Soledades
El sentimiento de soledad tiene un marcado carácter social. Sentirse solo es un modo de relacionarse,
de saberse ante los otros, de definirse en el abandono o en la huida.
Bajo el silencio de un solitario, en esa propiedad particular del
corazón que forman las inquietudes más íntimas, caben las ciudades con
sus calles y sus plazas, las carreteras con sus distancias, las noticias
del mundo con sus periódicos, sus emisoras de radio y sus televisiones…
y cualquier cosa que vuele por el cielo o que repte en el frío de un
sótano.
Los seres humanos somos un vaso de agua en el que cabe el mar. Leo la colección Haikus en el corredor de la muerte
(Hiperión, 2015) preparada por Elena Gallego y Sieko Ota. Se trata de
una colección de haikus escritos por presos condenados a la pena máxima.
Sintieron la necesidad de elaborar en tres versos, dentro de una
convención muy fijada por la cultura japonesa, su despedida del mundo.
En la puerta de la muerte, la soledad busca una forma de entenderse a sí
misma y de dejar testimonio de un sentir personal. Antes de ser
ejecutado a los 25 años, Eishun escribió: “Día de la madre, / cerrando
los ojos / veo a mi madre”. Había aprendido a escribir un año antes en
la cárcel, y quizá también había encontrado allí el calendario en el que
descubrió que hay un día del año dedicado a la madre. El tiempo, igual
que las soledades, tiene un marcado carácter social.
Hoomei, ejecutado a los 39 años, escribió: “Nombre de mi hijo, / lo
escribo y borro, / noche larga”. Como denunció Víctor Hugo, el criminal
puede tener madre, padre, hijos, pareja, y la pena de muerte los castiga
a todos, aunque no sean responsables del delito. La culpa también tiene un marcado carácter social,
y el que va a morir borra y escribe el nombre del hijo, porque sabe que
llevará para siempre no sólo su ausencia, sino la marca de una
ejecución. ¿Tiene algún sentido, preguntaba Víctor Hugo, que la sociedad
acuerde penas que se desdoblan como un eco y castigan a los inocentes?
La mano dura es una mano muy imprecisa, cortar por lo sano, pero en el
cuerpo de otros.
“Muérete, / me susurro yo mismo. / Luna velada”, escribió Tenmin con
poco más de 20 años. Era cuestión de tiempo, de culpa o desesperación,
de miedo o de noche reconciliada, mientras la luna se oculta y anticipa
una despedida total. Los ciclos de la luna han enseñado al ojo humano a
nacer, llenarse, menguar y desaparecer sobre la cuerda del tiempo. Sólo un condenado sabe lo que es una pena de muerte.
Sólo el parado sabe lo que es su paro. Sólo el enfermo sabe lo que es su
enfermedad. Sólo el hambriento sabe lo que es su hambre. Sólo el desahuciado sabe lo que es su desahucio
como experiencia humana. Pero en la soledad de sus experiencias cabe el
mundo entero, sus leyes y sus rumores, igual que en los tres versos de
un haiku cabe la noche larga, el viento primaveral, el bambú, la nieve
que se derrite, el horizonte inmenso o la hormiga.
“En la ventana de la celda / a una hormiga confieso / mi arrepentimiento”, escribió Yoshimitsu, ejecutado a los 77 años. La dignidad y el amor propio piden ayuda a la poesía,
o a una larga y consolidada tradición social en la cultura de Japón,
para dialogar con la culpa, la desolación y la muerte. Cada soledad está
habitada por los demás. El sentenciado, el hambriento, el desahuciado,
el enfermo y el parado están solos con su destino, pero en esas
soledades puede sentirse el calor o el frío, el silencio o la palabra,
el abandono o la solidaridad, la crueldad o la compasión, la oscuridad o
la luz. Hay un tejido humano que llega a vestirnos incluso en los
momentos más desnudos.
Por eso las palabras del haiku pasan con facilidad del sentenciado al
que sentencia, de la soledad personal a la sociedad tumultuosa y viva.
Justo antes de su ejecución a los 28 años, Kooyoo escribió: “El agua se
templa. / No se me puede quitar / la suciedad de las manos”. Eso es lo
que muchas personas piensan y sienten al ver una pena de muerte, un desahucio, un enfermo desasistido, una población condenada al paro y a la incultura.
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