El segundo aniversario de Trump
en la Casa Blanca es un buen momento para hacer balance. Cuando un
millonario ignorante, racista y rubio teñido ganó las elecciones en EE
UU, no lo podíamos creer. Hoy nos creemos cualquier cosa. Está pasando
todo lo que nos parecía imposible, pero algunos acontecimientos que
acaparan titulares, abren informativos y sacuden las redes sociales no
merecen la cobertura de la que disfrutan. Las desgracias han existido
siempre. Los accidentes también. Que un niño se caiga a un pozo
es terrible, es atroz, causa un dolor infinito a sus padres, estremece a
cualquiera que haya tenido hijos pequeños. Que los programas de
televisión en cuyas tertulias políticas se utiliza el término
“populismo” como un comodín, conecten en directo una y otra vez,
compitiendo por encontrar un nuevo técnico al que entrevistar, es una
novedad lamentable. Si en España no pasara nada más, no me quejaría.
Pero en España pasan muchas cosas, aparte de Vox y de Cataluña. Por
ejemplo, que el presidente del BBVA, Francisco González, pagara a un delincuente,
el excomisario Villarejo, para que espiara y, llegado el caso,
chantajeara o destruyera la reputación de una serie de personas que
amenazaban su poder. Parece una obviedad decir que la conexión entre el
—todavía— presidente de honor del segundo banco de España y una
organización mafiosa, creada por un antiguo alto cargo de la policía
para comerciar con información, es mucho más grave que el desgraciado,
atroz, terrible accidente de un niño de dos años que se cae a un pozo,
pero nadie lo diría. Hoy, los ingenieros de Málaga están contra las
cuerdas. A los directivos del BBVA nadie les persigue con una cámara. Yo ya me lo creo todo, pero eso no me parece una casualidad.
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