Comer saludable Comedores escolares ecológicos: del campo al plato
El proyecto Alimentar el Cambio promueve que los
colegios y escuelas madrileños destierren la comida procesada y sirvan a
los alumnos productos saludables de proximidad, como vegetales,
legumbres, pastas, carnes y frutas producidas en la región
Los alumnos de hostelería de FP básica sirven, uniformados de riguroso negro, un menú degustación elaborado por sus compañeros de ciclo medio, quienes sonríen a la cámara tras finalizar el servicio en el restaurante-escuela Bitácora. Antes de esa estampa, muchas otras imágenes jalonan el itinerario que han seguido los alimentos degustados aquí y en el comedor escolar anexo del colegio Hipatia, ubicado en el municipio de Rivas Vaciamadrid. La primera foto muestra a Jon, Nieves, Mario y Usman en la vega del Jarama, a las afueras de la capital, donde cultivan hortalizas ecológicas. Todos ellos forman parte de una cadena humana que trata de fomentar una alimentación saludable, donde la comida procesada ha sido desterrada y los productos de proximidad cobran protagonismo.
“Nuestro objetivo es que los comedores escolares agroecológicos ganen peso en el sistema educativo”, explica Abel Esteban,
quien promueve prácticas de consumo sostenible y colaborativo desde
Garúa. Una cooperativa que ha impulsado Alimentar el Cambio, un proyecto
que persigue la transición alimentaria a través de las aulas. “Madrid,
en ese sentido, es un erial, aunque cada vez vamos aumentando las
experiencias en la enseñanza pública”, explica este licenciado en
Ciencias Ambientales. Su labor de concienciación ha abarcado en los
últimos cinco cursos más de veinte centros educativos, a los que ayuda
en la sensibilización de padres y alumnos, al tiempo que presta
asesoramiento al profesorado para vencer las trabas administrativas.
“Estas iniciativas no pueden depender sólo de las
familias, por lo que luchamos para que la Administración regule la
normativa que rige en Madrid”, añade Esteban, quien lamenta que muchos
colegios públicos “estén obligados a externalizar el servicio”. Alimentar el Cambio
denuncia que el sector se ha convertido en un gran negocio, pues diez
empresas gestionan la mitad de los comedores colectivos —incluidos los
de hospitales o residencias de ancianos—, lo que redunda a su juicio en
una oferta de peor calidad, donde abundan los alimentos procesados y
conservados en cámaras. Su cooperativa, en cambio, apuesta por productos
ecológicos de proximidad, una forma de apoyar la agricultura local,
fijar población en el rural y preservar el medio ambiente. En
definitiva, una economía social que favorezca el desarrollo de modelos
inclusivos.
Mientras, Garúa pretende no sólo cambiar la
dieta de los estudiantes, sino también que en los colegios se vuelva a
cocinar, pues se han extendido los caterings que sirven comida
elaborada en otros lugares y menús recalentados. Un propósito que
trasciende el producto y los fogones, pues la alimentación saludable se
convierte en objeto de estudio para los alumnos. Aunque sea jugando,
como sucede en la escuela infantil La Jara, en el barrio
madrileño de Usera, donde los pequeños desayunan, comen y meriendan, si
bien el menú ha variado sustancialmente. Ahora, los niños que acuden a
primera hora ya no toman cacao en polvo, sino leche sin azúcar, un
ingrediente vetado en los yogures. Disponen, eso sí, de galletas
ecológicas y pan con aceite, a los que sumarán a la hora del almuerzo
legumbres y pastas ecológicas, así como verduras y frutas de temporada.
“Introducimos unos nuevos hábitos alimenticios
impulsados por Asociación de Familias de Alumnos y por el equipo
educativo, que ya estaba muy concienciado con una dieta saludable,
incluida en el proyecto educativo”, asegura la directora, Elena Puch,
quien presentó un proyecto para formar parte de los centros que optan
por un menú ecológico, preparado en la cocina y servido por las tutoras
en las aulas. “El producto es más caro, pero la diferencia la asume el
presupuesto de la escuela, pues los padres siguen pagando lo mismo que
en otras escuelas”, añade Puch. Son 96 euros al mes por la comida, pues
sólo reciben el desayuno y la merienda los críos que acuden durante la
ampliación de horario.
Después de tres años, la experiencia ha sido muy
positiva. “Los niños lo han aceptado sin ningún problema y las familias
están encantadas”, según la secretaria, Azucena de Juan.
“Teníamos ciertos miedos, como que rechazaran la lechuga, pues tiene
otro color, otro sabor y otra textura. Pero aceptaron de buen agrado el
nuevo menú, por lo que podríamos decir que las reticencias iniciales
partieron más de los padres que de los menores, aunque hasta ahora no ha
habido ningún problema”, corrobora Almudena Abellán, educadora de la
escuela infantil La Jara.
Marina Redondo distribuye su mercancía desde
hace cinco años a centros educativos con el objetivo de diversificar la
clientela, aunque ha tenido que bajar los precios para adaptarse a sus
presupuestos. Trabaja en Vaca Negra, una empresa familiar ganadera de
Cenicientos que cría ternera ecológica de raza avileña, y se muestra
satisfecha con el resultado. No obstante su intención es llegar a más
consumidores. “Es muy importante que los niños coman bien, por lo que
los padres están contentos con el producto y nosotros, con los
resultados obtenidos”.
Secunda su apreciación Beya Mouakhar, madre de
dos mellizos, una niña y un niño de cinco años. “Estamos muy contentos
porque ha supuesto un progreso en su alimentación. A mis hijos no les
costó acostumbrarse, porque la comida está más sabrosa. De hecho,
nosotras la hemos probado y la calidad es muy buena. Cuantos menos
pesticidas y fertilizantes químicos, mejor, sobre todo en esta edad de
desarrollo”. Pedro de Andrés subraya que tienen que limar los
precios del aceite de oliva que produce en Titulcia, mas la
contrapartida es clara. “Nos amoldamos para ayudar a las escuelas a
alcanzar un fin más comprometido, aunque también redunda en nuestro
propio beneficio y satisfacción personal”, reconoce el responsable de La
Aceitera de la Abuela, convencido de que “hay que recuperar la dieta
mediterránea y llevarla a los comedores infantiles”.
Uno de los atractivos para muchos progenitores a la hora de elegir un centro, como reconoce Ana Paniagua,
madre de un niño de cuatro años. “Lo que más nos gustó fue el comedor
ecológico. Tanto por el menú equilibrado, con menos proteína animal,
como por los productos de origen ecológico, que pueden suponer un 70%
del total”, estima Ana, quien tira de ironía para mostrar su entusiasmo
con el menú. “Ahora come más fruta y ensaladas. Me da tanta seguridad
que, a veces, le doy de cenar un huevo frito y me quedo tan a gusto”. En
La Jara, la cocina está integrada en la escuela y forma parte de la
educación, explica Abel Esteban. “Cuando los padres o las cooperativas
pueden gestionar el comedor, si hay voluntad, es fácil trabajar con
ellas”, añade el portavoz de Alimentar el Cambio, quien subraya que “el
avance se ha dado en centros infantiles de Madrid y en colegios
concertados”, por las dificultades que entraña el cambio de modelo en
los colegios públicos.
Isabel Fernández, portavoz de la plataforma
Ecocomedores, recuerda que en los inicios la inquietud de algunas
familias llevó a modificar la dieta. “Querían saber que comían sus hijos
y, si bien al principio primaba la salud de los niños, luego comenzaron
a valorar los aspectos ecológicos y medioambientales, fomentando la
compra de proximidad”, añade esta madre madre del CEIP Emilia Pardo
Bazán, cuya asociación ayuda a quienes lo solicitan a mejorar la
alimentación de sus vástagos. “Nuestro objetivo, además de fomentar los
comedores escolares sostenibles, es poner en valor los productos de la
región”, añade la miembro de Ecocomedores, que ha promovido un
manifiesto junto a Garúa y una petición de firmas a través de
Change.org. El objetivo es exigir a los grupos políticos de la Asamblea
de Madrid “desarrollen las iniciativas legislativas necesarias para
promover la compra pública con criterios de sostenibilidad, salud y
desarrollo rural”.
Fernández pretende que el Gobierno regional
posibilite la gestión directa de los comedores. “Las familias estamos
atadas. Somos consumidores cautivos, porque pagamos, pero no podemos
elegir la alimentación de nuestros hijos”, critica la portavoz de la
plataforma, que estima que “las Administraciones españolas gastan en
compra pública de alimentos entre 2.000 y 3.000 millones anuales en
servicios de restauración y suministro”, según datos de la organización Justicia Alimentaria.
Un 57% de ese dinero, según ella, corresponde a escuelas y colegios,
mientras que el resto se repartiría entre hospitales, centros de día,
etcétera. “Pedimos un cambio de modelo. No es un gasto, sino una
inversión, porque mejor la salud, pues se reduce el sobrepeso, la
obesidad y las enfermedades asociadas, que se cronifican en la edad
adulta. Urge cambiar nuestra alimentación desde la base”.
Ecocomedores aboga por un menú equilibrado,
libre de fritos, procesados, envasados y enlatados, así como por abolir
los productos de gama baja y apostar por los productos de temporada.
“Pero no queremos que la transformación llegue a los hijos de las madres
luchadoras, sino a todos, porque somos conscientes de que la salud de
los niños varía en función de la formación y los ingresos de las
familias”, concluye Fernández, quien advierte de que en España han
desaparecido los fogones de algunos centros y los existentes no siempre
prenden la llama. “Muchas veces se recurre a una cocina central y a los caterings de línea fría, de modo que tras preparar los alimentos se conservan a baja temperatura. Luego, se calientan in situ
y llegan a servirse hasta veinte días más tarde de su elaboración. En
Madrid no abundan, pero los hay”, denuncia la portavoz de la plataforma.
“Por ello, queremos que en la compra pública no sólo influya el precio,
sino también la calidad”.
Huertos ecológicos a veinte kilómetros de Madrid
Nieves y Mario tratan de montar una cooperativa
entre los agricultores ecológicos que se afanan en el Parque Agrario
Soto del Grillo, entre Velilla de San Antonio y Rivas Vaciamadrid. Los
encargados de La Huerta de Leo pretenden así aumentar la
producción, diversificar la oferta y, a la postre, llegar a más
clientes. “El objetivo es abastecer a la población de un producto
sostenible, saludable, solidario y respetuoso con el medio ambiente”,
afirma Nieves Pérez. La dificultad reside, según su compañero, en
que “prácticamente no hay comedores escolares que compran alimentos de
cercanía”, por lo que aboga por “adaptar los menús a las hortalizas de
temporada”, pues a su juicio carece de sentido comer vegetales fuera de
la época natural de cosecha. “No tiene sentido servir en invierno una
crema de calabacín, cuando puede haber calabaza, o una ensalada de
tomate, si dispones de alternativas como la lechuga o la remolacha”.
Además de la lógica que imponen las estaciones, hay
otros factores a tener en cuenta, le secunda Abel Esteban: “Si reducimos
las distancias, reduciremos la huella ecológica”. Las producciones
familiares, añade, eneran más empleo que las explotaciones intensivas,
lo que implica también una apuesta por el territorio. “Aquí, en sólo
once hectáreas, trabajamos nueve personas”, ejemplifica Mario Chacón,
quien defiende que su modelo contribuye a luchar contra la despoblación
del rural. Porque, a veinte kilómetros de Madrid, sigue habiendo campo,
donde han encontrado su refugio Jon Lázaro —bilbaíno de treinta y seis años que antes trabajaba como capataz forestal— y Usman Camara —mauritano de cincuenta y cuatro que se vio centrifugado del sector de la construcción cuando arreció la crisis del ladrillo—.
“Hay muchos proyectos que nacen y desaparecen,
porque los urbanitas tienen mucha ilusión, pero esto es muy duro.
Montarse la vida en el campo es utópico, mas algunos lo seguimos
intentando, porque tenemos que demostrar que esto puede funcionar”,
afirma Jon, al frente de la cooperativa Ecosecha.
Al igual que él su compañero, responsable de El Huerto de Usman,
vive en Madrid. “Gano menos dinero, aunque me da igual, porque trabajar
en este entorno resulta más agradable y saludable”, reconoce Camara,
preocupado por poder pagar cada mes la cuota de autónomos: “Al final,
tienes muchos gastos, pero seguimos luchando para sacar lo justo”. Jon
lo tiene claro: “Mi anterior empleo era más cómodo, si bien no volvería.
Creo en esto, pese a que sea como escalar una montaña. Estás rodeado de
vida y, cuando llegas a la cima, merece la pena”.
Un comedor escolar ecológico y de proximidad
Carlos Carricoba, coordinador del comedor del
colegio Hipatia, reconoce que los comienzos no fueron fáciles. Desde
hace cuatro años, fueron introduciendo progresivamente productos
ecológicos en el menú escolar, a excepción de la carne, el pescado y los
lácteos. “Es una cuestión de presupuesto, aunque sí son de proximidad.
Aquí lo que viene de más lejos son los plátanos canarios”. La iniciativa
no fue debida a una demanda de los padres, sino que partió de los
responsables del centro educativo, ubicado en Rivas Vaciamadrid, a unos
siete kilómetros del Grillo. “Al principio costaba que los niños
acostumbraran su paladar a los nuevos productos porque, por ejemplo,
decidimos sustituir el azúcar por alimentos que ya lo contienen. No
obstante, los días más complicados son cuando no servimos proteína
animal”.
El comedor sirve unas mil comidas al día y cuenta
con más de sesenta menús diferentes, adaptados a vegetarianos,
diabéticos, celíacos, veganos, musulmanes y niños con alergias e
intolerancias diversas. En la cocina trabajan doce personas y en el
comedor, casi cincuenta monitores, encargados de “transformar las
costumbres” de los estudiantes. Entre sus retos, reducir los
desperdicios, comenzando por los restos de las bandejas, por lo que los
alumnos de quinto y sexto de primaria se sirven ellos mismos la cantidad
que consideran adecuada. Y, para concienciarlos, en las paredes hay
carteles que explican las bondades de los productos de cercanía. “Ahora
no servimos tomates, sino ensaladas de lechuga, escarola o zanahoria”,
puntualiza Carlos Carricoba, quien reconoce que la carga de
trabajo en cocina es superior, pues “no se trata de abrir bolsas, sino
que hay que estar pelando y limpiando continuamente los alimentos”.
Quizás tenga algo que decir Daniela,
una niña de once años que estudia sexto de primaria. Hoy ha comido de
primero lentejas con verduras y patatas: “Estaban buenas”. De segundo,
pollo con patatas y zanahorias: “Estaba bien, mejor que las lentejas”.
Sin duda, lo prefiere frito o empanado, pero lo que más le gusta del
comedor es sentarse junto a sus compañeros. “Antes había hamburguesas de
carne con kétchup y mayonesa. Las echo de menos, aunque ahora hay
pastel de carne y san jacobos”. Cuando va a decir cómo están, los críos
que la rodean gritan al unísono: “Están buenísimos”.
Los menús escolares han supuesto un reclamo para muchos padres, asegura Gustavo Sáez,
gerente del colegio. “La gente suele ser comodona con la alimentación
de sus hijos, aunque hay familias que han optado por este colegio porque
valoran los productos ecológicos. Al menos, les garantizas una comida
saludable al día. Luego, en la cena, que los padres hagan lo que
quieran”.
Un restaurante que no parece una escuela
En un edificio anexo del colegio Hipatia, perteneciente a la fundación Fuhem, abrió sus puertas en 2012 el restaurante-escuela Bitácora,
donde los alumnos de FP de Cocina y Gastronomía realizan sus prácticas.
Ahora bien, más que una simulación, es un servicio en toda regla, pues
los viernes el local sirve un menú degustación a sesenta comensales.
Dentro manda el profesor Alfonso Sánchez, mientras que el servicio de
sala corre a cargo de los estudiantes de FP básica de Cocina y
Restauración, supervisados por el profesor Iván Muñoz. Nadie
diría, si no fuese por la juventud de los camareros, que se trata de una
escuela, pues la elaboración de los platos está hecha con mimo y
cuidado.
“Algunos chavales se ilusionan y terminan
matriculándose en un ciclo medio o superior, mientras que los mayores
hacen tres meses de prácticas en empresa. Me hace mucha ilusión cuando
los exalumnos vienen a visitarte y ves que se han convertido en unos
profesionales”, afirma Alfonso Sánchez, quien reconoce que la
dificultad estriba en ofrecer un menú asequible con un producto que
resulta “un 50% más caro porque es ecológico”. Entrante, primero,
segundo, postre y bebida, por nueve euros, un precio imbatible para los
platos que circulan por las mesas. “Y eso que este curso lo hemos
subido, porque llevábamos años cobrándolo a ocho. Lógicamente, para
comer aquí hay que reservar”. El secreto está, lógicamente, en que los
cocineros y los camareros son estudiantes y no cobran. Aunque el aforo
limitado también permite ofrecer un servicio correcto, sin que los
alumnos —veinte en cocina y otros tantos en sala— se vean saturados por
la afluencia de público.
“Uno de los techos a los que nos enfrentamos es la falta de apoyo institucional”, concluye Águeda Ferriz,
portavoz de Alimentar el Cambio, que asesora a este centro escolar en
su transición agroecológica. Licenciada en Químicas, aboga por una
“transformación social”, porque el sistema alimentario necesita, a su
juicio, un cambio en profundidad. “Desde cómo se produce hasta cómo se
distribuye, por no hablar de las dificultades para acceder a una
alimentación sana, porque está claro que las familias con rentas más bajas se alimentan peor,
lo que provoca sobrepeso, obesidad, diabetes y enfermedades
coronarias”, razona Ferriz, quien considera que ese giro radical no pasa
por cooperativas como la suya, sino por “políticas comprometidas con la
salud, con el medio ambiente y con el desarrollo rural productivo”. Un
cambio que podría comenzar sobre el mantel de hule de un comedor
escolar.
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