Una reflexión sobre España
La recentralización no puede ser el camino, y tampoco debe prevalecer el miedo a profundizar en la senda federal que ya estaba en el germen de las ponencias constitucionales hace cuatro décadas
"Lo queramos o no,
después del 14 de abril todos seremos algo distintos de como éramos". La
frase la escribió Ortega al poco de proclamarse la República. Y la
recordé en la noche electoral al ver cómo el representante del
neofranquismo –con tres millones y medio de votos– era aclamado por sus
correligionarios al grito de "A por ellos". La primera pregunta que me
asaltó fue: ¿Quiénes son ellos? ¿Acaso son –somos– todos los que no entran en su nosotros excluyente?
La segunda fue: ¿A qué se refieren, exactamente, con esa amenaza
encubierta? ¿Hasta dónde serían capaces de llegar en su voluntad por
modelar un país sin autonomías, sin migrantes, sin igualdad?
Enseguida me vino a la mente un cortometraje de 1947 –Don’t be a sucker,
"No seas tonto"– que hace unos años se hizo viral a cuenta de Trump.
Ante un orador que se declara "un estadounidense de verdad", que
arremete contra extranjeros, negros, católicos y masones e insta a
"destruirlos antes de que nos destruyan", hay un ciudadano inteligente
que advierte a un joven con unas sabias palabras que ahora conviene
recordar: "Los humanos –le dice– no nacemos con prejuicios. Siempre los
crea otra persona que busca algo. Recuérdalo cuando escuches este
discurso: alguien va a sacar algo de todo esto. Y no serás tú".
Después de estas elecciones, alguien intentará sacar
provecho del odio alimentado. Y todos seremos algo distintos de como
éramos. También España, necesitada de una profunda reflexión, será
distinta, lo quiera o no.
España necesita repensarse
en su esencia y en su arquitectura institucional. No solo es preocupante
el auge de la extrema derecha, que parece resucitar el viejo mito de
que existe una España "real", popular y patriótica, sepultada y rehén de
una clase política artificial y no representativa. El primorriverismo
ya lo utilizó hace un siglo. Y fracasó. El golpe militar de Primo de
Rivera, que puso fin a la Restauración y al regeneracionismo incipiente
tras la debacle imperial, adentró a España por la peligrosa senda
uniformizante del nacionalismo castellano esencialista y excluyente.
Tras
acabar con la República, el franquismo enarboló contra sus adversarios
la bandera de "la anti-España" y trató de imponer en todo el país –con
sangre, represión y censura– el españolismo más ultramontano. Fueron
cuatro décadas de anular la diversidad real que es España; algunos
territorios lo sabemos bien.
Después, a través del
consenso, las cesiones y los acuerdos –"pactar no es traicionar",
escribió Amos Oz–, la Constitución de 1978 se convirtió en una
herramienta eficaz para superar la división entre vencedores y vencidos y
poder adecuar la España real, tan plural y diversa, con sus
instituciones, con las narrativas de sus dirigentes y con un nuevo
imaginario compartido más allá del folklore.
Sin embargo, en los últimos tiempos algo se ha quebrado.
La
respuesta fácil sería mirar a Cataluña y señalar con el dedo acusador
al independentismo irresponsable. Los independentistas, efectivamente,
han agravado la situación con su unilateralismo. Pero en España no solo
hay un problema territorial con Cataluña.
Hay otros
desafíos que nos afectan a millones de habitantes. El sistema autonómico
que la Constitución situó en el centro de nuestra arquitectura
territorial, y que ha sido eje principal de estas cuatro décadas de
progreso colectivo, necesita un aggiornamento. Una actualización. Y no pasa, precisamente, por la demagogia barata de la recentralización.
Urge
una reflexión sosegada y profunda sobre lo que en realidad es hoy
España: nacionalidades y regiones diversas que merecen el respeto a su
singularidad y a la igualdad entre sus ciudadanos.
Así es España.
Un
país que ya hace décadas que está fracturado territorialmente por la
lacra desatendida de la despoblación, que a ningún españolísimo de nuevo
cuño ha parecido preocupar hasta las últimas dos campañas electorales.
Un
país donde los territorios periféricos siempre han estado bajo sospecha
por parte del nacionalismo invisible, anacrónicamente esencialista y
disfrazado de patriotismo.
Un país donde las lenguas
cooficiales siempre han tenido que soportar el recelo, cuando no la
animadversión, del nacionalismo hegemónico.
Un país
que arrastra un sistema de financiación profundamente injusto que a los
valencianos, por ejemplo, nos convierte en ciudadanos de segunda en
materia fiscal.
Más allá de banderas, himnos
legionarios y soflamas, España debe ser un marco de convivencia y
progreso útil para dar respuesta al neoliberalismo salvaje, representado
en los repartidores de cenas baratas que surcan cada noche nuestras
ciudades en moto o bicicleta por un mísero salario. Debe ser la
respuesta a la precariedad en el empleo que impide a los jóvenes
emanciparse. Debe ser la alianza de las clases medias con las populares
para que nadie se quede atrás. Debe ser el feminismo igualitario que
combata todo tipo de violencia o discriminación. Debe ser la respuesta a
la emergencia climática que exige nuestro planeta. Debe ser nuestra
forma de contribuir a una Europa más basada en los valores ilustrados
del progreso y la razón frente a retos como el de las migraciones. Debe
ser la casa del Estado del bienestar que nos ofrezca a todos las mismas
oportunidades –en educación, sanidad, pensiones o dependencia– para
alcanzar un horizonte de igualdad, vivamos donde vivamos.
Lo
queramos o no, tras el 10-N todos seremos algo distintos de como
éramos. Después de un tortuoso siglo XX, España tiene ante sí una gran
oportunidad de sentar sus bases para el siglo XXI. Sin "ellos" ni
"nosotros". Sin prejuicios. La recentralización no puede ser el camino. Y
tampoco debe prevalecer el miedo a profundizar en la senda federal que
ya estaba en el germen de las ponencias constitucionales hace cuatro
décadas.
Recordemos el microrrelato de Augusto
Monterroso: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". Los
problemas territoriales seguirán estando ahí si no los abordamos con
serenidad y determinación. Abramos la mente y reivindiquemos el poder de
la palabra. Sería un buen punto de partida.
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