lunes, 30 de marzo de 2015

Sócrates. Luis Roca Jusmet





Me parece muy interesante este clarificador aporte de mi amigo Luis Roca, profesor de Filosofía y hombre inquieto, que hace de esa disciplina un motor práctico de conciencia en su propio compromiso con la vida. Dicho esto, quiero comentar un poco lo que para mí representa la diferencia entre Sócrates y Nietzsche, dos figuras indispensables a la hora de ahondar en la historia del pensamiento universal. Aunque estudié Filosofía y la carrera se llamaba entonces Filosofía y Letras, me decanté por las Letras a partir de 3º -soy poeta de nacimiento y eso marca mucho, aunque no se quiera admitir, a sí de primeras, je, je...- y aunque nunca he dejado de la mano la Filosofía -o quizás a haya sido ella siempre generosa y abierta sin horarios de cierre-  la que nunca me ha abandonado, el equipaje imprescindible para la vida, no es mi especialidad académica, pero sí mi mejor maestra, amiga y compañera; ella me ha conducido desde mi adolescencia, me ha acompañado, orientado, desorientado y sorprendido con tantos hallazgos, confirmado mis dudas, certezas y cacaos mentales, tantas veces que, afortunadamente, he perdido la cuenta.

No opino como "filósofa", porque no lo soy, sino como humilde y poco documentada trabajadora, proletaria del pensamiento y la sensibilidad de su praxis. Para mí Sócrates es un poco mi padre. Desde él comenzó mi andadura, que se había iniciado con los Presocráticos que, por cierto, me encantaron desde los inicios de la historia del pensamiento occidental. Ellos fueron la magia de la iniciación, pero fue Sócrates el foco definitivo que me hizo entenderles y situarles en la evolución, encontrarles un sitio en mí misma, descubrir a Parménides en el camino de la trascendencia del absoluto inmutable y a Heráclito como maestro en la ceremonia del tiempo, capaz de intuir esa trascendencia infinita en el curso de lo impermanente y pasajero, en apariencia...casi un adelanto de Marx y su visión de la materia que retorna constantemente sobre sí misma sin crearse ni destruirse, generando energía, hÿlé y morphé, en ciclos interminables, como la sentía Heráclito con su determinante, sugestivo y evidente misterio del panta rei.  Todo fluye. Fascinantes y complementarios ambos. Lo mismo que Zenón de Elea o Tales de Mileto y el poder vivificante del agua, Anaximandro y el ápeiron poderoso e ilimitado, Anaxímenes a partir del pneuma y el pÿr, aire y fuego, o los pitagóricos, iluminando descubrimientos en los que nunca, probablemente, hubiese reparado como el número clave en el sonido y sus vibraciones infinitas para dar forma a la creación, sin haber pasado por su haz luminoso, por sus linternas ya intemporales.

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                     Fue Sócrates, sin ninguna duda, el que me introdujo en el método, el McLuhan de mi mente, el que me enseñó a mirar el pensamiento como medio y finalidad en el camino del autoconocimiento. Cuidar el pensamiento porque poco a poco la herramienta se va convirtiendo en lo que tú estés dispuesta a hacer con ella. Puedes hacer que sea el encuentro con la Verdad como razón ontológica y ética de la existencia, pero sin palabras, dejando que la verdad se defina a sí misma en el abrazo inefable de la lucidez y de la sorpresa simple del no saber o del saber que no sabes, que es aún más conmovedor y convincente que el mero hecho de no saber desconociendo que no sabes. Una actitud mística, abierta al infinito sin barreras, partiendo de un nuevo nacimiento, de un parto trabajoso y reconfortante, pero eso lo descubrí más tarde, cuando pude definirlo desde la esencia en mi dentro y en mi fuera, mientras 'eso' me llevaba con un impulso íntimo a buscar la palabra y a dejarla que se hiciese carne conmigo y mi entorno. El mundo. Los seres compañeros. La naturaleza. Todo.
Fui entendiendo con el corazón y con la mente al unísono que una cosa es ser un pensador y otra, un maestro. Que los pensadores son incontables, pero los maestros puede que nos sobren dedos para contarlos y que ellos son, sin lugar a dudas los que dejan huellas indelebles en nuestro espíritu. En la memoria de lo inmensurable. Es curioso que los maestros no se preocupen especialmente por dejar obra escrita, como Shams de Tabriz, el sufí, que le dejó a Rumi la tarea de traducirle a la vida de otras generaciones, pasando por su experiencia como amigo, amante y discípulo.
A Sócrates hay que descubrirlo, igualmente, a través de los escritos de otro que no era él. Sino Platón. Su discípulo. Que viene a ser el equivalente a Juan de Patmos que "tradujo" a Jesús de Nazaret, quien, igual que Sócrates, se preocupó mucho más por ser verdad que de publicarse y contarse a sí mismo para formar parte de la historia. Y es que los maestros se transmiten mucho más por medio de la riqueza esencial que han removido en los individuos que les trataron directamente, y con el aporte de la evolución que éstos hacen en su aprendizaje. Ahí se ve y se siente la diferencia entre ser o contar lo que una/uno imagina que ha percibido y aprendido y lo que una es o aún no ha llegado a ser. La verdad desnuda de lo que no finge ni elucubra, sino que fluye y se materializa en el ser tangible como suprema belleza sin artificios,  ni bótox ni maquillajes 'correctores'. Con naturalidad y sin tapujos. Sin preocupación por la imagen ni el prestigio, ni por la rivalidad ni las comparaciones. Transparente y real sin más.
Sócrates el partero y Jesús el carpintero tenían en común el amor por la verdad, pero no teórica, sino completa, práctica y palpable. Por eso su ejemplo ha reforzado la huella de su paso por este mundo y los hace intemporales, para que cada uno de nosotras decida hasta donde quiere comprenderles y darles el permiso para que cooperen en nuestra transición desde el estado más primario, a lo que vayamos creciendo y descubriendo en el curso de nuestras vidas.
Por eso se hicieron tan antipáticos para los que no buscan la verdad y tan queridos para los buscadores. Por eso murieron condenados por el mundo que se mantiene vegetando en la mentira como sistema y no huyeron ante el peligro evidentísimo y mantuvieron la coherencia como valor supremo más allá de la vida temporal, que pierde el sentido si carece de coherencia. Como  el personaje de Gabriel, el flautista de La Misión, que, cuando el trágico final de la historia real se acerca, dispensa del voto de obediencia a sus compañeros jesuitas, ante la batalla que van a presentar al enemigo,  y preguntado por uno de ellos, acerca de la decisión de no defenderse personalmente y preferir que lo asesinen, responde sencillamente que no le vale la pena seguir en un mundo donde para permanecer hay que cercenar la propia conciencia matando a nuestros propios semejantes, que es como matarse uno mismo.
Creo que Sócrates tuvo el mismo planteamiento y que su muerte aceptada como cumplimiento de una ley inhumana pero acordada "justamente y democráticamente" por la barbarie, de cuya naturaleza él había formado parte, como Jesús, fue, mucho más que una condena, una llave para la evolución y el cambio de conciencia de la humanidad que les siguió en el tiempo. Colocar por encima del valor de una vida temporal, relativizándola, el valor de lo que uno experimenta como verdadero y real verdaderamente, como pleno y absoluto y por ello mucho más auténtico que resignarse a convivir con la falsedad por miedo. Kolbe, un polaco prisionero en un campo de exterminio nazi, también se ofreció como voluntario para ser fusilado en el lugar de un padre de familia numerosa, porque él no tenía a nadie y pensó que valía la pena que aquel hombre conservase la vida antes que él. La huella de estos espíritus inmensos ha marcado para siempre la senda de la grandeza y de la excelencia de lo coherente en el esplendor de su simplicidad, de la muerte del ego, de su vanidad, su orgullo sus pulsiones y sus miedos,  como liberación definitiva que se convierte en paradigma y referente para las generaciones venideras. El bien que esas vidas han reportado al crecimiento humano no es comparable con otros aportes también importantes, porque están en niveles cualitativos muy diversos. Y al mismo tiempo que ejemplos contagiosos de lucidez transformadora, también llegan a ser  piedras angulares contra las que se puede tropezar, no comprenderlas y darse un tortazo monumental. Por ejemplo, Alcibíades, o Protágoras  en el caso de Sócrates, Judas, Herodes, Pilatos y los fariseos  en el caso de Jesús y Nietzsche en el caso de ambos, sin ir más lejos.

  Resultado de imagen de imagenes de nietzsche  Nietzsche es enorme como pensador hiperactivo en el nivel de las carencias disfrazadas de ilusiones estéticas, soñadoras y excitantes del instinto sublimado con el artificio de la imaginación y los juegos de la razón al límite de sí misma, -"la loca de la casa", le llamaba Teresa de Ávila, cuyo quinto centenario se celebra por estos días- al que confundió con lo que él interpretaba como motor y fuerza sobrehumana y atribuyó grandezas que son posibles para el ser, en otras tesituras diferentes, pero en dimensiones nuevas que van creándose, con otra genética intelectiva y sobre todo con otro tipo de disposición ética y práctica; aún más grande que su capacidad intelectual fue su propio ego inconmensurable  ése enemigo íntimo que jamás nos permite comprender ni admitir que algo humano más allá de nosotros pueda sobrepasarnos. El pensador alemán se medía con todo lo que no podía alcanzar en su estado e hizo de éste una medida absoluta de todas las cosas. Ése fue su límite. La hÿbris. Una soberbia enloquecedora, como la del piloto alemán que se creyó el superhombre dueño de 149 vidas. La sobredimensión de su ego. Una fuerza incontenible que, en el caso de Nietzsche, acabó explotando en su interior, e incendiando el bosque de sus neuronas; es lo que sucede cuando lo que está hecho para trascender se enciende y se queda prisionero, sin espacio para correr ni fluir ni convertirse en líquido y gaseoso, como la lava de los volcanes, encerrada en el rincón más angosto del sí mismo. Acaba estallando y haciendo pedazos la tierra y las rocas  que la sepultan. Eso le ocurrió al entusiasta, paranoide y querido Friedrich Nietzsche. Acabó perdiendo la razón de su brillante intelecto que había sido su orgullo, su tesoro, su anillo, como le sucede al golum en la obra de Tolkien. Cuanto mayor es la energía de la mente racional, más riesgo hay de obcecarse con ella si al mismo tiempo que se desarrolla su potencial no lo hace el alma y su contenido vinculante y conectivo con el entorno: la conciencia y su oxígeno imprescindible para respirar, que es la ética que nos hace fértiles y nos despierta en la senda elemental del amor, la verdad de lo que somos. Nuestra materia prima; nuestra condición definitiva y plena. 
Nietzsche se mide con Sócrates y con Jesús de Nazaret y acaba por no entenderles y considerar que estaban enfermos, cuando eran su pobre mente y su desequilibrada emotividad las que estaban al borde del colapso; como no puede concebir algo mejor que él, los desprecia sin más. Sócrates comete el inmenso delito de no ser afín a la tragedia, al teatro, que para Nietzsche, como para los atenienses que condenan a Sócrates, es la realidad. Sócrates, en cambio, sin aspavientos ni autorrelatos hagiográficos, ya vivía en la verdad sencillamente. No necesitaba la ficción para fingirse vivo, era de lo único que estaba seguro. Conocía desde dentro el arte de estar vivo, ¿para qué perder el tiempo en la farsa? Sólo un hombre que ama y valora la vida no le teme a la muerte y puede afrontarla con dignidad, porque sabe que la muerte sólo es un trámite más. Ya ha aprendido a morir a muchos apegos y a ver la importancia real de los afanes y ataduras. Con Jesús se estrella, igualmente, porque no entiende su amor por la humanidad desvalida, ni la compasión, una blandenguería perniciosa y sin sustancia, que para Nietzsche es sencillamente despreciable y propia de gentuza débil sin pedigrí ni grandeur , que no merece vivir, ni mucho menos pertenece al imperio de la criptonita , ni se puede convertir en el germen de Clark Kent  ni asaltar los cielos volando con su capa mágica, sobre el maillot azulón y la S roja de supermán estampada en el disfraz, que los cretinos como Sócrates y Jesucristo no supieron usar con audacia y habilidad sobrehumana.
No es nada extraño que, aunque fuese su hermana la "culpable" de que la posteridad  haya considerado al peculiar genio alemán el santo patrono del nazismo, éste tomase de Nietzsche inspiración directa. Sobre todo a partir de las obras que fue publicando según avanzaba silenciosamente su sífilis y el lastimoso estado de demencia que le provocó dicha enfermedad. Tiene cierta lógica que este hombre, venerado ya en vida como genio, despreciase profundamente a la misma mediocridad intelectual que le consideraba genial.
Su epitafio quedó como pudo.  El decretó mientras creía estar vivo: "Dios ha muerto". Y tras el entierro de su deshecha figura, en la conciencia humana apareció la réplica del búmerang : "Nietzsche ha muerto".

Las mujeres somos más comprensivas de lo que Nietzsche imaginaba en sus delirios y entendemos que para ser errores de dios hemos salido demasiado bien, tanto como para entender que los errores de un dios susceptible de convertirse en fiambre no son posibles. Como tampoco los aciertos. Y como para entender que si eso que llaman dios fuese algo que tuviese explicación en mentes tan perjudicadas por el altísimo autoconcepto de la miseria personal, no habría habido jamás creación, ni universo, ni la vida más elemental habría sido posible ni Nietzsche habría existido jamás y la humanidad tampoco. También hemos llegado a descubrir, a pesar de ser mujeres, o precisamente por ello que:
La verdadera grandeza de un ser humano no es cosa de género ni se refleja en lo que alguien haya pensado, en lo que haya dicho ni en lo que haya escrito para escandalizar y hacerse el enfant terrible del psiquiátrico planetario. Sólo basta con observar los resultados de la vida de cada uno, y simplemente, fijarse en y reflexionar sobre cómo vive o ha vivido y en qué nivel de conciencia ha logrado mejorar, equilibrar, iluminar y embellecer con la justicia y el amor el trozo de mundo en que le correspondió vivir. Con eso  basta para distinguir el oro de la escoria. Y al final resulta que seres como Sócrates, Jesús, Gandhi, Luther King, Mandela, Rigoberta Menchú, Rita Levi Montalcini, Concha Arenal o Vicente Ferrer, nos producen admiración y ejemplaridad, nos conmueven profundamente, y para seres como el pobre Nietzsche sólo nos quedan dos reacciones: lamentar que su potencial espléndido se le quedara en un intento exhibicionista desestabilizador de mentes lábiles y conciencias evanescentes, y para rematar, algo que a él le repateaba, un fuerte sentimiento de compasión por su debilidad y su triste destino de pobre enfermo e inadaptado social, incompatible con el resto de humanos a los que despreciaba profundamente al mismo tiempo que dependía de ellos para lo más elemental. Qué tormento. Pobrecillo. Seguro que a estas alturas Dios, el muerto, le ha acogido en el seno amoroso de su nihilismo.

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