Mark Twain decía que la Historia no se repite pero, a veces, rima. Lo
que estamos viviendo en Europa rima en consonante con un pasado muy
amargo para los españoles. Miro las fotos de Bruselas, las sonrisas de
Merkel, de Cameron, de Hollande, y no recuerdo tanto a los exiliados
republicanos que cruzaron los Pirineos descalzos en 1939, como la
sonrisa del primer ministro británico Chamberlain, las lágrimas de
cocodrilo del socialista francés León Blum. En esencia, se trata de lo
mismo, retorcer la legalidad internacional para denegar el tratado de
asilo, y pretender que parezca una medida perfectamente democrática y
orientada al bien común. El dinero, con el que ahora se pretende comprar
la vida, la libertad y el futuro de aquellos a quienes se les niega
toda protección después de —no lo olvidemos— invitarlos a venir, es un
suplemento siniestro, pero no tanto como la amenaza de una guerra que
las potencias democráticas de 1936 pretendieron evitar para sí mismos
por el procedimiento de abandonar a los demócratas españoles a su
suerte, para encerrar después a medio millón de exiliados en playas
valladas, a la intemperie. La Historia nos enseña que aquella ignominia
no sólo no evitó la guerra mundial, sino que reforzó la autoestima de
los líderes del Eje. Así, me parece que el tratado con Turquía producirá
un daño muy superior al que supuestamente evitará. Porque el dinero que
Europa pague por cada refugiado que devuelva a ese país se convertirá
en un maldito denario de plata, el precio de una traición cometida no
sólo contra los desamparados que serán vendidos y comprados como ganado,
sino sobre todo contra nuestra propia dignidad. Por eso, aparte de una
vergüenza insoportable, ni siquiera será un buen negocio.
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Qué buen análisis comparativo, querida Almudena. Gracias. La historia se repite, tantas veces y tan cansinamente, que ya deberíamos habernos dado cuenta, a lo largo de tantos siglos de cutrerío repetidor, de que algo muy gordo está por solucionar en nuestra forma de entender el mundo; y, según está el percal, parece que no haya manera de ver lo que es, sobre todo desde las estanterías más altas del salón del poderío, a las que solo llegan las mentes más arteras y descabelladas; las más ávidas de hegemonía, glamour egocéntrico y fervor cínico, que a base de empeño y falta de escrúpulos, siempre acaban partiendo el bacalao y planificando estropicios tan complicados y esperpénticos como desalmados y crueles, siempre acompañados por esa lógica desportillada de corte "legal" y hasta "patriótico", que Hanna Arendt definió como la banalidad del mal. Y es que la comodidad y el apalancamiento de la conciencia individual, al degradarse y vivir dopada, deriva inevitablemente en el vasallaje y aniquilación de la conciencia colectiva. Causa y efecto. Al fin, para ese enjuague sin fronteras, todo se acaba reduciendo a cosa de denarios, como sugieres en el título de esta columna de lunes santo. Será por eso por lo que Judas sigue teniendo tanto poder de seducción. Y ese poder sin alma ni corazón acaba matando la vida. Como en un maldito bolero descompuesto y ensangrentado. Como en la Francia de 1939, como en los campos nazis de exterminio, como en Guantánamo, como en Irak, como el Libia, como en Siria, como en Palestina o Vietnam, o como en Idomenei, en Leros o en Melilla...
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