Las universidades sin cabeza
En la universidad hay
tres principios diferentes de legitimidad y jerarquía: el académico, el
administrativo o jurídico y el económico y fáctico
La jerarquía administrativa debería corresponderse de algún modo con la jerarquía académica y las competencias de quienes gobiernan deberían siempre ser respetadas
La jerarquía administrativa debería corresponderse de algún modo con la jerarquía académica y las competencias de quienes gobiernan deberían siempre ser respetadas
Todas las instituciones
se rigen con sistemas de normas. Si las normas son correctas, las
instituciones funcionarán normalmente bien, pero si son malas acabarán
por destruir a la institución y perjudicar seriamente los intereses de
sus propios miembros. En todas las instituciones hay personas más o
menos inteligentes, más o menos decentes y más o menos hábiles, y cada
una de esas personas es plenamente responsable de sus acciones, pero si
la institución a la que pertenecen está incorrectamente regulada puede
resultar casi imposible seguir en ella una conducta adecuada y correcta.
Los sociólogos del siglo XIX creían firmemente que el progreso de la
humanidad había sido básicamente el progreso de sus instituciones, o lo
que es lo mismo, de sus leyes. Y ello habría sido así porque a lo largo
de la historia la humanidad siempre ha tenido la misma propensión a
hacer el mal y a anteponer los deseos e intereses de cada cual a los
intereses de la colectividad. Por eso dijo en su momento I. Kant que las
mejores leyes son aquellas que consiguen hacer buena a una sociedad de
demonios.
Nadie puede vivir al margen de su época y
de su medio social, y por eso a nadie se le puede exigir lo imposible.
Pero también es cierto que si podemos exigir a los demás que no se
recreen en el fango. Y veremos a continuación un caso práctico en el
campo del gobierno de las universidades españolas de las que se puede
decir, según aforismo de un célebre torero, que en ellas "lo que no
puede ser no puede ser, y además es imposible", pero también que quienes
dictan lo que es posible y lo que es imposible son ellas mismas.
Lo que define al estado de derecho es que en él los
poderes legislativo, ejecutivo y judicial solo pueden actuar dentro del
marco de las leyes. El Congreso, el Senado y el Gobierno son quienes
tiene capacidad de dictar leyes, pero deben hacerlo de acuerdo con los
procedimientos que las propias leyes establecen y respetando el conjunto
del sistema jurídico, que exige que las normas de menor rango se
subordinen a las de rango mayor y que no pueda haber contradicciones
entre diferentes leyes. De acuerdo con este mismo principio, quienes
gobiernan deben hacerlo únicamente dentro de los marcos que sus
competencias les otorgan y respetando las de los demás órganos de
gobierno y los derechos de sus administrados, o gobernados. Y, por
último, es evidente que los jueces han de dictar sus sentencias de
acuerdo con las leyes en vigor y siguiendo únicamente los procedimientos
que esas propias leyes establecen.
Cuando se
legisla, gobierna y juzga según la ley se actúa legalmente. Pero a veces
la legalidad es diferente que la legitimidad, porque puede haber leyes
en vigor que sean injustas o que contradigan a otras leyes. Sin embargo,
el juez, el gobernante y el legislador no tienen más remedio que
respetarlas, mientras quien tiene capacidad para modificarlas no las
cambie. Un juez puede poner en la calle a una familia por unos meses de
impago de su hipoteca y además embargarle la nómina, o por lo menos
podía hacerlo hasta hace muy poco, y se así se hizo miles de veces. Su
sentencia era legal, pero injusta y de dudosa legitimidad, si se hubiese
enmarcado en los principios constitucionales y del derecho en general.
Por la misma razón las sentencias del Tribunal de Orden Público del
franquismo eran legales, pero no legítimas, ni justas. Como veremos algo
similar está ocurriendo en nuestras universidades.
En la universidad hay tres principios diferentes de legitimidad y
jerarquía: el académico, el administrativo o jurídico y el económico y
fáctico.
La jerarquía académica en todo el mundo debe
ser la jerarquía de saber. Debe impartir clase quien esté capacitado
para ello por sus conocimientos y sus méritos. A eso se le suele llamar
plena capacidad docente e investigadora y la ley orgánica que nos rige
se la otorga a diferentes grupos de profesores: catedráticos y titulares
de universidad y por debajo de ellos otras categorías. Un catedrático o
titular tiene plena capacidad docente e investigadora y está amparado
por la libertad de cátedra. Una libertad que va unida al principio de
autonomía universitaria y debería salvaguardarlo de las injerencias
políticas y presiones económicas en el ejercicio de su labor. Esa
capacidad solo se le puede retirar mediante un procedimiento legal, como
por ejemplo un expediente disciplinario. Sin embargo, de hecho
sistemáticamente se la está limitando con normas de rango inferior,
dictadas por diferentes organismos cuyas competencias se solapan.
Algunos como la ANECA están, por ejemplo, imponiendo ideologías
políticas, pedagógicas y económicas, basadas en el culto al mercado y en
la psicología cognitivo-conductual, que quiere reducirlo todo al juego
de unas competencias y habilidades que se quieren vender como realidades
inapelables, pero que no son más que normas coactivas y disciplinarias
de ajuste de los ciudadanos a las leyes del mercado. Otros organismos
académicos limitan la plena capacidad docente de catedráticos y
titulares impidiéndoles juzgar tesis doctorales si no tienen un número
de sexenios que cada universidad fija a discreción. Este control
ideológico se complementa con una arbitrariedad administrativa que
permite formar comisiones de plazas sin expertos en la materia y meter
en el mismo cajón académico a todas las ciencias económicas, el derecho,
la psicología, la sociología, la geografía y las ciencias políticas,
obrando así el milagro de que a un experto en psicopatología se le
otorguen conocimientos de econometría o derecho romano.
La jerarquía académica exige en todo el mundo que haya diferentes
niveles en el profesorado y que los profesores de mayor nivel tengan más
capacidad de gobierno académico y organización de la investigación que
los inferiores. En España esto no es así, ya sea porque se supone que la
jerarquía académica carece de valor y un becario posee más
conocimientos que un catedrático, lo que, de ser verdad, obligaría a
revisar todo el sistema, o bien porque todo el sistema padece un mal muy
profundo.
La jerarquía administrativa regula los
órganos de gobierno de las universidades y se rige por las normas del
derecho administrativo. Ella establece lo que es un rector, un decano,
un director de un departamento y todos los órganos de gobierno
colegiados. Debería corresponderse de algún modo con la jerarquía
académica y las competencias de quienes gobiernan deberían siempre ser
respetadas. Esto no es así, porque esas competencias son torpedeadas
cada día por normas inferiores que cortan la hierba por debajo de los
pies de las autoridades académicas. Por eso, y por el desinterés de
quienes tienen mayor jerarquía académica, los departamentos y facultades
son gobernados, a veces, por las únicas personas que están dispuestas a
asumir unos cargos que solo sirven para ejecutar trámites impuestos
desde arriba. Unos trámites que casi todo el mundo considera como
ficticios porque sabe que son manipulables.
¿Quiénes
son los manipuladores? Pues los que tienen el poder económico basado en
el dinero de los proyectos y el control de las evaluaciones. No tienen
más jerarquía académica ni más poder legal que los demás, pero eso no
quiere decir que no deseen acaparar esos poderes. En EE UU los
sociólogos de la ciencia han demostrado que en las universidades el
dinero de la investigación se reparte de acuerdo con el "efecto san
Mateo", así llamado por el célebre aforismo de Jesús que decía: "en
verdad, en verdad os digo que al que tiene se le dará y al que no tiene,
incluso eso se le quitará". Son esos grupos privilegiados de
investigadores-evaluadores y de evaluadores-investigadores los que están
acumulando un capital que ni crea empleo fuera de la universidad, ni
produce conocimiento científico real, ya que solo se rige por el
principio de dinero crea dinero. Y es ese capital el que más reclaman
los rectores.
Esos grupos perecerían en el mundo real
y por eso necesitan lograr el control casi total de la universidad. Su
estrategia para conseguirlo consiste primero en lograr el control de los
procedimientos de evaluación y reparto de capital. Segundo, en
conseguir que casi todas las plazas estables de profesor se vayan
creando para quienes ellos mismos acreditan que son investigadores, y
por último en someter a departamentos, facultades y rectorados a su
albur. De este modo poco a poco consiguen fagocitar a las universidades y
clonarse como hacen los virus. Una gigantesca trama de normas torcidas
facilita esta infección. Una infección que solo un cambio global de las
leyes y los sistemas de gobierno podrían atajar de un modo radical.
No hay comentarios:
Publicar un comentario