Unas Cortes Constituyentes
El espectáculo cotidiano de la política institucional es
tan horroroso que no hace falta dar muchas explicaciones sobre la
gravedad de la situación. Mirar a la realidad de España es parecerse al
médico que llega a un accidente múltiple con vehículos destrozados,
cadáveres, víctimas en coma, heridos graves y gente desesperada. Estamos
a unos milímetros de convertirnos en una monarquía bananera, sin
crédito nacional o internacional. Una corrupción impune, propia de un
país subdesarrollado, conduce de forma inevitable al subdesarrollo. Lo
que el Partido Popular llama estabilidad del Gobierno no es más que la
separación tajante entre la política y la indignación de la calle. Esa
separación se encarna en un intento desvergonzado de no asumir
responsabilidades. Las cosas de Palacio están por encima de las leyes,
las investigaciones policiales y el clamor de las noticias. Me voy de
veraneo, dice el tirano, y me fumo un puro mientras ustedes se pudren.
Por detrás de la espuma corrupta de los días, surge un olor a mar de
fondo, a fin de ciclo, a crisis del sistema. No se trata sólo de un
tesorero delincuente o de una cúpula avariciosa, trincona y descarada.
El problema resulta más grave porque los datos son síntoma de una
infección generalizada. Las hipocresías del Gobierno se fundan en un
partido que ha dejado de cumplir su labor de intermediario democrático.
En vez de ser el primero en exigir responsabilidades en nombre de sus
afiliados y votantes, se pone a los pies de la vergüenza y a las órdenes
de los jefes. Algo parecido ocurre con un Parlamento maniatado, por una
ley electoral injusta y por un régimen descabellado. Permite que un
presidente turbio, descubierto con las manos en la masa, no tenga
obligación de dar cuenta de sus acciones ni siquiera con una moción de
censura. Los cimientos judiciales han dado también muestras claras de
clientelismo y sumisión fiscal. La búsqueda de la verdad y la justicia
depende sólo de la honradez individual de algún juez heroico. Pero el
imprescindible heroísmo individual no basta para consolidar un Estado.
Cuando huelen mal el Gobierno, los partidos implicados, el Parlamento y
el Poder Judicial, la crisis afecta a todo el sistema.
Este proceso tiene en España una geografía histórica concreta: la
factura de una Transición mal hecha que ha provocado la humillación de
la dignidad democrática en nombre del chanchulleo y la generación del
clientelismo bipartidista. Lo que hay que recuperar ahora es
precisamente lo que se ha tirado antes por la borda: el crédito de una
política que no se base en las cúpulas burocráticas de unos partidos
sometidos a las entidades financieras. Es decir, unir el Parlamento con
la vida cotidiana y las necesidades de los ciudadanos. Con su felicidad
tanto como con sus indignaciones.ç
Se le pide una explicación a Rajoy. ¿Qué va a decir? ¿Contar lo que
sabe y confirmar la realidad de las evidencias? ¿Volver a mentir? Su
palabra tiene hoy tanto valor como su silencio. Ninguno. Ya no vale ni
siquiera su dimisión para que otro compañero de partido se haga cargo de
la presidencia de Gobierno. Nadie tiene credibilidad después de una
gestión del escándalo tan disparatada, tan llena de falsedades y de
presiones inconfesables. Más que compañeros capaces de salvar la
situación, existen cómplices tontos o indecentes que participan del
naufragio.
España necesita unas elecciones generales si no quiere convertirse en
una monarquía bananera al margen de la decencia democrática. Necesita
unas elecciones generales capaces de unir de nuevo la soberanía cívica y
el Parlamento a través de unas Cortes que tengan un carácter
Constituyente. Necesitamos acuerdos que apuesten de forma clara por la
transparencia política, por mecanismos de vigilancia que impidan el
clientelismo y la corrupción, por una nueva ley electoral, por una
Justicia democrática y por la participación real de los ciudadanos en la
res publica. Estas exigencias merecen un cambio con mucha más
urgencia que la chapucera introducción del control del déficit acordada
por el PSOE y el PP al servicio de una lectura neoliberal de la
Constitución.
Pensar hoy en la dignificación de la política es trabajar por la
configuración de una mayoría que lleve la movilización de los ciudadanos
a unas Cortes Constituyentes. Lo demás es seguir en la farsa.
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