lunes, 9 de marzo de 2015

Un país adanista e idiota

Que ahora haya desastres sin cuento, no puede ponerse en el debe de la Transición


A veces tengo la sensación de que este es un país definitivamente idiota, en la escasa medida en que puede generalizarse, claro. Entre las idioteces mayores de los españoles está el narcisismo, que los lleva a querer darse importancia personal, aunque sea como parte de un colectivo. Rara es la generación que no tiene la imperiosa ambición de sentirse protagonista de “algo”, de un cambio, de una lucha, de una resistencia, de una innovación decisiva, de lo que sea. Y eso da pie a lo que se llama adanismo, es decir, según el DRAE, “hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente”, o, según el DEA, “tendencia a actuar prescindiendo de lo ya existente o de lo hecho antes por otros”. El resultado de esa actitud suele ser que los “originales” descubran sin cesar mediterráneos y por tanto caigan, sin saberlo, en lo más antiguo y aun decrépito. Presentan como “hallazgos” ideas, propuestas, políticas, formas artísticas mil veces probadas o experimentadas y a menudo arrumbadas por inservibles o nocivas o arcaicas. Pero como el adanista ha hecho todo lo posible por no enterarse, por desconocer cuanto ha habido antes de su trascendental “advenimiento” –por ser un ignorante, en suma, y a mucha honra–, se pasa la vida creyendo que “inaugura” todo: aburriendo a los de más edad y deslumbrando a los más idiotas e ignaros de la suya.
Los adanistas menos puros, los que encajan mejor en la segunda definición que en la primera, se ven en la obligación de echar un vistazo atrás para desmerecer el pasado reciente, para desprestigiarlo en su conjunto, para considerarlo enteramente inútil y equivocado. Han de demolerlo y declararlo nulo y dañino para así subrayar que “lo bueno” empieza ahora, con ellos y sólo con ellos. Es una de las modalidades de vanidad más radicales: antes de que llegáramos nosotros al mundo, todos vivieron en el error, sobre todo los más cercanos, los inmediatamente anteriores. “Mañana nos pertenece”, como cantaba aquel himno nazi que popularizó en su día la película Cabaret, y todo ayer es injusto, desdichado, erróneo, perjudicial y nefasto. Si eso fuera cierto e incontrovertible, tal vez no haría falta aplicarse a su destrucción. Tenemos aquí un precedente ilustrativo: tras casi cuarenta años de dictadura franquista, pocos fueron los que no estuvieron de acuerdo en la maldad, vulgaridad y esterilidad de ese periodo, y los que no lo estuvieron se convencieron pronto, sinceramente o por conveniencia (evolucionaron o se cambiaron de chaqueta aprisa y corriendo). El adanismo no careció ahí de sentido, aunque no fue tal propiamente, dado que, como tantas veces se ha dicho con razón, la sociedad española había “matado” a Franco en todos los ámbitos bastante antes de que éste muriera en su cama, aplastado no sé si por el manto del Pilar o por el brazo incorrupto de Santa Teresa.

Entre las idioteces mayores de los españoles está el narcisismo, que los lleva a querer darse importancia personal
Lo sorprendente y llamativo –lo idiota– es que ahora se pretenda ­llevar a cabo una operación semejante con la llamada Transición y cuanto ha venido a raíz de ella. Los idiotas de Podemos –con esto no quiero decir que sean idiotas todos los de ese partido, sino que en él abundan idiotas que sostienen lo que a continuación expongo– han dado en denominarlo “régimen” malintencionadamente, puesto que ese término se asoció siempre al franquismo. Es decir, intentan equiparar a éste con el periodo democrático, el de mayores libertades (y prosperidad, todo sumado) de la larguísima y entera historia de España. La gente más crítica y enemiga de la Transición nació acabado el franquismo y no tiene ni idea de lo que es vivir bajo una dictadura. Ha gozado de derechos y libertades desde el primer día, de lo que con anterioridad a este “régimen” estaba prohibido y no existía: de expresión y opinión sin trabas, de partidos políticos y elecciones, de Europa, de un Ejército despolitizado y jueces no títeres, de divorcio y matrimonio gay, de mayoría de edad a los dieciocho y no a los veintiuno (o aún más tarde para las mujeres), de pleno uso de las lenguas catalana, gallega y vasca, de amplia autonomía para cada territorio en vez de un brutal centralismo… Nada de eso es incontrovertiblemente malo, como se empeñan en sostener los idiotas.
Yo diría que, por el contrario, es bueno innegablemente. Que ahora, treinta y muchos años después de la Constitución que dio origen al periodo, haya desastres sin cuento, corrupción exagerada y multitud de injusticias sociales, políticos mediocres cuando no funestos, todo eso no puede ponerse en el debe de la Transición, sino de sus herederos ya lejanos, entre los cuales está esa misma gente que carga contra ella sin pausa. “Es que yo no voté la Constitución”, dicen estos individuos en el colmo del narcisismo, como si algún estadounidense vivo hubiera aprobado la de su país, o algún británico su Parlamento. Es como si los españoles actuales protestaran porque no se les consultó la expulsión de los judíos en 1492, o la de los jesuitas en 1767, o la expedición de Colón a las Indias. Tengo para mí que no hay nada más peligroso que el afán de protagonismo, y el de los españoles de hoy es desmesurado. Ni más idiota, no hace falta insistir en ello.

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