El día del libro como forma de resistencia
por Luis García Montero
Celebramos hoy con solemnidad oficial el día del libro.
Premios, discursos, crónicas, ritos y felicitaciones caen sobre la vida
cotidiana, sobre la tristeza de la vida cotidiana. No son buenos tiempos
para el mundo del libro. La vocación de los libreros supone un
verdadero ámbito de resistencia.
Las nuevas costumbres tienden a las relaciones despersonalizadas.
Cuando uno se detiene en la carretera para echar gasolina, lo normal es
tratar con una máquina, entregarse al autoservicio sin que nadie comente
el frío o el calor de la mañana. Resolver un problema con el banco o
con cualquier compañía es entregarse a un desesperado laberinto de
teclas, mensajes grabados, indicaciones sonoras y esperas, peldaños
fríos que con mucha suerte pueden conducirnos hasta alguien con nombre.
Somos la multitud anónima que se mueve sobre una gran superficie. La
vida nos educa en la soledad. Vivir bajo estas costumbres ayuda poco a
convivir.
Los libreros ocupan en mi memoria un lugar importante en la
experiencia de convivir. La lectura es un ejercicio que busca nuestra
mirada individual para pedirle que habite un espacio público. La palabra
publicada nos invita a ponernos en el lugar del otro, en los argumentos
y las imaginaciones del otro. Lo más significativo es que ese proceso
de conversación con lo ajeno nos devuelve el rostro más personal, nos
permite descubrirnos a nosotros mismos. Leer supone vivir y convivir.
El librero que nos conoce forma parte de este vivir y de esta
convivencia. Entrar en una librería amiga es una forma de revivir, de
encontrar un lugar de resistencia en las costumbres de la soledad.
Alguien nos saluda por nuestro nombre, pregunta por las últimas
lecturas, da y escucha opiniones, comparte recuerdos, murmura secretos y
aconseja un título que acaba de aparecer. Los viajes comienzan camino
de una estación o un aeropuerto. Los muelles y los andenes forman parte
del viaje. La lectura comienza camino de una librería. Las palabras de
la librera suelen tener luz de estación.
Las dificultades de las librerías esconden problemas más graves que
la coyuntura económica. La gente tiene menos dinero para comprar libros,
pero también vive bajo otras costumbres. La solemnidad de las fiestas
oficiales que coronan la cultura tiene los pies de barro en una sociedad
que dinamita la educación. Es difícil que haya lugar para las librerías
si los planes de estudios confunden la formación de las personas con la
producción de mano de obra barata y de individuos fáciles de manipular.
Se habla mucho de la nueva era tecnológica. Pero no conviene olvidar
que los campos tecnológicos pueden cultivarse, vivirse y convivirse de
muchas maneras. La celebración, por ejemplo, de la novedad técnica no
tiene por qué convertirse en una excusa para santificar el
analfabetismo, como si leer a Cervantes fuese ya un episodio superado.
Tampoco estamos obligados a asumir los códigos de la telebasura, el
imperio de los instintos bajos y de las opiniones sin meditación.
La cultura en la sociedad neoliberal ha dejado de significar
educación, se ha alejado de sus lazos con la conciencia libre y las
imaginaciones éticas, para hundirse en el fango de los entretenimientos
zafios. En el mundo del nuevo analfabetismo, la libertad se confunde con
el derecho a no tener argumentos, a no pensar lo que se dice, a
sospechar del que se atreve a pensar, a confundir la verdad y la
naturalidad con el encanallamiento. El mundo nuevo del neoliberalismo
nos educa incluso en el derecho a no tener derechos.
Se justifica la piratería bajo el argumento manipulado de que el
acceso a la cultura debe ser libre y gratuito. Resulta curioso que el
acceso libre y gratuito a la cultura no tenga que ver hoy con el
contrato pedagógico como raíz social, ni con la educación pública como
valor imprescindible para la sociedad, ni con la inversión en
bibliotecas o en teatros. No, lo que se lleva en la lógica nueva del
liberalismo económico es la desregulación, el vivir sin derechos
laborales, el decirle a la joven cantante, o a la joven directora de
cine, o a los escritores, o a los libreros, que no tendrán la
oportunidad de vivir de su trabajo.
Celebrar el día del libro significa un rito social. Pero puede
suponer también una apuesta por la resistencia cultural. Las librerías
hablan de soledades gustosas, de ilusiones compartidas, de vivir y
convivir con argumentos, imaginación, opiniones, derechos, reservas
íntimas y palabras publicadas.
Día del libro: sólo la emancipación modesta y orgullosa de la vida cotidiana sostiene los buenos sueños en las plazas públicas.
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