Por qué persiste el machismo en la izquierda
¿Por qué sujetos que se declaran ideológicamente de izquierdas en
lo político reproducen tics reaccionarios en su comportamiento
cotidiano?
¿Por qué los procesos revolucionarios no terminan con las formas de discriminación imperantes?
¿Por qué los procesos revolucionarios no terminan con las formas de discriminación imperantes?
Con los tiempos las palabras aparecen y desaparecen,
pero algunos problemas permanecen. Pese a que por lo general nadie se
muestra a favor de la discriminación de otras personas (por lo menos de
forma abierta), a veces a nuestro pesar seguimos repitiendo conductas
discriminatorias. Para entender un poco mejor este fenómeno, es
importante prestar atención a un concepto que ha cobrado renovada
vigencia: la hegemonía cultural. Inspirado en las lecturas de Lenin, una
de las primeras personas en pensar y definir este concepto fue el
filósofo y político italiano Antonio Gramsci.
Ya a
principios del siglo XX, Gramsci notaba que la dominación de una
población puede llevarse a cabo de dos formas. Por un lado se puede
imponer un sistema de gobierno, obligar a la ciudadanía a seguir ciertos
parámetros de conducta, instaurar un sistema de intercambio económico,
introducir un cuerpo de policía, etc. Es decir, establecer un sistema de
dominación social por la fuerza. Aun así, Gramsci alertaba de que hay
otra forma de control de lo social que es algo más sutil pero igualmente
efectivo. Denominó como hegemonía cultural las formas con las que las
elites establecen y regulan el gusto, definen criterios estéticos,
validan ciertas tradiciones y no otras, normalizan ciertas formas de
habla, etc. Es decir, regulan lo social a través de lo simbólico. Por
eso el proceso revolucionario implicaría no tan sólo tomar las
instituciones de gobierno (el parlamento, la policía, el ejército,
etc.), sino también reemplazar la cultura de la clase dominante por la
cultura de la clase dominada.
Esta idea de hegemonía es sensata pero, si en un proceso
revolucionario la nueva clase dirigente asume los gustos de la clase
derrocada -su idioma o formas de habla, sus costumbres culinarias o
formas de vestir-, seguramente va a reproducir una forma de sociedad muy
parecida a la que ya existía. Ese proceso revolucionario pasa de ser un
acontecimiento de emancipación social a lo que vulgarmente se viene
llamando un “quítate tu para ponerme yo”. Por extraño que pueda parecer,
esto ha sucedido y va a seguir sucediendo.
La hegemonía es el medio de comunicación que considera que la economía es un tema político y el aborto un asunto social"
Preocupados por entender mejor esta realidad, miembros
de la escuela de Estudios Culturales de Birmingham y de forma más
notable Stuart Hall, no podían dejar de preguntarse: ¿por qué sujetos
que en lo político se declaran ideológicamente de izquierdas, en lo
cotidiano reproducen tics reaccionarios en su comportamiento?¿Por qué
los procesos revolucionarios no terminan con las formas de
discriminación imperantes? En definitiva, intentaron dar respuesta a por
qué las conductas de las personas traicionan sus principios
ideológicos. Así se empezó a pensar la hegemonía como una suerte de
subconsciente de la ideología, es decir aquellas ideas, actitudes u
opiniones que uno lleva dentro y que afloran cuando menos se las espera.
La hegemonía cultural es lo invisible, son todas aquellos anhelos,
miedos, ideas, creencias, etc. que hemos ido acumulando y que operan
dentro de nosotros muy a nuestro pesar.
"Es que aquí siempre lo hemos hecho así"
La hegemonía cultural escapa del discurso público y opera en un nivel
mucho más sutil, porque la hegemonía es lo que va por dentro. Son esas
ideas preconcebidas que nos acompañan y que nos permiten ver nuestro
entorno cultural como algo normal. Son asunciones a las que no le damos
mucha importancia pero que repetimos en momentos determinados. Está
compuesta por un sistema de creencias y de valores que nos parecen de lo
más normal. Para funcionar, la hegemonía ha de pasar desapercibida. Su
poder reside en su invisibilidad.
La hegemonía es lo
que parece natural. Pero, al mismo tiempo, la hegemonía nos pilla a
contrapié y nos delata. La hegemonía cultural es el cuñado que te
sermonea sobre cuidados en la oficina mientras espera a que prepares los
cafés. Aparece en el medio de comunicación que considera que la
economía es un tema político y el aborto un asunto social. Es quien
“invitaría a más mujeres a participar en la mesa redonda pero no conozco
a ninguna que lo pueda hacer”. Es la izquierda que aun se estremece al
leer “La Revolución Será Feminista o no Será”. Es el chaval que en
clase, pese a no tener nada que decir, siempre se siente con derecho a
hablar. La hegemonía son todas aquellas formas de discriminación que
repetimos y afianzamos en microgestos, comentarios y actitudes y que,
cuando alguien las señala, te obliga a responder: es que aquí siempre lo
hemos hecho así.
El machismo que impera y que se nos
escapa viene de lejos. A los progres de la transición se les veía el
plumero cuando bajaban la pancarta y llegaban a casa esperando encontrar
a “su pareja” con la manos en la masa.
La corrección política logró normalizar el uso de la arroba pero no
logró cambiar los hábitos discriminatorios que invaden lo social. Los
nuevos hombres sensibles que hablamos en plural femenino nos delatamos
cuando somos incapaces de ceder el espacio de la visibilidad. El
nihilismo hispter ayuda a camuflar que hay quienes se saben bien la
teoría pero que aún no han aprendido a escuchar. Mientras tanto, la
nueva política se sorprende a sí misma valiéndose de cuotas para
compensar lo evidente: que pese a todo las estructuras de poder se
definen en ambientes masculinos donde es más fácil fiarse de amigotes y
de los compañeros de la facultad.
Las cosas de palacio también tienen solución
Así la transformación social no pasa por establecer una
contra-hegemonía, eso como mucho es una buena excusa para cambiar a
quienes regentan ciertas instituciones. Para acabar con la hegemonía es
necesario desnaturalizar, poner en evidencia lo invisible. Revelar
dependencias del rumbo y las estructuras invisibles de poder. De esa
forma, el cambio de hegemonía no tiene que ver con un cambio ideológico
sino que implica una transformación de la sensibilidad. No va de soltar
discursos eruditos sino de cambiar costumbres y modos de hacer. No es un
trabajo en solitario sino una aventura de aprendizaje colectivo y
social. Implica un cambio educativo y regulatorio, pero también de
subjetividad ya que, al final, la hegemonía va por dentro, como una
procesión lenta y tozuda con la que todos y todas nos tenemos que
enfrentar.
Hall, agudo observador, nos hizo entender
que la cultura que emanaba de las clases populares lejos de ser una voz
pura y única que transportaba los deseos de una clase oprimida, era un
mejunje de ideas, deseos, tradiciones, miedos y fantasías que habían
tardado mucho tiempo, quizás siglos en fraguarse. La cultura popular
incluye crítica social, se burla de las clases dominantes, expresa la
realidad de las clases trabajadoras pero también, puede ser
profundamente reaccionaria, llena de lugares comunes y de prejuicios
internalizados.
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