Vuelva usted mañana
Mariano José de Larra
[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del
artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la
edición facsímil de El Pobrecito Hablador. Revista
Satírica de Costumbres, por el Bachiller don Juan
Pérez de Munguía (seud. de Mariano José de Larra),
n.º 11, enero de 1833, Madrid; paginación en color
azul.]
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado
mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros
artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca
nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y
profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por
más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y
que la historia de los pecados sería un tanto cuanto
divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha
cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un
cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos
días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de
estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de
nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de
-pág.
4- estos que, o creen que los hombres
aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos
y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las
tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso
vienen imaginando que nuestro carácter se conserva intacto
como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos
caminos, y pregunta si son los ladrones que los han de despojar los
individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente
para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los
países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a
primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos
llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos
juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su
artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen
después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al
mismo que se devanó los sesos por buscarles causas
extrañas. Muchas veces la falta -pág.
5- de una causa determinante en las cosas nos
hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al
abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre,
que más quiere declarar en alta voz que las cosas son
incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que
el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen
muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos
mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros
no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un
extranjero de estos fue el que se presentó en mi casa,
provisto de competentes cartas de recomendación para mi
persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y
aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí
sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o
mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le
conducían.
Acostumbrado a la actividad en que -pág.
6- viven nuestros vecinos, me aseguró
formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre
todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su
capital. Pareciome el extranjero digno de alguna
consideración, trabé presto amistad con él, y lleno
de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su
casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no
fuese el de pasearse. Admirole la proposición, y fue preciso
explicarme más claro.
-Mirad -le dije-, monsieur Sans-délai -que así se
llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a
solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente -me contestó-. Quince días, y es mucho.
Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis
asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis
ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a
mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los
datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y
como será una cosa clara y de justicia innegable (pues
sólo en
-pág.
7- este caso haré valer mis derechos),
al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo
mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir
mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis
proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas
en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y
octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el
décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene
estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me
sobran de los quince cinco días.
Al
llegar aquí monsieur Sans-délai traté de reprimir
una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el
cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna
jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios
una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes
ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón
y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en
que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-pág.
8-
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No
por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la
idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y
trabajador.
-¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero
han adquirido la costumbre de hablar mal siempre de su país
por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os
aseguro que en los quince días con que contáis, no
habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya
cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi
actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy
dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé
por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos
en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar
un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de
amigo en amigo y de conocido
-pág.
9- en conocido: encontrámosle por fin, y
el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación,
declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo;
instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos
diéramos una vuelta por allí dentro de unos días.
Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días;
fuimos.
-Vuelva usted mañana -nos respondió la criada-, porque el
señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana -nos dijo al siguiente día-, porque
el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana -nos respondió al otro-, porque el
amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana -nos respondió el lunes siguiente-,
porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?
Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-,
porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no
está en limpio».
A
los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido
una noticia del apellido Díez, y él había entendido
Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas,
nada dije a mi amigo, desesperado -pág.
10- ya de dar jamás con sus abuelos.
Es
claro que faltando este principio no tuvieron lugar las
reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y
empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso
buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos
hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos
llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero
diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca
encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo
después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de
mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este
país.
No
paró aquí; un sastre tardó veinte días en
hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro
horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas
hechas; la planchadora necesitó quince días para
plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había
enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días
-pág.
11- con la cabeza al aire y sin salir de
casa.
Sus
conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban
cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué
formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?
-le dije al llegar a estas pruebas.
-Me
parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a
la boca.
Presentose con todo, yendo y viniendo días, una
proposición de mejoras para un ramo que no citaré,
quedando recomendada eficacísimamente.
A
los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra
pretensión.
-Vuelva usted mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la
mesa no ha venido hoy.
«Grande causa le habrá detenido», dije yo entre
mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos,
¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro,
ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso
sol de los inviernos claros de Madrid. -pág.
12- Martes era el día siguiente, y nos
dijo el portero:
-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa
no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él -dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión
de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su
señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una
charada del Correo entre manos que le debía costar
trabajo el acertar.
-Es
imposible verle hoy -le dije a mi compañero-; su
señoría está en efecto ocupadísimo.
Dionos audiencia el miércoles inmediato, y, ¡qué
fatalidad!, el expediente había pasado a informe, por
desgracia, a la única persona enemiga indispensable de
monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él
perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino
tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no
habíamos podido encontrar empeño para una persona muy
amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy
hermosos, los cuales sin duda alguna -pág.
13- le hubieran convencido en sus ratos
perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de
nuestra bendita oficina de que el tal expediente no
correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este
pequeño error; pasose al ramo, establecimiento y mesa
correspondiente, y hétenos caminando después de tres
meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que
busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera.
Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del
primer establecimiento y nunca llegó al otro.
-De
aquí se remitió con fecha de tantos -decían en
uno.
-Aquí no ha llegado nada -decían en otro.
-¡Voto va! -dije yo a monsieur Sans-délai,
¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire
como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una
paloma sobre algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los -pág.
14- empeños! ¡Vuelta a la prisa!
¡Qué delirio!
-Es
indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas
vayan por sus trámites regulares.
Es
decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en
llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de
servicio.
Por
último, después de cerca de medio año de subir y
bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al
despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana,
salió con una notita al margen que decía:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente,
negado.»
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé
riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos diablos.
-¿Para esto
-pág.
15- he echado yo mi viaje tan largo?
¿Después de seis meses no habré conseguido sino que
me digan en todas partes diariamente: «Vuelva usted
mañana», y cuando este dichoso «mañana»
llega en fin, nos dicen redondamente que «no»? ¿Y
vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es
que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a
nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de
seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os
juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más
fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al
llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de
las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una
pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder -me decía un personaje muy grave y
muy patriótico.
-Esa no es una razón -le repuse-: si él se arruina, nada,
nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él
llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con -pág.
16- su intención?
-Y
suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede
uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el
oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera
eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Sí, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las
cosas. ¿Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo
peor posible, será preciso tener consideraciones con los
perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían
perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta
aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla
todavía como cuando nació.
-En
fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante mi
paciencia-, está usted en
-pág.
17- un error harto general. Usted es como
muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre
por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los
venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de
quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que
han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han
encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían
más que ellas.
»Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es
desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en
circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a
quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si
pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio
de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos
acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este
país, no viene a sacar de él el dinero, como usted
supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la
vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede
serlo; sus
-pág.
18- más caros intereses y su familia le
ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo
donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una
compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo
serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un
capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole
producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos
tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos
naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho
una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población
con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades,
todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los
extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia
su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que
ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras
naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado
otras en llegar
-pág.
19- a ser las últimas; a los extranjeros
han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted
-concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo-
que es muy difícil convencer al que está persuadido de
que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara,
podríamos fundar en usted grandes esperanzas!
Concluida esta filípica, fuime en busca de mi
Sans-délai.
-Me
marcho, señor Fígaro -me dijo-. En este país
«no hay tiempo» para hacer nada; sólo me
limitaré a ver lo que haya en la capital de más
notable.
-¡Ay, mi amigo! -le dije-, idos en paz, y no queráis
acabar con vuestra poca paciencia; -pág.
20- mirad que la mayor parte de nuestras
cosas no se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince
días...
Un
gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le
había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana -nos decían en todas partes-, porque
hoy no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso
especial.
Era
cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito:
representábasele en la imaginación el informe, y el
empeño, y los seis meses, y... Contentose con decir:
-Soy extranjero. ¡Buena recomendación entre los amables
compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos
comprendía menos. Días y días tardamos en ver las
pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de
medio año largo, si es que puede haber un medio año
más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su
patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que
yo ya antes me tenía, y
-pág.
21- llevando al extranjero noticias
excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis
meses no había podido hacer otra cosa sino «volver
siempre mañana», y que a la vuelta de tanto
«mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más
bien lo único que había podido hacer bueno, había
sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has
llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el
buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de
nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de
mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta
cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de
leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles,
pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y
pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte
todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo
esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas
veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras
causas,
-pág.
22- perder de pereza más de una
conquista amorosa; abandonar más de una pretensión
empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera
sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible;
renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o
necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de
mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay
negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te
referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso
haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o
roncando, como buen español, las siete y las ocho horas
seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me
arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo
más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en
un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la
madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me
acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas
veces como estuve
-pág.
23- en esta vida desesperado, ninguna me
ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy
confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la
primera entre mis apuntaciones, el título de este
artículo, que llamé «Vuelva usted mañana»;
que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo
escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz
diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad
en mis propias resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le
escribiré!». Da gracias a que llegó por fin este
mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de aquel
mañana que no ha de llegar jamás!
El
Pobrecito Hablador, n.º 11, enero de 1833.1
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