¿Quién liquida la Transición?
Como el pasado forma parte del presente y, en realidad, no pasa nunca, la vida suele darle muchas vueltas a las cosas. Las conversaciones, los debates, las inquietudes de la actualidad nos buscan las vueltas. Esto es lo que ocurre con la Transición cada vez que se discute sobre el bipartidismo, la memoria histórica, el proceso constituyente o la crisis desconstituyente.
Si don Benito Pérez Galdós ayuda a entender la historia española del siglo XIX desde la derrota de Trafalgar hasta los turnos políticos de la Restauración, la literatura de Max Aub es una buena compañía para meditar sobre los años republicanos, la guerra civil y el exilio. Las palabras iluminan las huellas que dejaron las efemérides y las declaraciones oficiales sobre la vida cotidiana.
Aub dedicó tres pequeñas obras de teatro a contar Las vueltas de algunos exiliados españoles o a darle vueltas a España desde el exilio. En una de ellas, fijada en 1964, un personaje dice: “La democracia liberal ha llegado a ser algo tan útil como el coche, las vacaciones pagadas o la televisión”. Creo que es necesario tener en cuenta estas palabras. Cuando murió el dictador en 1975, después de los planes de desarrollo, los Seat 600 y los electrodomésticos, las verdaderas tensiones políticas no se producían entre la dictadura y la democracia. Conviene comprenderlo si queremos entender el significado de nuestra historia y de nuestro presente.
Las élites económicas del franquismo habían aceptado ya que la autarquía y las formas dictatoriales no eran aconsejables para integrarse en los negocios del capitalismo europeo. La dictadura estaba de sobra y las peligrosas agresiones de la extrema derecha suponían, más que un camino de afirmación fascista, un argumento a la hora de imponer las condiciones que más les interesaban en el diseño de la Transición. El debate real se produjo entre dos formas de entender la democracia. Por un lado, la reforma liberal útil para perpetuar el predominio económico de las élites franquistas y acercarlas a un campo más ancho de negocios internacionales; por otro, la democracia social promovida durante años de clandestinidad por el movimiento obrero y las luchas estudiantiles con el deseo de una transformación más profunda de la sociedad.
La situación histórica, eso que se llama correlación de fuerzas, hizo que las élites impusieran su modelo bajo el símbolo de la monarquía restaurada, el olvido del pasado y la reconciliación. Pero estas élites españolas, poco dadas a lo largo de la historia a rebajar su prepotencia y a perder privilegios, tuvieron que ceder y asumir algunas demandas de la democracia social en libertades civiles y derechos públicos. Sin llegar nunca a igualarnos con las democracias maduras de Europa, se consiguieron avances significativos en la sanidad, la educación, las administraciones, las fuerzas de orden público y los derechos laborales.
Conviene recordarlo por varias razones. En primer lugar, porque muchos luchadores antifranquistas, después de haber soportado años de cárcel, torturas y miedos, y después de haber visto a muchos compañeros asesinados por el Régimen, tienen derecho a pensar y saber que su sacrificio sirvió para algo. Y en segundo lugar, porque nos interesa darle vueltas a la actualidad y tomar conciencia del significado de nuestro presente. Aunque critiquemos con toda justicia el bipartidismo, la degradación institucional y la deriva calculada de nuestro sistema, no debemos perder de vista que las batallas profundas contra la Transición, sus liquidaciones más serias, las plantean ahora las élites.
Una configuración neoliberal de Europa y la dinámica de la crisis financiera han servido de argumento a los poderes económicos, bajo el paraguas de la austeridad, para recuperar todos los privilegios que cedieron con la intención de perpetuarse en su modelo de democracia neoliberal. De ahí el ataque agresivo a los servicios públicos y a los derechos laborales.
Hay muchos motivos para estar indignados. El ejercicio de la crítica es indispensable, pero conviene tomar conciencia del tablero de juego para evitar que los movimientos no faciliten la pérdida de nuestros peones, alfiles y torres. Se trata de comerse al rey del adversario. La furia desemboca en mansedumbre disfrazada cuando nos obsesionamos con nuestra táctica y perdemos de vista la estrategia del enemigo.
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