Enero de 2014: un joven profesor y activista,
conocido por su participación en tertulias televisivas, lanza un nuevo
proyecto político. "Me han pedido que dé el paso", dice en respuesta a un manifiesto impulsado por él mismo. Aprovecha su presencia mediática para dar publicidad al
proyecto. Pide 50.000 firmas y las consigue en 24 horas. Gana las
primarias. Recorre platós, pero también ciudades y pueblos, desbordando
plazas y auditorios, abriendo cientos de círculos. Pone su cara en la
papeleta. En la noche electoral no celebra: "Por ahora no hemos cumplido nuestro objetivo".
Podemos crece orgánicamente y en las encuestas, y él sigue siendo la
principal referencia: en sus intervenciones en el Europarlamento. En
programas televisivos que baten récords de audiencia. En los crowdfunding. En las redes sociales.
En el primer Vistalegre encuentra oposición, pero sus
tesis se imponen. La "máquina de guerra electoral" deja una organización
a su medida, vertical, centralizada y donde sus afines copan todos los
órganos. En los procesos territoriales sus candidaturas ganan en la
mayoría, y las "listas plancha" le aseguran el control. Uno de los pocos
que derrota a su candidato, Pablo Echenique, acabará siendo su número
dos.
Presenta el programa económico con gran
expectación, mientras lidera todas las encuestas. Incorpora a cada vez
más expertos y activistas reconocidos. Convoca una "Marcha del cambio" y
desborda Sol, la multitud vibra con su discurso rapeado. Protagoniza
vídeos virales, tertulias en prime time, llena nuevas plazas y auditorios en Autonómicas y Municipales. Regala al rey Juego de Tronos. Acapara
focos el Día de la Constitución. Recibe atención en toda Europa, se
abraza a Tsipras en su victoria. Merece portadas a diario, recibe
denuncias, informes policiales, guerra sucia mediática.
Se lanza a las Generales. Gana las primarias, protagoniza vídeos
brillantes, discursos irresistibles, vuelve a llenar plazas y
auditorios, habla de sonrisas, ilusión y cambio, gana todos los debates
televisivos, deja un minuto de oro
perfecto, contagia el espíritu de la "remontada" y consigue un
resultado histórico. Tras las elecciones marca las negociaciones,
descoloca al PSOE con su propuesta de gobierno conjunto, protagoniza la
sesión de apertura y los debates de investidura, lo mismo con la "cal
viva" que con el beso a un compañero: las fotos de portada siempre son
suyas.
Ante la repetición electoral, cierra con IU el "pacto de los botellines". Vuelve a llenar plazas y auditorios, ahora con el sorpasso.
Se presenta como socialdemócrata y escenifica un emocionante encuentro
con Julio Anguita. Tras el 26J, se sobrepone a la decepción, marca un
giro a la izquierda, pide recuperar la calle y enfrenta las tensiones
internas de camino a Vistalegre II, donde consigue que la militancia
compre su "todo o nada", "gano o me voy".
Todo este
recuento de tres años para destacar algo obvio: que Podemos es el
partido de Pablo Iglesias. O al menos así lo percibe una mayoría de
militantes. Lo fue en su nacimiento, lo ha sido estos tres años, y desde
el pasado domingo lo será más que nunca.
Suyo fue el
capital inicial, suyo el impulso en momentos decisivos, suyos los
éxitos. Suyo fue el control interno tras el primer Vistalegre, donde el
liderazgo carismático pasó de ser un arma electoral a una forma de
dirigir el partido (y Errejón contribuyó a un modelo que ni ahora se ha
atrevido a cuestionar, con su Iglesias de cartón).
Y suya ha sido la victoria de Vistalegre: enfrentó a la militancia a un
dramático "conmigo o sin mí", la misma militancia que todavía se
emociona al recordar todo lo vivido junto a Pablo. Cuando un proyecto se
basa en un liderazgo tan fuerte, y construye un partido a su medida, es
normal que la militancia asuma que el partido no puede vivir sin el
líder. Y seguramente tienen razón: sin Iglesias, aquel pequeño Podemos
de enero de 2014 no habría llegado tan lejos. Tampoco habría logrado
tanto sin Errejón, los anticapitalistas, la mucha gente valiosa o las
confluencias: en el relato de tres años que hice antes faltan muchos
nombres fundamentales. Pero como decía el clásico, para las bases "todos somos contingentes, Pablo es necesario". Están de su lado, y lo mostraron en Vistalegre.
Suyo es también el futuro inmediato de Podemos. Controlará la nueva
estructura, y su documento organizativo mantiene el poder del secretario
general. Solo le falta apartar a los errejonistas para que el control
sea absoluto.
La mayoría de tensiones internas de
Podemos en tres años se resumen en eso: quienes quieren que siga siendo
"el partido de Pablo Iglesias" frente a quienes buscan abrirlo,
descentralizarlo, no depender tanto de su liderazgo. Han ganado los
primeros, hay que reconocerlo y felicitarle por su éxito: una mayoría de
inscritos ha decidido que Podemos siga siendo el partido de Pablo
Iglesias.
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Esta vez, querido Isaac, coincidimos sólo a medias. Todo lo que cuentas de Iglesias y el invento de su partido es cierto. Como también es cierto el apaño que hizo Lenin con el marxismo en su día, que igualmente supuso una victoria arrasadora y la derrota de muchísimas cosas fundamentales, entre ellas, y fundamentalmente, la empatía, el apoyo mutuo por encima de los credos, la democracia y la igualdad. La victoria per se no significa que lo que triunfa sea admirable por el hecho de triunfar a cualquier precio. Eso ya lo hizo la Falange en los años 30 y Franco a continuación, ya lo hicieron Stalin, Hitler y Mao.
Nunca son iguales, -en ese estado visceral- vencedores que vencidos. Y es imposible un socialismo verdadero que se base en arrasar para imponerse. Seguramente, por eso, hasta ahora no se ha podido conseguir materializar y vivir de verdad esa extraordinaria y excelente utopía. Y es que la contienda, la rivalidad, el arrasar por K.O. a los "enemigos" es una lacra del capitalismo caníbal, que se basa fundamentalmente en la competitividad, donde es imposible que gane el mejor, porque solo puede ganar el más fuerte y el que tiene menos escrúpulos, el más calculador que mejor combina los efectos especiales y sabe sacar tajada, disfrazarse y manipular mejor que los demás; es el sistema -tan criticado del pragmatismo, al mismo nivel que lo disfruta el neoliberalismo imperante- que consiste en enfrentar y no en construir, en demoler al contrario en vez potenciar entre todos lo mejor que se tiene y que se es, de derribar murallas que fabrican desigualdad y aprender a cooperar en vez de prevalecer sobre otros, ya entronizados en el ego para desde ahí, perdonar la vida al vencido "noblemente" mientras se le coloca en un buen puesto vitalicio donde sea cola de león o cabeza de ratón e incordie lo menos posible al ganador; esas cosas no se hacen mediante la escucha limpia ni el debate sano sino mediante astucia, fanfarrias, espionajes en las redes de los propios compañeros y habilidades estratégicas copiadas de la guerra. Ganar así no es ganar nada que valga la pena a largo plazo, porque ya se ha perdido o tal vez no se ha tenido nunca el sentido y el porqué del bien común que debería ser el primer y básico objetivo.
Nunca son iguales, -en ese estado visceral- vencedores que vencidos. Y es imposible un socialismo verdadero que se base en arrasar para imponerse. Seguramente, por eso, hasta ahora no se ha podido conseguir materializar y vivir de verdad esa extraordinaria y excelente utopía. Y es que la contienda, la rivalidad, el arrasar por K.O. a los "enemigos" es una lacra del capitalismo caníbal, que se basa fundamentalmente en la competitividad, donde es imposible que gane el mejor, porque solo puede ganar el más fuerte y el que tiene menos escrúpulos, el más calculador que mejor combina los efectos especiales y sabe sacar tajada, disfrazarse y manipular mejor que los demás; es el sistema -tan criticado del pragmatismo, al mismo nivel que lo disfruta el neoliberalismo imperante- que consiste en enfrentar y no en construir, en demoler al contrario en vez potenciar entre todos lo mejor que se tiene y que se es, de derribar murallas que fabrican desigualdad y aprender a cooperar en vez de prevalecer sobre otros, ya entronizados en el ego para desde ahí, perdonar la vida al vencido "noblemente" mientras se le coloca en un buen puesto vitalicio donde sea cola de león o cabeza de ratón e incordie lo menos posible al ganador; esas cosas no se hacen mediante la escucha limpia ni el debate sano sino mediante astucia, fanfarrias, espionajes en las redes de los propios compañeros y habilidades estratégicas copiadas de la guerra. Ganar así no es ganar nada que valga la pena a largo plazo, porque ya se ha perdido o tal vez no se ha tenido nunca el sentido y el porqué del bien común que debería ser el primer y básico objetivo.
Lo más preocupante es que a pesar de este panorama, aún se considere elegante y de buen tono felicitar a los ganadores de tales batiburrillos, -como si simplemente (literalmente esa simpleza) fuese ganar un partido de fútbol- con la incomprensible convicción de que mezclando lo más mugriento con la intención de ganar y llevarse la perra gorda, se pueda conseguir un buen resultado para la ciudadanía que está pasando un infierno y que solo se mantiene como espectadora desde las gradas, aplaudiendo a unos y ninguneando a los otros. Como en el circo, sólo que con la vida, el futuro, la dignidad, la justicia y los DDHH en juego.
No hay males menores que consigan los resultados necesarios para cambiar un basurero sociopolítico en un modelo sano de gestión, por muy bien que se maquille el rostro del problema. Sin ética, con la "honestidad" del apaño, sin democracia real y transparencia desde la base, nunca será posible edificar algo mejor de lo que ahora padecemos. Aunque los caudillos manden triunfando por aclamación popular en plebiscito. O precisamente, por eso mismo. Ya deberíamos saberlo si tuviésemos desde la escuela un conocimiento real de la memoria histórica.
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