárquica en aras a crear un
sujeto político unificado, tenemos la doctrina populista de Errejón que
afirma que un sujeto político unificado solo se puede crear a partir de
una política populista más general basada en ideales más vagos y
generales (referentes vacíos) como «patria» y «más» (en Más Madrid).
Pero frente a la repetición de los mismos fallos de la izquierda
histórica por parte de Iglesias, vemos que la ideología errejonista
se desplaza a territorios donde conceptos como «patria» lo pueden
llevar mucho más a la derecha de lo que él mismo se imagina. Hoy día, en
pleno capitalismo neoliberal y heteropatriarcal, la «patria» es un
concepto ideológico que, debido a su propia historia, vuelve a resucitar
los fantasmas de un neoimperialismo hispano y de un franquismo que
representó el último intento de resucitarlo (por lo menos hasta Aznar). Errejón puede terminar cerca de Vox y Abascal, como ya él mismo intuyó al proclamar que compartía ideas con Marine Le Pen.
Esta
es la disyuntiva que define a la izquierda, al progresismo, o a lo que
queda de la resistencia histórica contra la opresión política y social
del capitalismo neoliberal y heteropatriarcal. Ninguna de las dos
partes, desgraciadamente, es todavía capaz de articular una ideología
tan unitaria y efectiva como la de Trump, cuyo primer ideólogo oficial
(S. Bannon), es importante recordarlo, había prometido «deconstruir el
Estado». Dada dicha encrucijada, solo me resta añadir que, además de mi
análisis disyuntivo, solo se puede avanzar una hipótesis más: que los
instrumentos analíticos de la modernidad no sirven para enfrentarnos a
este presente medieval y por tanto, tenemos que medievalizarnos o morir.
O retomando el famoso eslogan de Rosa Luxemburgo, que el grupo francés
de Castoriadis y Lefort se apropió posteriormente, tal vez es hora de pensar el socialismo como barbarie (neo)medieval mesiánica o heterodoxa.
*Joseba Gabilondo, profesor de Literatura y cultura peninsulares en Michigan State University, acaba de publicar ‘Globalizaciones. La nueva Edad Media y el retorno de la diferencia’, editado por Siglo XXI de España.
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