lunes, 2 de marzo de 2015

Herejías constitucionales

03 mar 2015

José Antonio Pérez Tapias
Miembro del Comité federal del PSOE



Resultado de imagen de ilustraciones de aplausosEn tiempos de incertidumbre democrática, como diría Claude Lefort, parece que andar sofocando supuestas herejías es el camino para reencontrar las certezas perdidas. Pero que nadie se engañe, no es la vía. Ahí tenemos el caso del juez Vidal, de la Audiencia de Barcelona, a quien ha sancionado el Consejo General del Poder Judicial por su actividad en torno a una propuesta de constitución para una hipotética Cataluña independiente. La sanción, por 12 votos frente a 9, consistente en tres años de suspensión en el ejercicio de la judicatura, se remite a la Ley Orgánica del Poder  Judicial, aduciendo lo que en su artículo 417 se señala: “ignorancia inexcusable en el cumplimiento de los deberes judiciales”. Más allá de la letra, el debate se sitúa en torno a la libertad de expresión. Los favorables a la sanción entienden que las manifestaciones de Santiago Vidal afectan en este caso a la independencia e imparcialidad que debiera hacer creíbles, y que se consideran puestas en entredicho por quien siendo juez hace un ejercicio impropio de ese derecho al presentar públicamente su aportación para el texto constitucional de una Cataluña constituida en Estado. No obstante, dado que dicho juez ha hecho uso de la libertad de expresión fuera de su actividad en los tribunales y sin que se haya constatado interferencia alguna con ella, aparece como discutible que se le castigue por incumplimiento de deberes judiciales. De ahí la divergencia de criterios, pues aunque pueda pensarse que debiera haber dimitido como juez para dedicarse a su propuesta política, cabe sostener que pesa más su derecho a la libertad de expresión en el debate público. Con todo, se puede comprobar que, se valore de una forma u otra, estamos ante una herejía constitucional que pone el dedo en la llaga acerca de lo desafortunado de pretender cerrar con sanciones lo que tendría que haber empezado y continuado como diálogo político entre posiciones contrapuestas en torno al futuro de Cataluña y España.
No ha sido el mero azar, sino la presión de los plazos procedimentales, la que ha hecho que en el tiempo viniera a coincidir la sanción al juez Vidal con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la normativa en su día aprobada por el parlamento de Catalunya para la celebración de consultas en esa comunidad autónoma. Entendiendo que tal normativa ampararía la celebración de referendos sobre cuestiones políticas globales, y no meramente sectoriales, respecto a las cuales sería convocada la ciudadanía en su conjunto, la resolución del Tribunal Constitucional, por unanimidad, ha sido contraria a la norma en cuestión, declarada inconstitucional. Estamos, pues, ante una herejía constitucional expresamente así considerada, cuya condena no se limita a la ley sobre la que recae la resolución, sino también a la práctica a la que ella dio lugar el pasado 9 de noviembre, aunque la “consulta” que de hecho se hizo, que algunos calificaron como simulacro una vez descartado su valor jurídico-político, de nuevo se realizara como ejercicio de libertad de expresión por parte de los ciudadanos que “votaron” para expresar su opinión sobre los modos de relación, incluyendo la independencia, entre Cataluña y el Estado español. No obstante, si el Tribunal ha tenido que decir lo que ha dicho a tenor de la Constitución actual, el problema político no se resuelve por una declaración de herejía, previsible por lo demás desde que el asunto se judicializó por parte de un gobierno de España inclinado a presentar recursos de inconstitucionalidad en vez de a dialogar sobre cómo rehacer el pacto constitucional.
Las condenas señaladas, para más inri, se han producido simultáneamente con el reciente debate parlamentario sobre el estado de la nación. En él, salvo en las intervenciones de diputados de partidos nacionalistas, que por razones obvias sí sacaron a relucir la cuestión territorial, la fuerte crisis institucional por la que atraviesa el Estado español apenas si mereció algunas líneas en las intervenciones del presidente del gobierno, del secretario general del PSOE y de otros portavoces parlamentarios. Cierto es que el portavoz socialista hizo una breve alusión a la reforma de la Constitución que, en una dirección federalista, propugna el PSOE. Pero no fue más lejos el debate, entre otras cosas porque el presidente del gobierno no pasa de invocar sin más la unidad de España, y eso es lo que hace que el asunto sea especialmente preocupante.
Si son importantes las otras muchas cuestiones abordadas en la tribuna del hemiciclo, desde las políticas económicas frente a la crisis y sus consecuencias sociales hasta lo relativo a la corrupción, es laguna clamorosa la que se ha detectado en torno a la cuestión territorial, máxime cuando está en el horizonte la convocatoria de elecciones autonómicas en Cataluña, en las que la propuesta independentista va a estar presente con fuerza ante el electorado. No hubiera estado de más afrontar en sede parlamentaria, en ocasión de tanto relieve, lo que es uno de los asuntos más graves que tiene planteados la sociedad española, aunque para algunos fuera herejía constitucional el mero hecho de traerlo a la consideración que sobre cuestión tan crucial debe hacerse en un debate de estas características -ni que decir tiene que la herejía hubiera sido mayor si se hubiera explicitado el anhelo de que algún día se trate del debate sobre “el estado de las naciones” en una España configurada como Estado federal plurinacional-. Pero si se rehúyen problemas de fondo en nombre de determinadas ortodoxias, lo que puede avanzarse es que una cuestión como la del futuro del Estado español no se resuelve sólo apelando a dogmas jurídicos sobre la soberanía nacional o la unidad de la nación española, por venerable que sea su formulación en la Constitución vigente.
En momentos cruciales de la vida política española, cuando estamos en momentos de cambio de ciclo, que reclama consciencia en cuanto al necesario cambio de paradigma desde el que afrontar la realidad, debería percibirse la necesidad de salir de sacralizaciones constitucionales para no hacer del constitucionalismo mismo una religión…, a la postre insostenible. Después de todo cabría aplicar a lo que nos ocupa aquello que el filósofo Ernst Bloch decía, con saludable punto de ironía, de la religión en general: lo mejor que tiene la religión es que produce herejes. Poco a poco las herejías abren paso a insoslayables reformas. Y así debe ser, antes de que se produzcan esas rupturas que otrora se daban como cismas o revoluciones. 


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