miércoles, 23 de marzo de 2016

Cuando la poesía se vuelve poder popular


En su elegía “Pan y vino” (1800), Hölderlin formula una pregunta emblemática que cuestiona de raíz el sentido de la palabra y la acción poética: “¿Para qué poetas en tiempos de miseria?”

Más de dos siglos después, los tiempos de miseria lamentados por Hölderlin no han dejado de ser los nuestros: tiempos de oligarquías aferradas a sistemas de privilegios, tiempos de pragmatismo economicista que impone lógicas mercantiles en todos los ámbitos, tiempos de pobreza democrática, tiempos, como decía Marx, de “nuevas condiciones de opresión” y nuevas formas de lucha por superar los antagonismos de clase y combatir la dominación colonial y patriarcal imperante. En este sentido, y en ocasión del recientemente celebrado Día Mundial de la Poesía, cabe recuperar la pregunta por su función en las actuales sociedades capitalistas globalizadas donde, recordando los versos de Gabriel Celaya, es concebida como un “lujo cultural por los neutrales” o, en el mejor de los casos, como un recurso mercantilizable en nombre de su supervivencia.

Entre la diversidad de respuestas al “para qué”, hay una comúnmente extendida que defiende la inutilidad de la poesía como instrumento social y pedagógico. La condena de Platón por considerarla un arte imitativo cuyo poder de persuasión distrae de la verdad ilustra de modo magistral esta postura. En la República, Homero (y, por extensión, los poetas y artistas) es expulsado de la ciudad ideal porque el poeta “conoce el secreto de suscitar emociones”, “alimenta las pasiones” y “fabrica imágenes” falsas con palabras, a la manera de un pintor. También Fernando Pessoa, aunque esta vez en sentido positivo, destaca el carácter ficcional de la poesía al definir al poeta como un “fingidor” que crea, inventa y fabula: “Fingir es conocerse”.

Hay, sin embargo, otra postura que frente al “para qué” reivindica la función social de la poesía, como hiciera T. S. Eliot en una célebre conferencia pronunciada en 1943. Esta perspectiva representa un modo de ver el quehacer poético que permite explorar su dimensión ética y política, presente, por ejemplo, en la poesía urbana de Baudelaire, nacida de la experiencia de un lírico en el auge de la sociedad capitalista de masas: “Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada”. En los versos de Walt Whitman sobre el amor y la democracia cósmica, que acarician la piel como un beso voluptuoso y fresco: “Me celebro y me canto a mí mismo. Y lo que digo ahora de mí, lo digo de ti, porque lo que yo tengo lo tienes tú y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”. En la conciencia feminista de Alfonsina Storni: “Yo soy como la loba. Quebré con el rebaño y me fui a la montaña fatigada del llano”. En la poesía proletaria de Miguel Hernández: “Aceituneros altivos, decidme en el alma: ¿quién, quién levantó los olivos? No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor”. En la lucidez de la locura que ilumina la obra de Leopoldo María Panero: “De todos los favores que pude prometerte te debo la locura”. En el anarquismo poético de Jesús Lizano: “Denunciemos este delirio. Invitemos a todos los inocentes perdidos entre sus voces que llevan a esa lucha, todos perdidos entre las falsas verdades y sus terribles ecos”. En las marcas de la opresión heteropatriarcal que atraviesan la palabra poética de Audre Lorde: “Estoy atrapada en un desierto hecho de heridas a bala todavía abiertas”.

Dice Hugo Friedrich que el acto poético presenta tres posibles modos de comportamiento: sentir, observar y transformar. El último se refiere tanto a la transformación del lenguaje como de la realidad social y personal. Es precisamente esta capacidad transformadora la que nos permite encontrar vías de respuesta a la pregunta de Hölderlin. Todos los ejemplos citados muestran que combate político y lucha poética a menudo están ligados uno al otro; que la poesía, lejos de ser un producto clausurado en libros y bibliotecas, se puede hacer en cualquier parte; que la praxis poética, por sí sola, no puede cambiar el mundo, pero sí puede cambiar las maneras de verlo y sentirlo, promoviendo agitaciones subversivas capaces de trastocar las relaciones de poder. Y aquí radica el carácter revolucionario de la poesía, tal y como lo expresa Vicente Huidobro: “El poeta hace cambiar de vida a las cosas de la naturaleza, saca con su red todo aquello que se mueve en el caos de lo innombrado, tiende hilos eléctricos entre las palabras y alumbra de repente rincones desconocidos”.

No se trata de una revolución de vanguardias iluminadas en la que el poeta se erige en guía del pueblo. La revolución poética que puede transformar mundos y vidas es aquella que, por un lado, pone la inspiración al servicio de una causa para combatir el orden dominante y, por otro, transmite ideas y sentimientos para aprender a “sentipensar” con la gente oprimida, que diría Orlando Fals Borda. Las huellas de lo que significa esta revolución poética recorren la obra de José Martí: “Hay una clase de poesía que sale, como un río de sangre del alma atormentada, y rompe por entre peñascos en su espantada fuga, y no abre sus ondas sino para dejar paso a clamores”.  

En una famosa escena de El club de los poetas muertos, el profesor Keating enseña a sus alumnos que no deben limitarse a aprender lecciones y recitar poemas de memoria: “A pesar de todo lo que les digan, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo. No leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana y la raza humana está llena de pasión”. Keating era portador de una enseñanza detestable para Platón y la economía global del neoliberalismo: la pasión poética también puede ser una pasión crítica y revolucionaria. De aquí la importancia de trabar luchas revolucionariamente poéticas, revolucionariamente populares, contra lo que nos aboca a vivir en tiempos de miseria.

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