Antón Losada
Las evidencias se acumulan. En España, democracia
europea; en el siglo XXI, no hace un siglo o durante la Transición, en
el corazón del Ministerio de Interior de su gobierno central,
seguramente a la puerta del mismo despacho del ministro Jorge Fernández
Díaz, parece que ha operado, y probablemente opera, una policía política
dedicada a la caza del adversario. Solo la sospecha ya inquietaba.
Ahora la certeza asusta e indigna.
La misión de esa
policía política no consistía en perseguir el crimen y combatirlo, sino
urdirlo y colgárselo luego a todo contrincante político que cumpliera
una única condición: poner nervioso o no resultar afín del devoto
responsable de la seguridad de todos. Charles Bronson resumió esa
filosofía con precisión de pistolero hace décadas y en nadie se ha
reencarnado con tanta devoción como en Fernández Díaz: ellos son la
Justicia.
Valiéndose de sujetos tan siniestros y oscuros como el
comisario Villarejo, bandas organizadas de policías fabrican informes,
construyen dosieres, fabulan tramas, filtran notas o arman denuncias
para poner en aprietos legales y destruir la reputación de competidores
políticos molestos. Desde el nacionalismo catalán a Podemos, la lista de
víctimas es larga y seguro que acabará siendo aún más extensa.
La policía política es como la tortura, una vez que te lanzas por ese
camino ya no puedes parar hasta que acaba destruyéndote. Ahora esas
mismas bandas, acostumbradas a hacer de su voluntad la ley y a vivir al
margen de la jerarquía, se pelean entre sí y a la vista de todo el mundo
a golpe de dosier, informe y denuncia falsa. Las famosas cloacas del
Estado han reventado por exceso de caudal. La mierda es como el agua,
siempre.
Los nuevos responsables de Interior, con el
ministro Zoido a la cabeza, se dicen preocupados y anuncian ir a poner
orden. Ni basta ni es suficiente. Unos cuantos ceses, traslados
discretos y jubilaciones anticipadas no van a resolverlo como tampoco
frenaron el escándalo de la pederastia en la Iglesia. Disolver una
policía política no es una cuestión de orden administrativo. Es una
decisión política y un requisito imperativo para validar la calidad de
una democracia.
Pasan gobiernos de un color y otro y
un corrupto como el comisario Villarejo sigue ahí, igual que el
dinosaurio. Poner orden no nos sirve ni para empezar, señor ministro.
Hay que hacer limpieza, sacar la basura a la calle para que todos
podamos verla y mandar a unos cuantos a la cárcel. Ésta vez sí, por el
bien de la democracia.
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