La política del resentimiento de Europa
Hay que reorganizar la política monetaria para favorecer la prosperidad
Un presentador de televisión alemán transmitió recientemente un vídeo
editado de mí, antes de que fuera ministro de Hacienda de Grecia, en el
que dedicaba una peineta a su país. Las consecuencias han
revelado las repercusiones de ese supuesto gesto, sobre todo en tiempos
turbulentos. De hecho, el jaleo desatado por esa transmisión no habría
ocurrido antes de la crisis financiera de 2008, que reveló los fallos de
la unión monetaria de Europa y enfrentó a países orgullosos unos con
otros.
Cuando a comienzos de 2010 el Gobierno de Grecia no pudo pagar sus deudas a los bancos franceses, alemanes y griegos, yo participé en una campaña contra su solicitud de un enorme nuevo préstamo de los contribuyentes europeos para pagar dichas deudas. Di tres razones.
En primer lugar, los nuevos préstamos no representaban tanto un rescate para Grecia como una cínica transferencia de pérdidas privadas de la contabilidad de los bancos a los hombros de los ciudadanos más vulnerables de Grecia. ¿Cuántos contribuyentes de Europa —que han pagado la factura de esos préstamos— saben que más del 90% de los 240.000 millones de euros que Grecia pidió prestados fueron a parar a entidades financieras y no al Estado griego ni a sus ciudadanos?
En segundo lugar, era evidente que, si Grecia ya no podía devolver los préstamos vigentes, las condiciones de austeridad que eran las premisas de los rescates destrozarían los ingresos nominales griegos, con lo que la deuda nacional resultaría aún menos sostenible. Cuando los griegos no pudieran pagar sus monumentales deudas, los contribuyentes alemanes y de otros países europeos tendrían que intervenir de nuevo. Naturalmente, los griegos adinerados ya habían trasladado sus depósitos a centros financieros como los de Fráncfort y Londres.
Por último, engañar a los ciudadanos y a los Parlamentos presentando un rescate bancario como un acto de solidaridad, al tiempo que se deja de ayudar a los griegos comunes y corrientes —obligándolos de hecho a hacer recaer una carga aún más pesada sobre los alemanes— había de socavar la cohesión dentro de la zona euro. Los alemanes se volvieron contra los griegos; los griegos se volvieron contra los alemanes y, a medida que más países han afrontado penalidades fiscales, Europa se ha vuelto contra sí misma.
El caso es que Grecia no tenía derecho a pedir prestado a los contribuyentes alemanes —ni a ningún otro europeo— en un momento en el que su deuda pública era insostenible. Antes de que Grecia recibiera préstamo alguno, debería haber iniciado la reestructuración de la deuda y haber pasado por una suspensión de pagos parcial de la deuda debida a los acreedores de su sector privado, pero en aquel momento se pasó por alto ese argumento “radical”.
De forma similar, los ciudadanos europeos deberían haber exigido que sus Gobiernos se negaran a examinar siquiera la posibilidad de transferirles pérdidas privadas, pero no lo hicieron y la transferencia se llevó a cabo poco después.
El resultado fue el mayor préstamo de la historia respaldado por los contribuyentes, concedido con la condición de que Grecia aplicara una austeridad tan estricta, que sus ciudadanos han perdido la cuarta parte de sus ingresos, con lo que resulta imposible pagar las deudas públicas o privadas. La posterior —y actual— crisis humana ha sido trágica.
Cinco años después de que se emitiera el primer rescate, Grecia sigue en crisis. La animosidad entre los europeos nunca había sido mayor y los griegos y los alemanes, en particular, han llegado hasta el extremo de caer en el pavoneo moral, el señalarse mutuamente con el dedo y el antagonismo explícito.
El tóxico juego de la culpabilización sólo beneficia a los enemigos de Europa. Hay que ponerle fin. Sólo entonces Grecia podrá centrarse —con el apoyo de sus socios europeos, que comparten el interés por su recuperación económica— en la aplicación de reformas eficaces y políticas que impulsen el crecimiento, lo que es esencial para situar a Grecia, por fin, en condiciones para pagar sus deudas y cumplir sus obligaciones para con sus ciudadanos.
Desde el punto de vista práctico, el acuerdo del Eurogrupo del pasado 20 de febrero, que brindó una prórroga de cuatro meses para el pago de los préstamos, ofrece una oportunidad importante para avanzar. Como instaron los dirigentes de Grecia en una reunión oficiosa celebrada en Bruselas la semana pasada, se debe aplicar inmediatamente.
A largo plazo, los dirigentes europeos deben cooperar para reorganizar la unión monetaria a fin de que apoye la prosperidad compartida, en lugar de alimentar el resentimiento mutuo. Se trata de una tarea imponente, pero, con una conciencia clara del objetivo, un planteamiento común y tal vez uno o dos gestos positivos, se podrá lograr.
Cuando a comienzos de 2010 el Gobierno de Grecia no pudo pagar sus deudas a los bancos franceses, alemanes y griegos, yo participé en una campaña contra su solicitud de un enorme nuevo préstamo de los contribuyentes europeos para pagar dichas deudas. Di tres razones.
En primer lugar, los nuevos préstamos no representaban tanto un rescate para Grecia como una cínica transferencia de pérdidas privadas de la contabilidad de los bancos a los hombros de los ciudadanos más vulnerables de Grecia. ¿Cuántos contribuyentes de Europa —que han pagado la factura de esos préstamos— saben que más del 90% de los 240.000 millones de euros que Grecia pidió prestados fueron a parar a entidades financieras y no al Estado griego ni a sus ciudadanos?
En segundo lugar, era evidente que, si Grecia ya no podía devolver los préstamos vigentes, las condiciones de austeridad que eran las premisas de los rescates destrozarían los ingresos nominales griegos, con lo que la deuda nacional resultaría aún menos sostenible. Cuando los griegos no pudieran pagar sus monumentales deudas, los contribuyentes alemanes y de otros países europeos tendrían que intervenir de nuevo. Naturalmente, los griegos adinerados ya habían trasladado sus depósitos a centros financieros como los de Fráncfort y Londres.
Por último, engañar a los ciudadanos y a los Parlamentos presentando un rescate bancario como un acto de solidaridad, al tiempo que se deja de ayudar a los griegos comunes y corrientes —obligándolos de hecho a hacer recaer una carga aún más pesada sobre los alemanes— había de socavar la cohesión dentro de la zona euro. Los alemanes se volvieron contra los griegos; los griegos se volvieron contra los alemanes y, a medida que más países han afrontado penalidades fiscales, Europa se ha vuelto contra sí misma.
El caso es que Grecia no tenía derecho a pedir prestado a los contribuyentes alemanes —ni a ningún otro europeo— en un momento en el que su deuda pública era insostenible. Antes de que Grecia recibiera préstamo alguno, debería haber iniciado la reestructuración de la deuda y haber pasado por una suspensión de pagos parcial de la deuda debida a los acreedores de su sector privado, pero en aquel momento se pasó por alto ese argumento “radical”.
De forma similar, los ciudadanos europeos deberían haber exigido que sus Gobiernos se negaran a examinar siquiera la posibilidad de transferirles pérdidas privadas, pero no lo hicieron y la transferencia se llevó a cabo poco después.
El resultado fue el mayor préstamo de la historia respaldado por los contribuyentes, concedido con la condición de que Grecia aplicara una austeridad tan estricta, que sus ciudadanos han perdido la cuarta parte de sus ingresos, con lo que resulta imposible pagar las deudas públicas o privadas. La posterior —y actual— crisis humana ha sido trágica.
Cinco años después de que se emitiera el primer rescate, Grecia sigue en crisis. La animosidad entre los europeos nunca había sido mayor y los griegos y los alemanes, en particular, han llegado hasta el extremo de caer en el pavoneo moral, el señalarse mutuamente con el dedo y el antagonismo explícito.
El tóxico juego de la culpabilización sólo beneficia a los enemigos de Europa. Hay que ponerle fin. Sólo entonces Grecia podrá centrarse —con el apoyo de sus socios europeos, que comparten el interés por su recuperación económica— en la aplicación de reformas eficaces y políticas que impulsen el crecimiento, lo que es esencial para situar a Grecia, por fin, en condiciones para pagar sus deudas y cumplir sus obligaciones para con sus ciudadanos.
Desde el punto de vista práctico, el acuerdo del Eurogrupo del pasado 20 de febrero, que brindó una prórroga de cuatro meses para el pago de los préstamos, ofrece una oportunidad importante para avanzar. Como instaron los dirigentes de Grecia en una reunión oficiosa celebrada en Bruselas la semana pasada, se debe aplicar inmediatamente.
A largo plazo, los dirigentes europeos deben cooperar para reorganizar la unión monetaria a fin de que apoye la prosperidad compartida, en lugar de alimentar el resentimiento mutuo. Se trata de una tarea imponente, pero, con una conciencia clara del objetivo, un planteamiento común y tal vez uno o dos gestos positivos, se podrá lograr.
Yanis Varoufakis es ministro de Finanzas de Grecia.
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