Carroñeros
Las buenas noticias casi nunca son noticia, las malas
casi siempre. Las grandes tragedias, las grandes catástrofes, hacen que
se vendan más periódicos, que más gente se mantenga más horas delante de
la pantalla o enganchada a la radio y al ordenador. Cuanto más cerca
nos toca la mala noticia más noticia es. El periodismo se alimenta de
muertes y de muertos, se vivifica con los cadáveres y convierte a las
víctimas en víctimas propiciatorias. Las grandes tragedias cercanas
funcionan como un exorcismo que expulsa a los demonios de nuestro
entorno. Hoy no nos ha tocado, la muerte nos ha pasado rozando y hemos
sentido su aliento gélido en el cogote. Recurrimos en busca de alivio a
las estadísticas, es altamente improbable que las catástrofes de mañana
vuelvan, al menos de momento a desencadenarse tan cerca de nosotros como
la de hoy.
Hay días para pensar que este oficio nuestro es cosa de carroñeros.
Puede que la primera vez que experimenté con fuerza esa sensación fue
hace muchos años cuando durante el verano me fue encomendada la sección
de necrológicas (hoy obituarios de un periódico). Yo cobraba mis reseñas
a tanto la pieza y aquél fue un verano con una pródiga cosecha de
muertos célebres y los más célebres suponían al menos una página
completa del diario, lo que aumentaba las ganancias del redactor
convertido en sepulturero interino y a destajo. Se me cayó el alma a los
pies (los periodistas, sobre todo los jóvenes aún teníamos alma en
aquellos días) cuando al entrar en la redacción, un compañero me
felicitó con estas palabras. “Enhorabuena, hoy se ha muerto Atahualpa
Yupanqui”.
El periodismo de opinión tiene sus ventajas. El columnista no se
siente forzado a escribir sobre el tema dominante y puede partir para
su crónica desde cualquier resquicio de la actualidad o salir
directamente de paseo, de vez en cuando, por los cerros de Úbeda. Pero
hay noticias que golpean directamente en el corazón (los periodistas, al
menos algunos periodistas, todavía tenemos corazón) sucesos que imponen
su ominosa presencia cuando el opinador se dispone a escribir un
artículo frívolo y ligero como corresponde a la estación veraniega.
Ya saben de qué estoy hablando, de qué voy a hablarles. Del accidente
ferroviario de Santiago de Compostela que desgranó con terrible
cuentagotas una larga procesión de muertos. Pasados los primeros
momentos de conmoción se hacen inevitables las preguntas y las
conjeturas inquietantes, preguntas peligrosas que de momento no tienen
respuesta y que posiblemente (primera conjetura) nunca sean
suficientemente respondidas, preguntas que se escuchan en los mentideros
de la calle y quedan confinadas en la letra pequeña de la información.
Cuestiones vidriosas que cuando se plantean públicamente pueden generar
respuestas airadas y desautorizaciones tan tajantes como hipócritas.
Nos preguntamos si el retraso de un tren de alta velocidad, retraso
que podría generar el reintegro del importe del billete tuvo algo que
ver con el exceso de velocidad, queremos saber porqué no funcionó (si
es que existía) un sistema de control que impidiera desbocarse al
convoy. Nos planteamos si los recortes en el mantenimiento de las líneas
férreas habrán tenido que ver con el siniestro, si la alta velocidad se
está haciendo con demasiadas prisas, entre otras cosas para compensar
el desmantelamiento de itinerarios menos rentables… Preguntas que están
en el aire enrarecido de nuestras calles y que nos pesan. Se avecinan
las explicaciones, las coartadas, o las investigaciones trucadas como la
del accidente del Metro de Valencia. La reapertura de este último
proceso se produjo a raíz de un reportaje televisivo del periodista
Jordi Evole. Todavía hay esperanzas para este nuestro oficio de
carroñeros al servicio del lector.
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