En el día de hoy
Publicada el 10/11/2019
Se despertó con la misma tristeza de los últimos días. Algunas
desgracias extienden sus hojas como una enredadera envenenada sobre la
realidad y las pesadillas. Desde la noche de la violación resultaba
difícil quedarse dormida. Unos bárbaros habían destrozado su
adolescencia. La acorralaron cinco españoles. Por eso le resultó extraño
oír a un político que el 70 % de los violadores eran inmigrantes.
Movida por su drama buscó los datos oficiales y comprobó que en las
sentencias por violación de 2017 y 2018 los españoles sumaban un 84,6 %.
Datos del INE. Así que para fomentar el racismo un canalla era capaz de mentir y manipular su dolor. Malditos sean, murmuró, él y los imbéciles que lo habían aplaudido.
Se despertó con la misma angustia que la martirizaba desde la muerte de su hijo. Habían llamado al teléfono de urgencia y una voz que pasó de la desgana a la impertinencia se negó a aceptar la necesidad de socorro. Cuando llegó la ambulancia, era demasiado tarde. Sólo quedaba una larga agonía y un duelo interminable. Recordó las noticias que una y otra vez hablaban de la degradación de la sanidad pública. Hace sólo dos meses pensaba que era una exageración de la gente que nunca se daba por contenta.
Se despertó, pero tardó poco en recordar que no estaba obligado a levantarse. Ayer se le acabó la beca. Había estado dos años trabajando como una mula, asumiendo las mismas responsabilidades que los empleados de plantilla, cobrando una miseria. Cumplido el tiempo, ninguna posibilidad, ningún hueco para convertir su pretendida formación en un futuro profesional. Adiós, nos ha encantado que estés con nosotros, si te vi no me acuerdo.
Se despertó y volvió a repetirse que era mejor no pensarlo. El año y medio de paro había supuesto una tortura, un cotidiano esfuerzo por no hundirse en la humillación y en la fragilidad. Pero tampoco era muy soportable trabajar por un salario que no llegaba para vivir con decencia. Antes era una mísera parada; ahora resistía como una trabajadora pobre. Y mejor no protestar, porque había cola para conseguir el puesto de mendiga con contrato.
Se despertó al darse la vuelta en la cama. Un dolor agudo lo devolvió al mundo de los apaleados. El pómulo ardía sobre la almohada, ay, mejor no moverse. Primero insultos, gritos de maricón, persecuciones por la calle como una jauría de perros salidos de un mitin. Luego empujones, un puñetazo, una patada cuando ya estaba en el suelo. Todos eran más jóvenes que él; alguno innecesariamente guapo.
Se despertó para vivir un día más sin salir a la calle. Ningún vecino, ningún amigo, ningún familiar, nadie a quien pedirle dinero para evitar que le cortasen la luz. La pensión no le daba para afrontar la existencia. Se pasaba el día acostado, refugiado de mala manera en su propia soledad, evitando que los recuerdos se ensuciaran tanto como el porvenir. La luz que entraba por la ventana, esa que todavía no cortaba nadie, ¿hasta cuándo?, sólo servía para testificar que allí había un ser sobrante, un cuerpo fuera de tiempo y de lugar.
Se despertó con la amargura de la conversación que ni siquiera iba a mantener con su hija. Ella era lo suficientemente madura, se daba cuenta, en casa no había dinero para pagar el master que estaban haciendo sus dos amigas. El viernes la oyó hablar por teléfono, preguntar, comentar detalles sobre las primeras clases. Pero ni se le había ocurrido decir nada, pedir nada, explicar nada. Ya era un milagro haber podido terminar la licenciatura. Tocaba resignarse, también la educación se había convertido en un negocio, un lujo excluyente para una familia como la suya.
Se despertó pensando en la rabia de su compañero de trabajo. Y la verdad es que era para enfadarse. Nadie había visto nunca al jefe, pertenecía a otro mundo, a otro cuento que nada tenía que ver con sus mañanas de trabajo. Pero la noticia de lo que ganaba al mes, la cifra que se había publicado en el periódico, resultaba una ficción demasiado insultante si se comparaba con la realidad de sus sueldos y sus condiciones de vida.
Y así, así, así, así. ¿En qué mundo vivimos? Eso preguntaba el sol al salir un día más. La ciudad se despertaba. ¿Se despertaba?
Se despertó con la misma angustia que la martirizaba desde la muerte de su hijo. Habían llamado al teléfono de urgencia y una voz que pasó de la desgana a la impertinencia se negó a aceptar la necesidad de socorro. Cuando llegó la ambulancia, era demasiado tarde. Sólo quedaba una larga agonía y un duelo interminable. Recordó las noticias que una y otra vez hablaban de la degradación de la sanidad pública. Hace sólo dos meses pensaba que era una exageración de la gente que nunca se daba por contenta.
Se despertó, pero tardó poco en recordar que no estaba obligado a levantarse. Ayer se le acabó la beca. Había estado dos años trabajando como una mula, asumiendo las mismas responsabilidades que los empleados de plantilla, cobrando una miseria. Cumplido el tiempo, ninguna posibilidad, ningún hueco para convertir su pretendida formación en un futuro profesional. Adiós, nos ha encantado que estés con nosotros, si te vi no me acuerdo.
Se despertó y volvió a repetirse que era mejor no pensarlo. El año y medio de paro había supuesto una tortura, un cotidiano esfuerzo por no hundirse en la humillación y en la fragilidad. Pero tampoco era muy soportable trabajar por un salario que no llegaba para vivir con decencia. Antes era una mísera parada; ahora resistía como una trabajadora pobre. Y mejor no protestar, porque había cola para conseguir el puesto de mendiga con contrato.
Se despertó al darse la vuelta en la cama. Un dolor agudo lo devolvió al mundo de los apaleados. El pómulo ardía sobre la almohada, ay, mejor no moverse. Primero insultos, gritos de maricón, persecuciones por la calle como una jauría de perros salidos de un mitin. Luego empujones, un puñetazo, una patada cuando ya estaba en el suelo. Todos eran más jóvenes que él; alguno innecesariamente guapo.
Se despertó para vivir un día más sin salir a la calle. Ningún vecino, ningún amigo, ningún familiar, nadie a quien pedirle dinero para evitar que le cortasen la luz. La pensión no le daba para afrontar la existencia. Se pasaba el día acostado, refugiado de mala manera en su propia soledad, evitando que los recuerdos se ensuciaran tanto como el porvenir. La luz que entraba por la ventana, esa que todavía no cortaba nadie, ¿hasta cuándo?, sólo servía para testificar que allí había un ser sobrante, un cuerpo fuera de tiempo y de lugar.
Se despertó con la amargura de la conversación que ni siquiera iba a mantener con su hija. Ella era lo suficientemente madura, se daba cuenta, en casa no había dinero para pagar el master que estaban haciendo sus dos amigas. El viernes la oyó hablar por teléfono, preguntar, comentar detalles sobre las primeras clases. Pero ni se le había ocurrido decir nada, pedir nada, explicar nada. Ya era un milagro haber podido terminar la licenciatura. Tocaba resignarse, también la educación se había convertido en un negocio, un lujo excluyente para una familia como la suya.
Se despertó pensando en la rabia de su compañero de trabajo. Y la verdad es que era para enfadarse. Nadie había visto nunca al jefe, pertenecía a otro mundo, a otro cuento que nada tenía que ver con sus mañanas de trabajo. Pero la noticia de lo que ganaba al mes, la cifra que se había publicado en el periódico, resultaba una ficción demasiado insultante si se comparaba con la realidad de sus sueldos y sus condiciones de vida.
Y así, así, así, así. ¿En qué mundo vivimos? Eso preguntaba el sol al salir un día más. La ciudad se despertaba. ¿Se despertaba?
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