Un elefante imposible de esconder
El primer problema es una democracia que no satisface las necesidades de los ciudadanos
“Podemos quedarnos todo lo quietos que queramos, pero uno de estos
días alguien nos descubrirá”. Lo dice uno de los personajes del popular
escritor japonés Haruki Murakami, pero seguramente podría aplicarse a la
situación en la que se encuentra buena parte de nuestras sociedades.
Podemos estarnos todo lo quietos que queramos, podemos intentar esconder
el elefante que está en mitad del salón detrás del cachorro de
carnívoro que acaba de entrar, pero es muy probable que nos terminen
descubriendo. Es muy probable que el populismo resulte en el futuro
inminente una amenaza, pero el principal problema que tenemos hoy en
nuestro salón no es ese, sino una democracia que no satisface las
necesidades de muchas capas de la población. Ese es el elefante del que
nos empeñamos en no hablar, mientras pega trompadas en todas
direcciones, e intentamos esconderlo tras la necesaria denuncia del
populismo. Pero nos descubren.
Por supuesto que el populismo exige una crítica. La deben provocar, como dice la escritora argentina Sarlo, todos los movimientos que caractericen la coyuntura política por un único conflicto que convierte en enfrentamientos menores todas las demás diferencias. Ese único conflicto organiza el campo en un peligroso enfrentamiento entre amigos y enemigos. Pero, curiosamente, ese es el argumento que también están empleando hoy, en cierta forma, sus detractores, porque plantean el debate como uno que enfrenta a demócratas contra populistas. Sencillo y limpio. Pero inexacto. Dejar para más adelante la discusión sobre qué le pasa al elefante es una mala idea.
El debate para una parte importante de los ciudadanos es cómo lograr que la democracia resulte habitable para toda la población. Es cierto que se han publicado excelentes libros y estudios académicos sobre el tema. Pero de lo que se debería tratar es de incorporarlo al debate político y electoral. El economista alemán Wolfgang Streeck enunció la premisa de partida con mucha claridad: los electores perciben que el principal elemento de la democracia ya no es el votante, sino el acreedor de deuda pública. ¿Cómo afrontamos eso?
Es verdad que decir que la democracia está en crisis no es nada novedoso. Se ha venido diciendo desde hace décadas, pero, al final, la democracia siempre demostraba su fortaleza y su capacidad de adaptación. ¿Hay algo nuevo que haga la crisis actual distinta? Algunos confían en que, una vez más, el elefante se tranquilice y demuestre su confortable adaptabilidad. Otros, cada vez más, creen que la propia idea de la democracia ha sufrido ya enormes transformaciones. El historiador Pierre Rosanvallon, por ejemplo, habla de nuevos fenómenos, como las actividades contrademocráticas (vigilancia, control en masa de los ciudadanos) y la fragilización de la política institucionalizada. La democracia nunca ha sido un asunto exclusivo de leyes y procedimientos (aunque sean la clave), sino que exige también confianza y legitimidad.
La democracia liberal, las sociedades europeas por ejemplo, se ha basado en la libertad de expresión, el equilibrio entre poderes y los controles institucionales. Para gran parte de nuestras ciudadanías, democracia era sinónimo de modernización, crecimiento económico y realización personal. Prácticamente todos esos elementos están hoy en crisis. Los controles sobre las poblaciones son infinitamente mayores que hace solo 20 años, el equilibro de poderes hace agua ante la evidencia de que nadie, ni Barak Obama, “puede” enfrentar la fuerza de los poderes financieros, los controles institucionales fallan, aunque no en todas partes por igual. La desigualdad entre naciones, generaciones y grupos sociales crece sin parar. Las democracias nacionales no garantizan la modernización de la Unión Europea, que ha experimentado un cambio evidente en sus objetivos y que corre el riesgo de querer representar a Europa, pese a ir perdiendo casi todo lo que la identificaba.
¿Es este un relato catastrófico? No lo pretende. Se trata simplemente de identificar bien cuáles son nuestros problemas. Son estos. Problemas relacionados con la democracia, con su vitalidad, con su capacidad para satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Problemas relacionados con el miedo a que estemos pensando en la democracia y en Europa como la democracia y la Europa que queremos que sean y no como lo que son, y mucho menos como lo que van a ser, si no nos ponemos de acuerdo en impedirlo.
Por supuesto que el populismo exige una crítica. La deben provocar, como dice la escritora argentina Sarlo, todos los movimientos que caractericen la coyuntura política por un único conflicto que convierte en enfrentamientos menores todas las demás diferencias. Ese único conflicto organiza el campo en un peligroso enfrentamiento entre amigos y enemigos. Pero, curiosamente, ese es el argumento que también están empleando hoy, en cierta forma, sus detractores, porque plantean el debate como uno que enfrenta a demócratas contra populistas. Sencillo y limpio. Pero inexacto. Dejar para más adelante la discusión sobre qué le pasa al elefante es una mala idea.
El debate para una parte importante de los ciudadanos es cómo lograr que la democracia resulte habitable para toda la población. Es cierto que se han publicado excelentes libros y estudios académicos sobre el tema. Pero de lo que se debería tratar es de incorporarlo al debate político y electoral. El economista alemán Wolfgang Streeck enunció la premisa de partida con mucha claridad: los electores perciben que el principal elemento de la democracia ya no es el votante, sino el acreedor de deuda pública. ¿Cómo afrontamos eso?
Es verdad que decir que la democracia está en crisis no es nada novedoso. Se ha venido diciendo desde hace décadas, pero, al final, la democracia siempre demostraba su fortaleza y su capacidad de adaptación. ¿Hay algo nuevo que haga la crisis actual distinta? Algunos confían en que, una vez más, el elefante se tranquilice y demuestre su confortable adaptabilidad. Otros, cada vez más, creen que la propia idea de la democracia ha sufrido ya enormes transformaciones. El historiador Pierre Rosanvallon, por ejemplo, habla de nuevos fenómenos, como las actividades contrademocráticas (vigilancia, control en masa de los ciudadanos) y la fragilización de la política institucionalizada. La democracia nunca ha sido un asunto exclusivo de leyes y procedimientos (aunque sean la clave), sino que exige también confianza y legitimidad.
La democracia liberal, las sociedades europeas por ejemplo, se ha basado en la libertad de expresión, el equilibrio entre poderes y los controles institucionales. Para gran parte de nuestras ciudadanías, democracia era sinónimo de modernización, crecimiento económico y realización personal. Prácticamente todos esos elementos están hoy en crisis. Los controles sobre las poblaciones son infinitamente mayores que hace solo 20 años, el equilibro de poderes hace agua ante la evidencia de que nadie, ni Barak Obama, “puede” enfrentar la fuerza de los poderes financieros, los controles institucionales fallan, aunque no en todas partes por igual. La desigualdad entre naciones, generaciones y grupos sociales crece sin parar. Las democracias nacionales no garantizan la modernización de la Unión Europea, que ha experimentado un cambio evidente en sus objetivos y que corre el riesgo de querer representar a Europa, pese a ir perdiendo casi todo lo que la identificaba.
¿Es este un relato catastrófico? No lo pretende. Se trata simplemente de identificar bien cuáles son nuestros problemas. Son estos. Problemas relacionados con la democracia, con su vitalidad, con su capacidad para satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Problemas relacionados con el miedo a que estemos pensando en la democracia y en Europa como la democracia y la Europa que queremos que sean y no como lo que son, y mucho menos como lo que van a ser, si no nos ponemos de acuerdo en impedirlo.
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