Hay gente normal y gente normalizadora. Para ser normalizador no es
preciso ser normal, del mismo modo que para escribir una novela no hace
falta ser novelista. No estamos seguros de que Rajoy sea normal, pero no
cabe duda de que es uno de los grandes normalizadores de la Historia.
El miércoles, sin ir más lejos, convirtió en normal el hecho de que un
presidente del Gobierno declarara como testigo en un juicio por corrupción de su propio partido.
“Afronta la comparecencia con normalidad”, anunciaron sus portavoces
frente a un público que a medida que pasaba el tiempo se convencía
íntimamente de lo común de la situación. Si Rajoy atropellara mañana a
una ancianita, después de una mariscada gallega regada con abundante
cava catalán, en 48 horas nos parecería normal. El cava marida muy bien
con el percebe, diría sin alterar un músculo del rostro, para añadir que
lo importante, una vez fallecida la anciana, era actuar con sensatez y
sin extremismos.
Rajoy viene de una tradición de normalidad inaugurada por Aznar, que,
si ustedes recuerdan, se manifestaba, incongruentemente, como un
fanático de la mesura. En otras palabras, un hombre normal y también,
hasta cierto punto, normalizador. De hecho, hace tres días salió en el
periódico que la empresa familiar que tiene con su esposa, Famaztella,
se dedica a la “explotación de derechos intelectuales en todas sus
manifestaciones”, sin que la Red se haya llenado de chistes, como si
fuera normal que vivieran del intelecto. La perplejidad del lector se
atenuaba al comprobar que durante el año pasado no habían producido
nada. El tiempo nos mostró que la normalidad de Aznar era extravagante.
Quizá nos falta perspectiva para comprobar que la sensatez de Rajoy es
excéntrica.
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