Por JUAN G. BEDOYA
Feminista y rebelde, su obra contrasta con la “santa de la raza” que ensalzaron Franco y los obispos nacionalcatólicos. Quinientos años después, la situación de la mujer en la Iglesia romana apenas ha mejorado. En el Vaticano II, en 1965, solo hubo 21 mujeres, sin voz ni voto y sin poder entrar en la cafetería del concilio. “Basta ser mujer para caérseme las alas”, escribió la reformadora del Carmelo. Los carmelitas descalzos aprovechan el centenario para depurar el perfil de su fundadora, “muy emborronado” por el franquismo.
“Basta ser mujer para caérseme las alas”, escribió Teresa Sánchez
Cepeda Dávila y Ahumada, mundialmente conocida como Teresa de Ávila y,
entre los cristianos, como Santa Teresa de Jesús. Escritora,
monja, mística, doctora de la Iglesia Católica, fundadora de las
carmelitas descalzas y copatrona de España, nació en una familia judía
conversa perteneciente a la nobleza y su vida fue una aventura
quijotesca, contra molinos que parecían invencibles, como el desprecio
por la mujer y la persecución de los inquisidores al libre pensamiento.
Teresa de Ávila quería a sus monjas despiertas y valientes, que miraran a
los ojos a obispos, curas y otros personajes vestidos de negro. Además,
las quería leídas y viajeras. Una de las cosas que más irritó al
inquisidor encargado de vigilar a la reformadora descalza fue que de
pequeña Teresa había sido lectora empedernida, “incluso de libros de
caballerías”.
Fue mística, pero también mujer de negocios fría, muy hábil para
cerrar tratos inmobiliarios para sus conventos. “Tenía un elevado
concepto de sí misma; se creía llamada a grandes empresas; rechazaba la
mediocridad”, escribe el hispanista Joseph Pérez (Teresa de Ávila y la España de su tiempo.
Algaba Ediciones. 2007). Era guapa. Con cincuenta años cumplidos, le
confesará a un carmelita: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían
tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y
que era hermosa. En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a
discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”. No
tuvo dudas cuando decidió tomar ella misma el poder, con gran escándalo
de sus superiores y mucho temor de los amigos. “El ejercicio de la
autoridad tiene mucho que ver con la autoestima”, afirma la socióloga
Alicia E. Kaufmann en Mujer, poder y dinero (Editorial Lo Que
No Existe. 2015. Página 111). Usando un término muy estudiado por
Kaufmann, Teresa de Ávila fue una mujer empoderada, segura de sí misma.
Por eso triunfó, y de qué manera.
Cuando Teresa de Ahumada (de joven decidió tomar como primer apellido
el de su madre) era una adolescente, Baltasar Castiglione se hizo notar
en todo el orbe culto con El Cortesano, un manual de
costumbres publicado en Italia en 1928 y traducido inmediatamente a
todas las lenguas europeas, también al español. A Teresa debió llegarle
al alma este párrafo, que copiaba pensamientos de Aristóteles, san Pablo
de Tarso y santo Tomás de Aquino. “La mujeres son animales imperfectos
y, por consiguiente, de menor valor que los hombres. En ellas no caben
las virtudes que caben en ellos. Cuando nace una mujer es falta y yerro
de natura y contra su intención, como sucede en uno que nace ciego o
cojo o con algún otro defecto”.
Los hombres, sobre todo los eclesiásticos, querían a las mujeres bobas, como dice un personaje de Lope de Vega en La boba para los otros y discreta para sí:
“Más quiero boba a Diana / con aquel simple sentido / que bachillera a
Teodora”. “Era una mujer, pero lo era sin duda por un error de la
naturaleza”, sostenía mucho más tarde José Zorrilla para alabar el
talento de Gertrudis de Avellaneda. A Teresa de Ávila le pasó lo mismo
muchas veces. Pero al dicho clásico: “Ni espada rota ni mujer que
trota”, ella opuso un sufrido y tenaz recorrido por los campos de
Castilla, hasta llegar a Sevilla, a lomos de asnos o andando por caminos
imposibles. Lo cuenta con gracia que admiró a Jovellanos en el Libro de la Vida y en Las Fundaciones.
Durante siglos, la figura de Teresa de Ávila, culta, libre, fresca y
retadora, fue sometida a todo tipo de mixtificaciones, hasta el punto de
que le sirvió al alicorto nacionalcatolicismo franquista para
proclamarla como “santa de la raza”. “La dictadura franquista hizo a
Teresa de Ávila un flaco favor al proclamarla la santa de la raza”,
sostiene uno de sus mejores biógrafos, el gran hispanista francés Joseph
Pérez. El secuestro de la Teresa auténtica, adelantada a su tiempo, no
sólo lo perpetró el dictador Franco
haciéndose acompañar toda su vida en el poder de una mano incorrupta de
la santa. Aún permanece. El actual ministro de Interior, Jorge
Fernández, dijo en la presentación en la última Feria de Turismo (FITUR)
del proyecto ‘Huellas de santa Teresa’: “Santa Teresa hablaba de
tiempos recios, y estoy seguro de que estará siendo una importante
intercesora para España en estos tiempos también recios”, dijo el
ministro.
El quinto centenario del nacimiento
de Teresa de Ávila, el 28 de marzo de 1515, está sirviendo para
espantar tantos tópicos y manipulaciones, con la publicación ya de un
centenar de libros de todo tipo (novelas, estudios teológicos, análisis
literarios, etc.) que la presentan como lo que fue: gran reformadora
eclesiástica y una de las grandes escritoras del Siglo de Oro de la
lengua castellana pese a que, amenazada por la Inquisición, no se
atrevió a publicar nada en vida. Su prudencia, sin embargo, era también
atrevimiento. Cuando enviaba sus escritos y cartas a amigos, protectores
y admiradores (la mayoría mujeres, como la Princesa de Éboli), les
requería que guardasen bien esos papeles e, incluso, que los
destruyesen. Sabía de sobra que lo escrito circulaba por doquier, como
demuestra en algunas de sus cartas al poderoso Felipe II. Los
inquisidores conocían la protección real y no llegaron a meterla presa.
Lo hicieron, en cambio, con gran brutalidad, con el mejor colaborador de
la santa, el sufrido san Juan de la Cruz, y más tarde con fray Luís de
León, primer editor de las obras de la escritora de Ávila.
“Entre pucheros anda Dios”. “Son tiempos recios”. “La verdad padece,
pero no perece”. “No hagan caso de la opinión del gremio sacerdotal,
medio letrado. No son tiempos de creer a todos sino a los que viereis
van conforme a la vida de Cristo”. Esto último lo escribe en Camino de perfección,
como consejo para las doce mujeres que inician con ella la
reforma-fundación del nuevo Carmelo. Frases de este tipo se hicieron
famosas en vida de la mística carmelita, que tenía muy mala opinión
sobre los curas de su tiempo. En el Libro de la Vida retrata a uno que es avaro, poco formado, amante de vivir sin trabajar, que se exhibe con concubinas.
El Concilio de Trento (1545-1563) intentó poner remedio a ese estado
de cosas, muy jaleadas por el anticlericalismo de la época. Teresa de
Ávila fue una adelantada y su nombre corrió pronto de boca en boca por
toda Europa. Es ensalzada por doquier. Lo hace Cervantes, que le dedica
una poesía; también Góngora, Quevedo y Lope de Vega, éste mediante dos
obras de teatro y nueve sonetos. La pinta en 1576 (su único retrato en
vida) el carmelita Juan De la Miseria (“Dios te perdone, fray Juan, que
ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa”, le escribe), y se
afanan en la iconografía teresiana Velázquez, Rubens y el gran escultor
barroco Bernini, en Transverberación de Santa Teresa.
Los
inquisidores no aguantan que una mujer, encima monja, esté de boca en
boca, con admiración o escándalo. Qué hace una mujer diciendo esas cosas
sin control de los prelados. Teresa no hace caso. Mejor aún, Teresa no
para. Cuando habla de los “tiempos recios”, hacia 1562, ya tiene 47
años, una edad avanzada para aquel tiempo, e inicia la campaña que
culmina con la fundación de 17 conventos. La tarea, quijotesca y
peligrosa, va a contarla en libros que son una delicia: frescos,
irónicos, documentados, un relato sobre la España de aquel tiempo, con
narraciones sobre cómo eran los caminos que recorría y las gentes con
las que se relacionaba.
La orden de los Carmelitas Descalzos -800 conventos en 120 países,
con 12.000 monjas y 5.000 frailes-, ha programado este quinto centenario
de su fundadora para depurar su faceta literaria, reformadora y
mística, con el convencimiento de que nunca como ahora habrá mejor
oportunidad para “recolocar en escena el verdadero perfil de santa Teresa,
muy emborronado durante décadas del siglo pasado”. Añaden los
promotores: “Por primera vez en cinco siglos ha llegado el momento de
fijar la importancia de una de las figuras más complejas del más
temprano Siglo de Oro español”. En la vanguardia del cristianismo romano
como fieles al Concilio Vaticano II, los carmelitas descalzos tienen
ahora viento a favor desde la llegada al pontificado romano del jesuita
argentino Jorge Mario Bergoglio. El papa Francisco
se ha declarado admirador de la santa de Ávila, aunque ha dado el
disgusto a los obispos de no venir a España con motivo de esta
efemérides.
Otra cosa es que el Vaticano vaya a tomar como guía de sus reformas
pendientes (y anunciadas por este papa) algunas de las ideas de la
mística española. Sorprende lo poco que ha avanzado la Iglesia romana en
estos cinco siglos en el trato que da a la mujer. Ni siquiera el
Vaticano II fue un revulsivo pese a los intentos de algunos grandes
prelados. Lo cuenta Isabel Gómez-Acebo, teóloga y feminista. Pese a que
el feminismo y el papel de la mujer en la Iglesia estaban en la mesa en
el momento de la celebración el concilio, “fue muy difícil cambiar las
mentalidades”. Para empezar, sólo fueron convocadas diez religiosas y 13
laicas, “sin voz ni, por supuesto, voto”, y solo para la tercera sesión
conciliar. Muchos cardenales habían puesto el grito en el cielo por su
sola presencia. Gómez-Acebo pone este ejemplo: ante las protestas de
muchos obispos, que se negaban a sentarse junto a las mujeres, la
organización tuvo que habilitar una cafetería solo para ellas.
Esta otra anécdota la cuenta el historiador Hilari Raguer: “A lo
largo de todo el Concilio, ninguna mujer fue nombrada perita o experta.
Cosa más escandalosa aún: en las celebraciones de la eucaristía con que
comenzaban las congregaciones generales, se distribuía la sagrada
comunión a algunos de los presentes, pero tenían que ser varones. En una
eucaristía del Concilio, los periodistas católicos habían sido
invitados a recibir la comunión de manos del obispo celebrante, pero
cuando la periodista Eva Fleischner se puso en la fila los ceremonieros
la sacaron con malas maneras del grupo de sus colegas varones”.
Fue el cardenal Leo Josef Suenens, belga, quien convenció a Pablo VI
de que debía invitar a mujeres al concilio. Las resistencias fueron
terribles, pero el argumento demoledor: “Las mujeres, si no me equivoco,
constituyen la mitad de la humanidad”. Le replicaron con una cita de
san Pablo, el primer secretario de organización del cristianismo: “Que
las mujeres callen en la asamblea” (primera carta a los Corintios
14,34).
Teresa de Ávila, feminista a su manera (lo argumenta Maximiliano Herráiz,
uno de sus mejores estudiosos), sobreponiéndose con coraje a los
machismos de su tiempo, habría cantado muchas verdades en ese concilio,
clausurado hace apenas medio siglo. Quinientos años y todo parecía
seguir como en aquel tiempo. Aconsejaba a sus monjas que no se arrugasen
(“Nada te turbe, / nada te espante”), y menos ante “esos negros devotos
destruidores de las esposas de Cristo”. No tenía buena opinión de sus
colegas fundadores, tan poderosos en el Vaticano II, todos hombres,
todos empeñados en hacer cuanto antes la romería (¡a Roma, a Roma!).
“Siempre nuestros Generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a
España”, escribe en el Libro de las Fundaciones. Ella nunca se prestó a esa romería, que afea a un general: “Es que su señoría, estando allá, no entiende lo que pasa acá”.
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