España está secuestrada
por Juan Torres López
Supongo que la mejor expresión de la libertad de un país
es la que efectivamente tienen sus ciudadanos. Y, desde ese punto de
vista, creo que se puede decir que España no es libre. Al menos, desde
mayo de 2010, cuando José Luis Rodríguez Zapatero cambió de política y
puso a España a la orden de los capitales financieros y de sus
representantes políticos mundiales.
Desde entonces, los españoles no disfrutamos de libertad. Hemos
podido votar sin coacciones, bien es cierto (aunque sin entrar en la
naturaleza de la ley electoral, del desigual acceso a los medios o a la
financiación, o en los privilegios de los distintos partidos en
contienda por el voto), pero también lo es que no podemos evitar que
nuestros representantes elegidos tomen decisiones manifiesta y
materialmente contrarias a los programas que votamos, o que hagan lo que
se comprometieron a no hacer cuando nos pidieron el voto. Cambiaron la
Constitución sin consultarnos y aplican políticas opuestas a las que
constan en sus programas electorales sin que tengamos manera de
impedirlo.
El propio presidente Rajoy reconoció en el Parlamento que ni él ni
los españoles somos libres, y la práctica totalidad de los demás
diputados y diputadas lo asumió sin rechistar, sin reaccionar y sin que
se les cayera la cara de vergüenza por aceptar en silencio una auténtica
condición de simples mariachis.
Los españoles no somos libres para decidir la política económica que
queremos que siga el gobierno, ni para establecer en beneficio de quién
debe tomar sus decisiones.
Los españoles no somos libres para pararle los pies a la Troika que
al servicio de los grandes banqueros condiciona sin disimulo la política
del gobierno, arruinando con ella a miles de empresarios y condenando
al paro a millones de personas. Ni tampoco a las grandes empresas que se
aprovechan de su poder de mercado para elevar los precios a su antojo
obteniendo beneficios extraordinarios, o para imponer condiciones
laborales y fiscales vergonzosas que les permiten evadir impuestos y
desentenderse de las necesidades sociales. Y, por supuesto, no tenemos
libertad para poder investigar sus cientos de comportamientos ilegales y
abusos. O para evitar el tráfico continuo de políticos hacia sus
consejos de administración para venderle favores e información
privilegiada.
Los españoles de a pie no tenemos libertad para enmendar el camino de
engaños y traiciones por el que continuamente transita la clase
política corrupta, de cuyos robos tenemos que enterarnos por algunos
medios (cuando les interesa informar de ello) sin poder evitarlo. Y el
tratamiento recibido por la iniciativa legislativa popular promovida por
la PAH contra los desahucios o el recurso del gobierno central contra
el decreto andaluz sobre vivienda han demostrado que tampoco somos
libres ni siquiera en el estrechísimo marco concedido dentro del sistema
institucional vigente.
Las encuestas muestran claramente que la inmensa mayoría de los
españoles desea que se apliquen medidas económicas y sociales totalmente
diferentes a las que vienen aplicando los dos últimos gobiernos pero no
hay manera de influir y obligar a que se adopten.
No tenemos libertad por la confianza a ciegas, cuando no al margen de
la voluntad popular, concedida a un régimen de representación y
gobierno tan extraordinariamente imperfecto y servil, que no respeta
principios elementales que debe tener una democracia.
¿Cómo vamos a ser libres para decidir cuando los medios de
comunicación o son propiedad de grandes grupos empresariales y
financieros, a los que sirven, o, si son públicos, están solo al
servicio de quien gobierna? ¿Cómo vamos a ser libres si la justicia que
debería poner las cosas en su sitio está politizada y tantas de sus
magistraturas más altas en manos de militantes obedientes de los
partidos? ¿Cómo podríamos serlo sin tener la posibilidad de discutir
abiertamente que nuestra capacidad de decisión pase a poderes ajenos a
nuestros intereses sobre los que no podemos influir? ¿Cómo creer que
somos libres si no podemos revocar a nuestros representantes, si las
instituciones de quienes nacen las decisiones más relevantes, como los
bancos centrales, se atrincheran frente a la voluntad popular para
defender sin tapujos y sin censura posible los intereses de los grandes
grupos privados?
Ahora bien, no todos los españoles carecemos de libertad. La falta de
libertad de la mayoría, que esta crisis está reflejando de una manera
tan evidente e incluso reconocida sin disimulo por los propios
gobernantes, es la otra cara del inmenso poder de decisión que ha
acumulado una reducida minoría social al margen del resto de la
ciudadanía y de las instituciones representativas. Por eso creo que
puede afirmarse que lo que ocurre es sencillamente que España ha sido
secuestrada. Y por eso me parece evidente que no es posible salir de
esta situación solo logrando que sean otras personas, grupos o partidos,
por muy honestos que fuesen, quienes ocupen las instituciones y
gobiernen.
A estas alturas hace falta algo más: un cambio político auténtico y
una regeneración moral profunda y radical de las personas, de las normas
y las instituciones y de la sociedad en su conjunto. Es decir, de todo
lo que no ha funcionado bien.
España ha podido ser secuestrada porque las reglas de juego
imperantes, el sistema de representación, los incentivos y las normas
que regulan el funcionamiento de las instituciones más importantes,
además, por supuesto, de los sujetos políticos que podrían usarlas de
otro modo o cambiarlas, han fallado, si es que no estaban concebidas
precisamente para que fallaran en momentos como este, cuando a los de
arriba, a los de siempre, les convenía que España se quedase sin
voluntad cívica, sin una representación popular fiel, honesta y
valiente.
Por eso me parece que no es posible salir de esta situación sin
cambiar profundamente las grandes coordenadas de nuestro sistema
político y de nuestras relaciones sociales, sin asumir antes que nada
que España tiene derecho a ser libre, es decir, que ha de ser su pueblo,
los ciudadanos, y no Europa, ni la Troika, ni un grupo de banqueros o
grandes empresarios, quienes decidan lo que hay que hacer en una
coyuntura tan difícil como la presente. Y, además, si no asumimos
colectivamente que ninguna sociedad es viable bajo el principio de que
todo vale o permitiendo que el afán de lucro y el egoísmo lo dominen
todo.
La situación en la que estamos es escandalosa, es sencillamente
insoportable convivir con tanta corrupción, con tanto engaño y abuso y
con una asimetría tan grande en el trato que se da a los que tienen todo
y a los que apenas tienen nada. No podemos seguir así. Tenemos el
imperativo moral de acabar con todo esto y de ayudar a abrir un debate
social amplio y transparente sobre todo lo que está ocurriendo, algo que
solo puede venir de forzar la dimisión de este gobierno vendido y
sostenido por un partido corrupto y de la celebración de nuevas
elecciones que abran paso a un replanteamiento del orden constitucional y
moral prostituido que está en el origen de nuestros males.
Certificado de defunción
Los grupos de la oposición en el Congreso han firmado
lo que llaman el “certificado de defunción” de la Ley Wert. Se
comprometen a que en cuanto el PP pierda la mayoría absoluta, “en el
primer período de sesiones de la próxima legislatura procederán a
derogar la LOMCE”.
Ya veremos en qué queda luego el
compromiso, pero como gesto abre un interesante camino a seguir: la
posibilidad de que la oposición acuerde recomponer los destrozos de
Rajoy.
Un camino a seguir, en efecto: ya puestos,
podrían añadir en el mismo acuerdo el compromiso de derogar la última
reforma laboral, la de pensiones que está al caer, y los recortes
educativos, sanitarios y de dependencia del último año y medio. Y
extender el acuerdo a ámbitos autonómicos, para comprometerse en cada
Comunidad a revertir privatizaciones sanitarias, recortes educativos y
sociales, y hasta Eurovegas.
“Pero por qué quedarnos
en esta legislatura”, dice un diputado en la reunión: “podríamos seguir
rebobinando, y acordar una modificación constitucional que elimine el
cambio que PP y PSOE pactaron para consagrar la austeridad en la
Constitución”. En ese momento el representante del PSOE se pone
nervioso, y otros asistentes a la reunión proponen que, ya que hemos
llegado hasta ahí, anulemos también los recortes de Zapatero, su reforma
de pensiones, y por supuesto su reforma laboral.
“Pues si hay que derogar las dos últimas, ya puestos vayamos derogando
una tras otra todas las reformas laborales con que los sucesivos
gobiernos han ido recortando derechos”, propone otro representante, que
pese a ser de un grupo pequeño no se achica.
La reunión acaba sucumbiendo al legendario efecto “yaque”, ese que aparece cada vez que te pones a hacer obras en casa: “ya que
cambiamos el baño, por qué no aprovechamos también para pintar el
pasillo” y luego otro “yaque”, y otro… Pues los diputados igual: “ya que
nos ponemos a derogar, deroguemos a lo grande: revirtamos también el
proceso de privatización y concentración de las cajas de ahorros, y ya que,
sigamos desandando el camino por el que las cajas perdieron de vista su
objeto social y se emborracharon de ladrillo e inversiones locas, para
que vuelvan a estar al servicio de la sociedad.”
Por
ese camino, y después de devolver sus casas a las familias desahuciadas,
desurbanicemos todos esos terrenos que en su día urbanizamos para
nuevos barrios que ya no necesitamos, y eliminemos todos los pegotes de
cemento que destrozan la costa y otras zonas. Al final, acabaremos
derogando por innecesaria la Ley del Suelo que tanto hizo por la
burbuja, y anularemos muchas de las recalificaciones urbanísticas hechas
al calor de la misma. Esto por supuesto implicará la devolución de las
gigantescas plusvalías que unos pocos se repartieron, y también el
reembolso de las comisiones y “donaciones” con que los partidos hicieron
caja en tantos municipios a golpe de recalificación.
Algunos en la reunión empiezan a mirar al techo o al teléfono, pero en
ese momento entran por la ventana los gritos de los ciudadanos, que
desde la calle animan el acuerdo: “¿Por qué no seguimos desandando,
revirtiendo, derogando, anulando, borrando? Incluyamos en el acuerdo las
empresas públicas que fueron malvendidas, los servicios que fueron
privatizados, los oligopolios favorecidos, el tinglado del mercado
eléctrico, el destrozo ambiental…"
Una vez que coges
velocidad, ya es todo cuesta abajo hacia atrás en el tiempo, y por el
camino puedes replantearte el euro, que tantos disgustos nos ha acabado
causando; e incluso la propia entrada en una Europa que ahora sabemos
que contenía la semilla neoliberal y que terminaría como ha terminado.
Eso implicaría, claro, devolver mucho dinero y ver desaparecer tantas
infraestructuras que hemos construido con fondos comunitarios: algunas
lamentaríamos perderlas, de otras quizás nos alegraríamos. Y a cambio
podríamos recuperar sectores reconvertidos e industrias que fueron
desmanteladas a lo loco.
El viaje en el tiempo da
vértigo, y los firmantes buscan algo donde agarrarse mientras los más
ambiciosos siguen empujando para derribar todo lo que encuentran a su
paso. “¡La OTAN!”, gritan en la calle. “¡La monarquía!”, añaden otros.
“¡La ley electoral que hizo posible el bipartidismo!”, exclama el
representante de un partido siempre perjudicado en el reparto de
escaños. “¡La Constitución!”, gritan al mismo tiempo dos de los
reunidos, desafiantes.
En algún momento habrá que
pisar el freno, sí, y dejar de deshacer, de borrar, de derogar, de
anular. Habrá que decidir cuándo empezó a joderse todo, a ver si
regresando a ese momento somos capaces de empezar otra vez y, eligiendo
otros caminos, no acabar cayendo otra vez en este agujero.
Al coger la pluma, las manos tiemblan. Nunca es fácil firmar un certificado de defunción de todo un sistema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario