Un rey en Tinduf
por Juan José Téllez
Si Juan Carlos I viajara a los campamentos saharauis de
Tinduf, en la hamada argelina, probablemente no habría un festín del
mismo porte con el que le acaba de obsequiar Mohamed VI durante su
última visita a Marruecos. En todo caso, un té con un par de fantas en
el centro de acogida de Rabuni, una jaima en mitad de ninguna parte,
donde el rey de España departiría con Mohamed Abdelatiz, presidente de
la República Arabe Saharaui Democrática. Ambos degustarían ese güisqui
sin alcohol de todos los desiertos, con sus tres tomas correspondientes:
la primera, sin azúcar, amarga como la vida; la segunda, azucarada,
dulce como el amor; y, la tercera, con los posos de azúcar de la toma
anterior, suave como la muerte.
Lo mismo nos ofrecen resucitar la peseta frente al euro y, desde
luego, nos podrán ofrecer un máster para sobrevivir a cualquier crisis,
levantar un Estado en las arenas, con el empuje de sus mujeres y el
sacrificio de sus jóvenes. Sería, eso sí, muy valorada la fotografía de
Emilio Botín con una melfa y un turbante, intentando alcanzar un acuerdo
con los beduinos que controlan el mercado negro de la región, mucho más
allá del muro levantado por Marruecos, de las minas antipersonas, de
aquel pedregal en donde doscientas mil personas llevan veinte años
esperando un referéndum de autodeterminación del antiguo Sáhara español,
que no va a tener lugar nunca.
Al igual que, en las altas conversaciones hispano-marroquíes, se pasa
de puntillas habitualmente sobre el futuro de Ceuta, Melilla o los
peñones, Juan Carlos de Borbón y Abdelatiz no harían demasiado hincapié
en que, hace cuarenta años, el Polisario se presentara en sociedad a
tiro limpio con el asalto a un cuartel colonial español, ni en el hecho
de que Marruecos les atacara con armas calibradas en español o que
nuestro país dejara al pairo al pueblo saharaui en los acuerdos
tripartitos de Madrid, en aquel proceso mezquino que concluyó con la
Marcha Verde, cuando Franco agonizaba en noviembre del 75.
Nuestros ministros y los del exilio saharaui podrían debatir entonces
una apuesta común por la paz, más allá de la base que Estados Unidos
construye desde 2008 en Tan Tan, a unos trescientos kilómetros al sur de
Agadir y frente a las Canarias, como cabeza de puente para su Africom.
Ni vendría mal, incluso, diseñar una estrategia común contra Al Qaeda
del Magreb Islámico y otros grupos que asolan la región en busca de
cooperantes a los que secuestrar o de intereses de cualquier suerte a
los que poner en jaque.
Bueno es que España y Marruecos se entiendan, de buen grado,
voluntariamente y sin estar necesariamente condenados a hacerlo.
Demasiados siglos de colonialismo y de recelos, de xenofobia y de
orgullo, de desconfianza de parte y parte. Cualquiera que no sea un
iluso sabrá apreciar que el destino político, económico y cultural de
ambos países está tan unido como la cara y la cruz de una misma moneda.
Sin embargo, ¿por qué tiene que ser contradictorio entenderse con
Marruecos y respetar las resoluciones de Naciones Unidas que exigen una
consulta sobre el Sáhara Occidental que, cada año que pasa, está más
lejos de celebrarse?
Mucho me temo que no veremos nunca al comisario de pesca europeo
negociar con los polisarios un convenio sobre los caladeros que
históricamente tendrían que pertenecerles, aunque Marruecos presuma de
las capturas que a diario desembarcan en los muelles de El Aaiún. El
mundo está cambiando y ellos saben que, en gran medida, llevan mucho
fuera de juego. Incluso, en las últimas revueltas en los territorios
ocupados, no eran estrictamente suyos los hilos que movían a los
rebeldes. Con la ayuda de Argelia y hasta la caída del muro, lograron
sostener el pulso militar con Marruecos pero no han logrado ganar la
batalla de la diplomacia: sus países amigos cada vez lo son menos y la
impronta marroquí, a lo largo de los últimos treinta años, ha logrado
comprar voluntades tanto en el plano internacional como en las propias
filas de la RASD. Sin embargo, ahí siguen, tenaces como armenios,
heroicos como palestinos y más solos que la una. No esperan que ningún
rey les visite. Quizá porque nadie organice en los alrededores cacerías
de elefantes o grandes banquetes en donde se sirvan bandejas de
discursos y manjares de acuerdos públicos o privados.
Miles de sus hijos nos visitan cada verano. Quizá, entre nosotros,
también aprendan que el pueblo español se parece al suyo. Llevamos mucho
tiempo recordando uno las gestas de la guerra y otros las de la
transición. Pero ambos esperan un milagro y quizá hayan sencillamente
olvidado que la libertad no se regala.
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