LA CUARTA PÁGINA
No se enroque, señor Rajoy
La lucha frente a la corrupción no es una cuestión de ideología, sino una medida terapéutica, y por ende el abandono o renuncia es una medida de regeneración democrática. Está en juego la credibilidad del sistema
(Ilustración: Eduardo estrada)
"Ser bueno, ¿quién no lo desearía? Pero sobre este triste planeta,
los medios son restringidos. El hombre es brutal y pequeño. ¿Quién no
querría, por ejemplo, ser honesto? Pero ¿se dan las circunstancias? ¡No!
ellas no se dan aquí”. Estas acertadas palabras de Bertolt Brecht
deberían hacer despertar a quienes en forma silente, y por tanto
cómplice, asisten a la escenificación de la caída de los valores, la
justificación de la mentira, la negación de la honestidad política y la
desaparición de la decencia en el quehacer público en España.
Tengo que reconocer que cada vez me cuesta más comprender la
indiferencia de un gran número de españoles y españolas que aceptan
estoicamente, o bien jalean y justifican, los escándalos de corrupción y
latrocinio de los servidores públicos como si fuera algo normal que
forma parte de nuestra cotidianeidad. Hasta tal punto ha llegado ese
pasotismo, que ese contingente, alarmantemente alto, acepta, sin
remordimiento, las burdas defensas mediáticas y políticas de quienes
están en entredicho por su inapropiada actuación, que incluso podría ser
delictiva, y no se inmuta cuando un jefe de Gobierno, duramente
cuestionado, se limita, hasta ahora, como único argumento ante las
graves acusaciones de corrupción en su contra, a anunciar una
comparecencia 20 días después de la ratificación judicial del escándalo,
y a conceder una entrevista pactada en la que justifica su silencio
ominoso con una lacónica apelación al respeto al Estado de derecho que
no limpia una conducta que apesta por su falta de transparencia y que
alarma a la ciudadanía, ante las revelaciones de quien hasta hace poco
era uno de sus fieles escuderos.
La fungibilidad de las opiniones políticas es algo sabido y asumido
por el común de los mortales. Pero resulta sorprendente la polarización
de los medios de comunicación, en función del interés político o la
facción a la que pertenezcan, olvidando (solo algunos lo recuerdan) el
sagrado deber de informar a todos los ciudadanos, con objetividad e
independencia. Así, resulta memorable el esfuerzo por eliminar a quien
está colaborando con la justicia, denostándolo, sin más argumento que el
de perjudicar al contrario, que en este caso es el pueblo como titular
de la justicia.
Los análisis objetivos han muerto, solo las afirmaciones parciales sobreviven. La apelación al Estado de derecho es baldía cuando, previamente, se quebranta el mismo (cobro de sobresueldos, ocultación de cantidades al fisco, financiación ilegal de un partido político, aprovechamiento del cargo para percibir comisiones). ¿De qué Estado de derecho hablan? Quienes así se comportan, máxime si están en lo más alto de la Administración o de la justicia constitucional, no merecen la confianza de los ciudadanos, porque ellos son el principal peligro para la subsistencia del sistema democrático al haber quebrantado, sin complejos, y, aun peor, justificándolo, el juramento de entrega al servicio público y la defensa de los principios constitucionales que les obligan. Cuando así actúa, se deben pagar las consecuencias a todos los niveles, porque de lo contrario la credibilidad del sistema se arrastra por los suelos.
Este principio, tan arraigado en otras democracias, en la nuestra no
vale ni como saldo de temporada, porque al final del día la línea entre
lo ético y lo legal se difumina, dando paso a la arbitrariedad y lo
delictivo. La corrupción afecta a las estructuras del Estado y genera
desigualdad y empobrecimiento en los ciudadanos, convirtiéndose en el
más grosero de los ataques a los derechos humanos, que solo justifican
aquellos que se aprovechan y benefician de la misma. A pesar de esto, en
España no se produce un clamor popular, por encima de las diferencias o
planteamientos políticos, contra los que han roto el contrato con los
ciudadanos, engañándolos. Lo de menos es que se llamen Bárcenas, Correa,
Gürtel, ERE, Nóos o Palau de la Música, lo verdaderamente preocupante
es que los hechos que motivaron esos casos se han producido y los
últimos responsables se amparan en las inmunidades del miedo y la
vergüenza y desprecian el respeto a la justicia, tratando de socavarla,
incluso desde dentro.
El mutismo nos hace cómplices de esta situación. La falta de decisión
política por parte de quienes están en el poder o los que ejercen
oposición al mismo debe hacernos reaccionar. Todos, salvo contadas
excepciones, han asumido una postura oportunista y precavida, o lo que
es peor, condicionada a la propia acción de los perpetradores.
La denuncia de un sistema esencialmente corrupto es necesaria, frente
a la compra de conciencias adormecidas que justifican la impunidad de
estas conductas.
No concibo que los votantes del Partido Popular, o de cualquier otro
partido, ante el vendaval de suciedad esparcida por mil actos de
corrupción, que nos estallan en la cara día a día, continúen callados
por el simple hecho de que quienes actúan inmoralmente son de su
ideología. La lucha frente a la corrupción no es una cuestión de
ideología, sino una medida terapéutica, y por ende el abandono o
renuncia, sin necesidad de dimitir, es una medida de regeneración
democrática.
Conocer a través de lo publicado que altos cargos públicos mediaban
ante el juez y con el imputado ilustre exsenador, por orden de otros
cargos públicos o políticos; cómo exresponsables políticos realizaban la
labor de “conseguidores” para doblegar voluntades en la justicia; cómo
abogados sin ética profesional se han prestado a este aquelarre corrupto
en el que se distribuían favores y prebendas a cambio de hundir los
pies de la democracia en el fango más espeso, resulta insufrible. No es
cuestión de ideología, sino de honestidad y de principios. No me
importa, a estos efectos, que gobierne el Partido Popular, pero sí me
ofende como ciudadano tener que oír hasta en el último confín del mundo
comentarios críticos sobre España por el hecho de que el presidente y
otros políticos continúen enrocados en su posición y no se marchen, sin
necesidad de que nadie se lo pida. Y ni tan siquiera una explicación al
pueblo…
Mariano Rajoy nunca se ha caracterizado por su contundencia a la hora
de tomar decisiones, pero, al menos, parecía que estaba limpio. Sin
embargo, y sin perjuicio de la aplicación del mencionado principio de
presunción de inocencia, que en política opera diferente a como lo hace
en el ámbito penal, quedan pocas dudas de que quienes le aconsejan una
posición cobarde y de aguantar el temporal hasta que escampe se están
equivocando y están llenando el vaso de la indignación popular, que no
va a descender con una comparecencia parlamentaria tardía y fuera de
contexto, sacada con fórceps.
La pregunta es ¿no hay un solo hombre o mujer en el Partido Popular
que pueda ocupar el cargo o cargos de aquellos o aquellas que están
siendo cuestionados como corruptos por quien ellos mismos defendieron y
protegieron, frente al juez y a los que con serena profesionalidad
iniciaron y continúan la investigación? ¿Dónde están aquellos que en los
primeros días después de las detenciones de Correa, Crespo y compañía
se reunían en infame conciliábulo para acusar al juez que investigaba?
¿Por qué no salen ahora y, en vez de masacrar a Bárcenas, colaboran con
la justicia o reclaman su autoexpulsión de la vida pública?
En esta situación, resulta inaceptable que todavía, cuando millones
de personas decentes claman por la limpieza y la transparencia, cuando
la desigualdad social entre los españoles es cada vez mayor, cuando la
crisis económica nos tortura, se siga orillando la realidad alarmante de
la corrupción por el Gobierno, utilizando el manido argumento de que
otros también son corruptos en Andalucía, Cataluña, Baleares, Murcia o
Castilla y León, porque ese argumento solo reafirma la necesidad de que
se vayan, sin necesidad de dimitir.
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La gran pregunta que Rajoy no quiere contestar
"¿Por qué mantuvo el contacto con Luis Bárcenas,
incluso dándole ánimos por SMS, después de saber que tenía 16 millones
de euros en Suiza?" Esta era la pregunta que la prensa pactó el pasado
lunes para Mariano Rajoy, la que el presidente no quiso contestar, la
que evitó con una impresentable maniobra con la ayuda del diario ABC. Es
la cuestión que lleva esquivando toda una semana, la que le han vuelto a
preguntar de nuevo los periodistas hace unas horas, la que ha eludido
de nuevo. "Sobre este asunto compareceré en el Parlamento", ha
respondido Rajoy sin contestar una vez más.
Rajoy irá al Congreso,
pero no será solo para hablar sobre Luis Bárcenas, sino para explicar
"la situación política y económica", que es el traje con el que el
presidente ha querido vestir lo que a todas luces es una rectificación.
También promete que va a aclarar "los temas que preocupan a la opinión
pública". La frase (literal) es el último eufemismo con el que el
presidente pretende esconder a su extesorero, los millones en Suiza, la
corrupción de su partido y los sobres con dinero negro que enfangan su
autoridad.
Las palabras "Luis Bárcenas" siguen siendo
el gran tabú del presidente. Sus patéticos esfuerzos por no decir ese
nombre en voz alta recuerdan a cuando Zapatero se negaba a pronunciar la palabra "crisis". Rajoy debería saber cómo acabó aquel juego de sinónimos: en política, un silencio es otra forma de gritar.
El presidente ha cedido a la presión a su manera: como esos niños
pequeños que nunca saben perder. Irá por su propio pie al Parlamento
para evitar el oprobio de llegar arrastrado por una moción de censura
hasta la sede de la soberanía popular. A cambio, el presidente ha
cancelado la tradicional rueda de prensa previa a las vacaciones. Lo
hace por nuestro bien: no nos vaya a dar una sobredosis de democracia y
nos siente mal.
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