Una Oficina Anticorrupción
por Luis García Montero
Los valores principales y la ideología de cada grupo político
definen sus programas. Una opción de izquierdas, por ejemplo, tiene hoy
la obligación de apostar por la defensa de los servicios públicos, el
trabajo decente y el salario digno como ejes imprescindibles de la
regeneración democrática.
Hay defensas que son el punto de partida de un avance meditado. Las
estrategias contra el neoliberalismo son útiles cuando no se andan por
las ramas y reconocen aquellos espacios del bien común que el
neoliberalismo pretende desmantelar. Todo está unido en la trama de las
privatizaciones, la brecha social y el empobrecimiento de las mayorías
en favor de las élites. Las mayores amenazas en España contra la salud
pública han sido las reformas laborales.
Cada programa responde a unos valores. Pero hay también tareas en
común, compromisos que deberían asumirse a la vez por todos los
partidos. Una de ellas es la lucha contra la corrupción. Leo que
Consuelo Madrigal, la Fiscal General del Estado nombrada por el PP, ha
pedido que dejen sus investigaciones algunos fiscales que estaban
trabajando en causas abiertas contra aforados políticos. Prefiere que
los fiscales jefes del Tribunal Supremo se hagan cargo de estos casos.
Da miedo el movimiento. Todo se pudre allí donde la justicia pierde su
independencia.
El juez Baltasar Garzón acaba de publicar El fango (Debate,
2015), un detallado estudio sobre la historia y las tramas de la
corrupción en la política española. El lector se acostumbra a un
vocabulario turbio: “Desgraciadamente, la acomodación, la dádiva, el
ofrecimiento, la corruptela, la trapisonda, el vicariato, la adulación
al poder y la sumisión más abyecta al halago y la prebenda siguen siendo
actores importantes de nuestro devenir diario como pueblo”.
La corrupción ha formado parte del sistema político de la democracia
española como una herencia más de las perpetuadas élites del franquismo.
Por eso es tan desoladora esta afirmación tajante y real de Baltasar
Garzón: “Hasta ahora la corrupción no ha sido combatida a fondo desde
ningún sector, ni ha existido voluntad política de limpiar el fango que
inunda las instituciones y muchos sectores de la sociedad española”. Los
acuerdos oficiales y las promesas de transparencia han supuesto tan
sólo pequeños ejercicios de maquillaje.
Es verdad que las políticas privatizadoras del PSOE y el PP, el
festival de puertas giratorias y la organización partidista del Poder
Judicial han sido campo abonado para la corrupción. Pero también es
verdad que se puede ser partidario de la educación privada sin llevarse a
Suiza o al bolsillo un millón de euros de comisión por cada colegio
privado que se abre.
Se puede ser de derechas sin robar. Se puede ser de izquierdas sin
robar. Incluso se puede decir sin robar que uno no es de derechas ni de
izquierdas. La lucha contra la corrupción debe ser un compromiso de toda
la sociedad y, desde luego, de todos los partidos políticos.
El primer paso para combatir la corrupción es dotar a la justicia de
la independencia y los medios económicos que permitan llevar con
solvencia sus investigaciones. Por eso da miedo que a estas alturas
estemos en el juego de los aforamientos y de las decisiones preocupantes
de la Fiscal General del Estado. La corrupción sistémica se ha llevado
sorpresas serias con el trabajo honesto de algunos profesionales. Parece
que la labor independiente da miedo en el Ministerio de Justicia.
Pero la situación es tan grave en España que ya no basta con la
investigación penal. Resulta obligado consolidar un compromiso político
real contra la corrupción. De ahí que el juez Baltasar Garzón, como
integrante del Consejo Cívico que ha redactado el contrato social de
Izquierda Unida para la Comunidad de Madrid, haya propuesto la creación
de una Oficina Anticorrupción. Se trata de afianzar un ámbito cívico que
vigile la gestión transparente y las buenas prácticas de las
instituciones y de los partidos políticos.
La ciudadanía, los funcionarios, los militantes silenciados por sus
propios partidos, deben contar con un espacio institucional para
denunciar las malas prácticas, un espacio con capacidad de decisión al
margen de los espectáculos mediáticos y las guerras internas.
Los partidos políticos que ganan unas elecciones consiguen el derecho
a gobernar, no el privilegio de apoderarse para uso propio de las
instituciones que representan el bien común. La Oficina Anticorrupción,
configurada con mecanismos que aseguren su independencia, representará
el acuerdo político de que las instituciones pertenecen a los
ciudadanos.
Todos los partidos políticos deberían comprometerse en esta tarea. No
hay legitimidad democrática sin transparencia. La honestidad personal
está bien, pero la sociedad española necesita ámbitos públicos que
conviertan la lucha contra la corrupción en algo más que una mentirosa
operación de maquillaje.
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