viernes, 19 de julio de 2013

Torres López e Isaac Rosa. Reflexiones implacables

España está secuestrada

por Juan Torres López

19 jul 2013



Supongo que la mejor expresión de la libertad de un país es la que efectivamente tienen sus ciudadanos. Y, desde ese punto de vista, creo que se puede decir que España no es libre. Al menos, desde mayo de 2010, cuando José Luis Rodríguez Zapatero cambió de política y puso a España a la orden de los capitales financieros y de sus representantes políticos mundiales.
Desde entonces, los españoles no disfrutamos de libertad. Hemos podido votar sin coacciones, bien es cierto (aunque sin entrar en la naturaleza de la ley electoral, del desigual acceso a los medios o a la financiación, o en los privilegios de los distintos partidos en contienda por el voto), pero también lo es que no podemos evitar que nuestros representantes elegidos tomen decisiones manifiesta y materialmente contrarias a los programas que votamos, o que hagan lo que se comprometieron a no hacer cuando nos pidieron el voto. Cambiaron la Constitución sin consultarnos y aplican políticas opuestas a las que constan en sus programas electorales sin que tengamos manera de impedirlo.
El propio presidente Rajoy reconoció en el Parlamento que ni él ni los españoles somos libres, y la práctica totalidad de los demás diputados y diputadas lo asumió sin rechistar, sin reaccionar y sin que se les cayera la cara de vergüenza por aceptar en silencio una auténtica condición de simples mariachis.
Los españoles no somos libres para decidir la política económica que queremos que siga el gobierno, ni para establecer en beneficio de quién debe tomar sus decisiones.

Los españoles no somos libres para pararle los pies a la Troika que al servicio de los grandes banqueros condiciona sin disimulo la política del gobierno, arruinando con ella a miles de empresarios y condenando al paro a millones de personas. Ni tampoco a las grandes empresas que se aprovechan de su poder de mercado para elevar los precios a su antojo obteniendo beneficios extraordinarios, o para imponer condiciones laborales y fiscales vergonzosas que les permiten evadir impuestos y desentenderse de las necesidades sociales. Y, por supuesto, no tenemos libertad para poder investigar sus cientos de comportamientos ilegales y abusos. O para evitar el tráfico continuo de políticos hacia sus consejos de administración para venderle favores e información privilegiada.
Los españoles de a pie no tenemos libertad para enmendar el camino de engaños y traiciones por el que continuamente transita la clase política corrupta, de cuyos robos tenemos que enterarnos por algunos medios (cuando les interesa informar de ello) sin poder evitarlo. Y el tratamiento recibido por la iniciativa legislativa popular promovida por la PAH contra los desahucios o el recurso del gobierno central contra el decreto andaluz sobre vivienda han demostrado que tampoco somos libres ni siquiera en el estrechísimo marco concedido dentro del sistema institucional vigente.
Las encuestas muestran claramente que la inmensa mayoría de los españoles desea que se apliquen medidas económicas y sociales totalmente diferentes a las que vienen aplicando los dos últimos gobiernos pero no hay manera de influir y obligar a que se adopten.

No tenemos libertad por la confianza a ciegas, cuando no al margen de la voluntad popular, concedida a un régimen de representación y gobierno tan extraordinariamente imperfecto y servil, que no respeta principios elementales que debe tener una democracia.

¿Cómo vamos a ser libres para decidir cuando los medios de comunicación o son propiedad de grandes grupos empresariales y financieros, a los que sirven, o, si son públicos, están solo al servicio de quien gobierna? ¿Cómo vamos a ser libres si la justicia que debería poner las cosas en su sitio está politizada y tantas de sus magistraturas más altas en manos de militantes obedientes de los partidos? ¿Cómo podríamos serlo sin tener la posibilidad de discutir abiertamente que nuestra capacidad de decisión pase a poderes ajenos a nuestros intereses sobre los que no podemos influir? ¿Cómo creer que somos libres si no podemos revocar a nuestros representantes, si las instituciones de quienes nacen las decisiones más relevantes, como los bancos centrales, se atrincheran frente a la voluntad popular para defender sin tapujos y sin censura posible los intereses de los grandes grupos privados?

Ahora bien, no todos los españoles carecemos de libertad. La falta de libertad de la mayoría, que esta crisis está reflejando de una manera tan evidente e incluso reconocida sin disimulo por los propios gobernantes, es la otra cara del inmenso poder de decisión que ha acumulado una reducida minoría social al margen del resto de la ciudadanía y de las instituciones representativas. Por eso creo que puede afirmarse que lo que ocurre es sencillamente que España ha sido secuestrada. Y por eso me parece evidente que no es posible salir de esta situación solo logrando que sean otras personas, grupos o partidos, por muy honestos que fuesen, quienes ocupen las instituciones y gobiernen.
A estas alturas hace falta algo más: un cambio político auténtico y una regeneración moral profunda y radical de las personas, de las normas y las instituciones y de la sociedad en su conjunto. Es decir, de todo lo que no ha funcionado bien.

España ha podido ser secuestrada porque las reglas de juego imperantes, el sistema de representación, los incentivos y las normas que regulan el funcionamiento de las instituciones más importantes, además, por supuesto, de los sujetos políticos que podrían usarlas de otro modo o cambiarlas, han fallado, si es que no estaban concebidas precisamente para que fallaran en momentos como este, cuando a los de arriba, a los de siempre, les convenía que España se quedase sin voluntad cívica, sin una representación popular fiel, honesta y valiente.
Por eso me parece que no es posible salir de esta situación sin cambiar profundamente las grandes coordenadas de nuestro sistema político y de nuestras relaciones sociales, sin asumir antes que nada que España tiene derecho a ser libre, es decir, que ha de ser su pueblo, los ciudadanos, y no Europa, ni la Troika, ni un grupo de banqueros o grandes empresarios, quienes decidan lo que hay que hacer en una coyuntura tan difícil como la presente. Y, además, si no asumimos colectivamente que ninguna sociedad es viable bajo el principio de que todo vale o permitiendo que el afán de lucro y el egoísmo lo dominen todo.

La situación en la que estamos es escandalosa, es sencillamente insoportable convivir con tanta corrupción, con tanto engaño y abuso y con una asimetría tan grande en el trato que se da a los que tienen todo y a los que apenas tienen nada. No podemos seguir así. Tenemos el imperativo moral de acabar con todo esto y de ayudar a abrir un debate social amplio y transparente sobre todo lo que está ocurriendo, algo que solo puede venir de forzar la dimisión de este gobierno vendido y sostenido por un partido corrupto y de la celebración de nuevas elecciones que abran paso a un replanteamiento del orden constitucional y moral prostituido que está en el origen de nuestros males.


Certificado de defunción


Los grupos de la oposición en el Congreso han firmado lo que llaman el “certificado de defunción” de la Ley Wert. Se comprometen a que en cuanto el PP pierda la mayoría absoluta, “en el primer período de sesiones de la próxima legislatura procederán a derogar la LOMCE”.
Ya veremos en qué queda luego el compromiso, pero como gesto abre un interesante camino a seguir: la posibilidad de que la oposición acuerde recomponer los destrozos de Rajoy.
Un camino a seguir, en efecto: ya puestos, podrían añadir en el mismo acuerdo el compromiso de derogar la última reforma laboral, la de pensiones que está al caer, y los recortes educativos, sanitarios y de dependencia del último año y medio. Y extender el acuerdo a ámbitos autonómicos, para comprometerse en cada Comunidad a revertir privatizaciones sanitarias, recortes educativos y sociales, y hasta Eurovegas.
“Pero por qué quedarnos en esta legislatura”, dice un diputado en la reunión: “podríamos seguir rebobinando, y acordar una modificación constitucional que elimine el cambio que PP y PSOE pactaron para consagrar la austeridad en la Constitución”. En ese momento el representante del PSOE se pone nervioso, y otros asistentes a la reunión proponen que, ya que hemos llegado hasta ahí, anulemos también los recortes de Zapatero, su reforma de pensiones, y por supuesto su reforma laboral.
“Pues si hay que derogar las dos últimas, ya puestos vayamos derogando una tras otra todas las reformas laborales con que los sucesivos gobiernos han ido recortando derechos”, propone otro representante, que pese a ser de un grupo pequeño no se achica.
La reunión acaba sucumbiendo al legendario efecto “yaque”, ese que aparece cada vez que te pones a hacer obras en casa: “ya que cambiamos el baño, por qué no aprovechamos también para pintar el pasillo” y luego otro “yaque”, y otro… Pues los diputados igual: “ya que nos ponemos a derogar, deroguemos a lo grande: revirtamos también el proceso de privatización y concentración de las cajas de ahorros, y ya que, sigamos desandando el camino por el que las cajas perdieron de vista su objeto social y se emborracharon de ladrillo e inversiones locas, para que vuelvan a estar al servicio de la sociedad.”
Por ese camino, y después de devolver sus casas a las familias desahuciadas, desurbanicemos todos esos terrenos que en su día urbanizamos para nuevos barrios que ya no necesitamos, y eliminemos todos los pegotes de cemento que destrozan la costa y otras zonas. Al final, acabaremos derogando por innecesaria la Ley del Suelo que tanto hizo por la burbuja, y anularemos muchas de las recalificaciones urbanísticas hechas al calor de la misma. Esto por supuesto implicará la devolución de las gigantescas plusvalías que unos pocos se repartieron, y también el reembolso de las comisiones y “donaciones” con que los partidos hicieron caja en tantos municipios a golpe de recalificación.
Algunos en la reunión empiezan a mirar al techo o al teléfono, pero en ese momento entran por la ventana los gritos de los ciudadanos, que desde la calle animan el acuerdo: “¿Por qué no seguimos desandando, revirtiendo, derogando, anulando, borrando? Incluyamos en el acuerdo las empresas públicas que fueron malvendidas, los servicios que fueron privatizados, los oligopolios favorecidos, el tinglado del mercado eléctrico, el destrozo ambiental…"
Una vez que coges velocidad, ya es todo cuesta abajo hacia atrás en el tiempo, y por el camino puedes replantearte el euro, que tantos disgustos nos ha acabado causando; e incluso la propia entrada en una Europa que ahora sabemos que contenía la semilla neoliberal y que terminaría como ha terminado. Eso implicaría, claro, devolver mucho dinero y ver desaparecer tantas infraestructuras que hemos construido con fondos comunitarios: algunas lamentaríamos perderlas, de otras quizás nos alegraríamos. Y a cambio podríamos recuperar sectores reconvertidos e industrias que fueron desmanteladas a lo loco.
El viaje en el tiempo da vértigo, y los firmantes buscan algo donde agarrarse mientras los más ambiciosos siguen empujando para derribar todo lo que encuentran a su paso. “¡La OTAN!”, gritan en la calle. “¡La monarquía!”, añaden otros. “¡La ley electoral que hizo posible el bipartidismo!”, exclama el representante de un partido siempre perjudicado en el reparto de escaños. “¡La Constitución!”, gritan al mismo tiempo dos de los reunidos, desafiantes.
En algún momento habrá que pisar el freno, sí, y dejar de deshacer, de borrar, de derogar, de anular. Habrá que decidir cuándo empezó a joderse todo, a ver si regresando a ese momento somos capaces de empezar otra vez y, eligiendo otros caminos, no acabar cayendo otra vez en este agujero.
Al coger la pluma, las manos tiemblan. Nunca es fácil firmar un certificado de defunción de todo un sistema.

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