viernes, 26 de julio de 2013

Carroñeros

 por Moncho Alpuente
 
26 jul 2013
 

Las buenas noticias casi nunca son noticia, las malas casi siempre. Las grandes tragedias, las grandes catástrofes, hacen que se vendan más periódicos, que más gente se mantenga más horas delante de la pantalla o enganchada a la radio y al ordenador. Cuanto más cerca nos toca la mala noticia más noticia es. El periodismo se alimenta de muertes y de muertos, se vivifica con los cadáveres y convierte a las víctimas en víctimas propiciatorias. Las grandes tragedias cercanas funcionan como un exorcismo que expulsa a los demonios de nuestro entorno. Hoy no nos ha tocado, la muerte nos ha pasado rozando y hemos sentido su aliento gélido en el cogote. Recurrimos en busca de alivio a las estadísticas, es altamente improbable que las catástrofes de mañana vuelvan, al menos de momento a desencadenarse tan cerca de nosotros como la de hoy.

Hay días para pensar que este oficio nuestro  es cosa de carroñeros. Puede que la primera vez que experimenté con fuerza esa sensación fue hace muchos años cuando durante el verano me fue encomendada la sección de necrológicas (hoy obituarios de un periódico). Yo cobraba mis reseñas a tanto la pieza y aquél fue un verano con una pródiga cosecha de muertos célebres y los más célebres suponían al menos una página completa del diario, lo que aumentaba las ganancias del redactor convertido en sepulturero interino y a destajo. Se me cayó el alma a los pies (los periodistas, sobre todo los jóvenes aún teníamos alma en aquellos días) cuando al entrar en la redacción, un compañero me felicitó con estas palabras. “Enhorabuena, hoy se ha muerto Atahualpa Yupanqui”.

El periodismo de opinión tiene sus ventajas. El columnista no se siente forzado a escribir sobre el tema dominante y puede  partir para su crónica desde cualquier resquicio de la actualidad o salir directamente de paseo, de vez en cuando, por los cerros de Úbeda. Pero hay noticias que golpean directamente en el corazón (los periodistas, al menos algunos periodistas, todavía tenemos corazón) sucesos que imponen su ominosa presencia cuando el opinador se dispone a escribir un artículo frívolo y ligero como corresponde a la estación veraniega.

Ya saben de qué estoy hablando, de qué voy a hablarles. Del accidente ferroviario de Santiago de Compostela que desgranó con terrible cuentagotas una larga procesión de muertos. Pasados los primeros momentos de conmoción se hacen inevitables las preguntas y las conjeturas inquietantes, preguntas peligrosas que de momento no tienen respuesta y que posiblemente (primera conjetura) nunca sean suficientemente respondidas, preguntas que se escuchan en los mentideros de la calle y quedan confinadas en la letra pequeña de la información. Cuestiones vidriosas que cuando se plantean públicamente pueden generar respuestas airadas y desautorizaciones tan tajantes como hipócritas.

Nos preguntamos si el retraso de un tren de alta velocidad, retraso que podría generar el reintegro del importe del billete tuvo algo que ver con el exceso de velocidad, queremos saber porqué no funcionó  (si es que existía) un sistema de control que impidiera desbocarse al convoy. Nos planteamos si los recortes en el mantenimiento de las líneas férreas habrán tenido que ver con el siniestro, si la alta velocidad se está haciendo con demasiadas prisas, entre otras cosas para compensar el desmantelamiento de itinerarios menos rentables… Preguntas que están en el aire enrarecido de nuestras calles y que nos pesan. Se avecinan las explicaciones, las coartadas, o las investigaciones trucadas como la del accidente del Metro de Valencia. La reapertura de este último proceso se produjo a raíz de un  reportaje televisivo del periodista Jordi Evole. Todavía hay esperanzas para este nuestro oficio de carroñeros al servicio del lector.

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