sábado, 10 de marzo de 2018

Como siempre, un espacio extraordinario para la reflexión poética y didáctica. Gracias al profesor Gª Montero

Una cita con los libros

Luis Garsía Montero- Infolibre

Un lector se sumerge en su libro mientras espera la llegada del tren.


Un lector se sumerge en su libro mientras espera la llegada del tren.
Hermann Kaser (CC BY-SA)
Celebramos hoy el número 100 de Los diablos azules, esta cita de los viernes con los libros que se puso en marcha desde la Sociedad de Amigos de infoLibre. Ni nos diluimos, ni somos inflexibles. Salimos esta semana el sábado porque, como es lógico, Clara Morales, la periodista de la redacción responsable del suplemento, decidió participar en la huelga feminista del jueves, 8 de marzo. Y otra aclaración: en un primer momento, yo había titulado este artículo “Un suplemento de libros”; y, como es lógico, me sentí incómodo enseguida. La palabra suplemento no me gusta cuando se refiere a los libros. Tiene en su significado una memoria de supletorio o añadido accidental que me resulta molesta.

Los libros en un periódico como infoLibre no son un suplemento, sino una declaración de principios que tiene que ver con su discusión sobre los finales y las finalidades. Necesitamos meditar sobre el tiempo de la comunidad, de la información, del conocimiento, de la política. Necesitamos los libros como un modesto espacio de emancipación contra las multiplicaciones de la avaricia y la aceleración.

Federico García Lorca escribió en 1929 el poema “Nueva York. Oficina y denuncia”. Lo abren estos versos: “Debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato; / debajo de las divisiones / hay una gota de sangre de marinero”. La ciudad acelerada del capitalismo multiplicaba la avaricia al mismo tiempo que la aceleración de las operaciones de bolsa hasta convertir la realidad en un elemento líquido, “un río de sangre tierna”, “un río que viene cantando / por los dormitorios de los arrabales, / y es plata, cemento o brisa / en el alba mentida de Nueva York”.

Acudía el poeta al río y luego a la metáfora del viento, tan utilizada por la lírica romántica para denunciar el tiempo de lo efímero, la cancelación de la corporeidad como peligro del mundo moderno. La sociedad líquida ha dado mucho de sí durante estos últimos años en los análisis de Zygmunt Bauman. La multiplicación y las preguntas sobre el cuerpo han centrado el último libro de Santiago Alba Rico, Ser o no ser (un cuerpo), una reflexión sobre las mutaciones antropológicas en la era de Internet. Quizá pudiera pensarse que García Lorca, tan incomprendido en ocasiones, era un visionario y que la poesía, la literatura, el relato humano de lo que nos pasa, estaba ya ahí. Pero me siento más inclinado a pensar con cierta melancolía: lo que ocurre en realidad es que esta aceleración que vivimos nos devuelve una y otra vez a las preguntas originales de la Modernidad. ¿De qué modo hacer compatible una conciencia individual libre y un contrato social, la vida en comunidad, la vida en red?

La melancolía es peligrosa cuando afirma que cualquier tiempo pasado fue mejor. Renuncia a la promesa estafadora de un paraíso futuro para crear el recuerdo falso de un edén perdido. Pero la melancolía puede ser también un estado de ánimo para meditar con voluntad de freno sobre un mundo acelerado que produce inercias autodestructivas. El tiempo del consumo nos convierte a todos en objetos de usar y tirar, somos seres humanos que se programan en la obsolescencia, igual que las máquinas, por utilizar la sabia exageración de Günther Anders. La realidad es el vertedero de este usar y tirar.

Pensar en las preguntas originales supone aceptar los cambios históricos, pero sin olvidar que existe una condición humana, una voluntad de conciencias y cuerpos que buscan respuestas. Supone también negarse a que el espíritu científico borre esta condición humana, aunque se disfrace a sí mismo de ciencia social. Y supone, además, alejarse de la pasión futurista que asume las supersticiones tecnológicas como parte inevitable del vertedero y la contaminación productiva.

Debiera hacernos reflexionar en este sentido la paradoja de que las redes sociales, ese himno ya costumbrista de juventud tecnológica, son hoy el mayor asilo, la más grande residencia de ancianos. Algunos partidos políticos, importantes en el pasado y ahora inexistentes en la realidad, se engañan a sí mismo creyendo que sobreviven gracias a los mensajes por Whatsapp o a los tuits que se mandan entre los militantes como fantasmas desamparados. Lanzan sus convocatorias y homenajean a sus muertos como restos arqueológicos bajo la arena del desierto.

Internet ofrece muchas posibilidades de comunicación, pero no creo que estemos ya en condiciones de sostener el optimismo con el que Howard Rheingold celebró en 1994 La comunidad virtual como una posible sociedad sin fronteras. Las multiplicaciones son inseparables de las divisiones. Hizo bien César Rendueles al advertirnos en su ensayo sobre la Sociofobia (2013) de que buena parte de la lógica comunitaria de Internet ha servido para depreciar el valor de palabras como vínculos, amistad y compromiso. Se ha depreciado incluso la propia experiencia de la vida, convirtiéndonos en gente que ha hecho de la distancia, de la disolución de la experiencia corporal o del suelo histórico, su única naturaleza.

¿Quién es el extraño que escribe o recibe informaciones a través de Internet y que a veces lanza comentarios con nombres inventados? Fueron las poetas románticas quienes se dieron cuenta de que nos estábamos quedando sin biografía. “Ya viene, mírala. ¿Quién”, “¡qué mujer tan rara!”, desprecios que tenía que soportar Carolina Coronado, “La poetisa en un pueblo”, antes de huir con su vida hacia la soledad, es decir, hacia sus palabras. No es la soledad un buen destino para quien vive en las palabras por voluntad de conversación. ¡Vaya con Dios la gran loca!, decían en el pueblo. Nuestra naturaleza, ya sean unos árboles o unos ordenadores, son testigos de esa locura, que también asumió Rosalía de Castro: “Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros, / ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros, / lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso, / de mí murmuran y exclaman: -Ahí va la loca soñando”.

Esas locas de Carolina Coronado y Rosalía de Castro eran conscientes de que su lenguaje podía verse condenado a encerrarse en sí mismo, a convertirse en un monólogo frente a la incomprensión de una sociedad distanciada, o – más grave aún— una sociedad transformada en distancia, en geografía de lo ausente, en una experiencia de la no realidad. Para vivir como poetas se vieron obligadas a deshacerse como ciudadanas participantes en una verdadera comunidad. Se trataba de una última o penúltima oportunidad.

La literatura, los libros, las palabras compartidas suponen un esfuerzo por conservar una biografía, por mantener el sueño y la memoria, el relato humano en los tiempos veloces de la mercantilización, en el consumo del usar y tirar.

Internet abrió una zona de libertad para la prensa. Cuando los costes económicos de las formas de comunicación tradicional hicieron imposible mantener la prensa a salvo del dinero de los bancos y las grandes multinacionales, internet permitió nuevos lugares de información independiente. Pero la realidad de Internet no supone un seguro de independencia, ni siquiera de conciencia informativa de la realidad. El dinero ha entrado como un río en los nuevos periódicos digitales gracias a los acuerdos opacos, ya lo sabemos; y sabemos también que no es el único peligro en un mundo acelerado, líquido, en el que miles de noticias fluyen todos los días por las redes a través de mensajes, blogs, artículos y titulares que se multiplican hasta llegar a la infoxicación. Obligados a seleccionar como lectores, lo más fácil es caer en el monólogo, en las obsesiones del loco, en el impulso de buscar sólo aquello que nos da la razón, que consolida los prejuicios de nuestras simpatías y nuestros odios. Este proceso conduce también a la desconexión de la realidad, a la deriva de nuestra propia experiencia como abstracción que vive de manera virtual y convencida de sí misma como único referente. La gente sin biografía es gente sin autovigilancia. Hizo bien Rosalía de Castro en recordarnos, en recordarse, el sentido de su monólogo. Nosotros y la naturaleza: “Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños, / sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?”. La realidad necesita de los deseos humanos y los deseos humanos, si no quieren perderse en el vértigo enloquecido del consumo, necesitan una conciencia de la realidad, una pretensión de forma o marco de convivencia.

Esa es la tarea de los libros, de las novelas, los poemas, los ensayos, los dramas. Ese es el sentido de que todas las semanas cumpla una cita con los libros, Los diablos azules, nuestro infoLibre, un periódico independiente de las élites económicas, pero que quiere ser también independiente de los prejuicios individuales que nos separan de la experiencia de la realidad. No se trata de una melancolía para consolarnos del frío tecnológico, igual que las gentes de ciudad llenan de mascotas sus casas como homenaje al mundo rural del que se han separado. Es más bien una apuesta por un saber democrático en el que formen parte a la vez la tecnología y las humanidades, los instrumentos y la conciencia.

Toda la modernidad del mundo acelerado nos devuelve en Internet a la pregunta original de una sociedad democrática: ¿cómo mantener a la vez mi libertad individual y mi pertenencia solidaria a una comunidad?

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