Soy peligrosa
Las mujeres queremos el poder que nos corresponde. No queremos
simplemente estar, acompañar, compartir, secundar, participar. Las
mujeres queremos decidir
Soy peligrosa. Las
mujeres que opinan son peligrosas. Soy peligrosa y he de reconocer que
me gusta. Estas líneas son un arma cargada de presente que cada semana
les descerrajo encima, no a ustedes que me leen sino a todos aquellos
que me preferirían callada. Soy peligrosa porque puedo darles mi visión
del mundo. Peligrosa porque ocupo el espacio, porque no soy modosa,
porque no me arredro, porque elevo la voz y no dejo que me sepulten con
argumentos hueros.
Me temo que es una tendencia que
las mujeres hemos tenido que aguzar desde casi la cuna. Ese no admitir
que la razón la llevaba un señor porque te decía: soy tu padre. Ese
querer pronunciar la última palabra, aunque te costara una bofetada o un
castigo. Ese no acoplarte al espacio que originariamente habían
reservado para ti. Ese ten cuidado no vayas a perjudicar a alguien, a
alguien próximo o lejano. Sobre todo, no vayas a sobresalir. No vayas a
sobresalir sobre tu hombre, sobre los hombres. Las grandes mujeres,
detrás. Aguantando el tirón para que ellos,
pobres-que-serían-sin-ti-y-tu-lo-sabes, salgan a escena, ocupen el
terreno, acometan la vida.
Mañana estaré en un congreso de mujeres columnistas en
Pontevedra. Las mujeres que opinan son peligrosas, lo han llamado. Tanto
que la idea de juntarnos tuvo que surgir después de que el año pasado
en León se erigiera un bosque de machos de la pluma para mantener el pie
el edificio del periodismo de influencia. No nos engañemos, opinar es
un grado. Una especie de prime-time del periodismo. Un pedestal que te
convierte en muñeco de tiro para las críticas, pero que te da un espacio
de poder que a muchos les molesta perder. No quieren soltarlo. Por eso
nos convertimos en mujeres chillonas, en mujeres histéricas, en
sabihondas o en marisabidillas, en soberbias, en maleducadas, hasta en
feas, por eso nos transformamos en todo aquello que para muchos no debe
ser una mujer. Todo, porque estamos. Todo, porque contamos. Todo, porque
opinamos.
Yo ni siquiera sé si las mujeres aportamos
una visión diferente o un sesgo distinto cuando vertemos nuestra
opinión al río común de una sociedad. No lo sé, ni tampoco me importa.
Yo opino como persona y como tal he tenido siempre consciencia de mi
derecho a ocupar el espacio público y a poder convertir mis ideas y mis
pensamientos, mis reflexiones, en parte del humus sobre el que germine
una opinión pública libre sin la que no es posible una verdadera
democracia. No me suelen gustar mucho la idea de las “cosas de mujeres”
porque no sé si sirven para reivindicar o para construirnos un ghetto
propio en el que duplicar el espacio femenino para dejar que el mundo
real lo sigan copando los hombres. Esta vez era precisa la
reivindicación. Espero que no vuelva a ser necesaria y que los congresos
sean de personas que escriben opinión o que escriben novela o que hacen
poesía o ensayo. Las personas. Los seres humanos. Esos que nacen libres
e iguales. Lo somos de facto. La lucha por la igualdad es simplemente
una lucha por recobrar lo arrebatado, por arrancar a puñados lo robado
por una sociedad patriarcal hecha a la imagen y para el desarrollo de
media humanidad. Parte de ese terreno que hay que conquistar y ocupar y
sostener es el espacio de la opinión porque es un espacio de poder.
Sí, las mujeres queremos el poder que nos corresponde. No queremos
simplemente estar, acompañar, compartir, secundar, participar. Las
mujeres queremos decidir. El poder es una lucha y nosotras también somos
púgiles en ella. Nos llamarán mandonas, pero mandaremos. Sin pedir
perdón. No seremos víctimas, sino que pondremos el foco sobre nuestros
agresores.
Por eso, las mujeres vamos a opinar.
Escribiremos columnas y columnas. Llenaremos con nuestras voces las
ondas. Nuestras figuras entrarán en vuestras casas para deciros lo que
pensamos. Hablaremos alto, seremos categóricas, usaremos un tono
autoritario si así lo decidimos. Buscaremos la autoridad y el poder y el
prestigio. O no lo haremos. Haremos lo que decidamos.
No nos dejaremos más imponer la idea de que todo lo fútil, lo que no
deja huella, lo que es perecedero forma parte de la feminidad. No
admitiremos más que, como dice Despentes, la feminidad sea el arte de
ser serviles. Les enseñaremos a nuestras hijas a que hagan lo propio.
Seguiremos hablando, gritando si es preciso.
Seguiremos opinando y escribiendo. Ya dijo Virginia Wolf que “el primer
deber de una mujer escritora es matar al ángel del hogar”.
Seguiremos siendo peligrosas.
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