viernes, 23 de marzo de 2018

¿Qué plan toca ahora? – Tierra de nadie

J.Carlos Escudier

Público


A nadie se le escapa ya que la instrucción del procés del magistrado Llarena es más política que jurídica y que la estrategia de buena parte del soberanismo es más simbólica que política. En este duelo de excesos se desarrolla la contienda, una estrambótica partida de ajedrez en la que los contendientes pretenden consumar el imposible de un mate simultáneo, un concepto que inventó Woody Allen en uno de sus cuentos y que terminó con sus protagonistas jugando al scrabble. Si no fuera porque hay personas en prisión pendientes del tablero, la situación sería más hilarante que dramática. Las disputas tan largas alejan mucho el final.
Según se viene observando, lo que debieran ser caminos paralelos son senderos serpenteantes trufados de encrucijadas. No hay movimientos autónomos sino interacciones, efectos de una causa, reacciones. Si Puigdemont se establece en Bélgica, se retira la extradición para no desnudar la endeblez de un delito, el de rebelión, que parece no tener homologación en buena parte de Europa. Si viaja a Dinamarca o a Suiza no se pide su detención, anticipando que ese es su deseo. Y si conviene exhibir las carencias democráticas del Estado se plantea la investidura de un prófugo primero y la de un preso no juzgado después para mostrar la supuesta represión a la que se somete al independentismo.
Así, se han sucedido los planes del soberanismo, que cualquiera podría imaginar esbozados previamente en una pizarra. Tocaba el C, encarnado en Jordi Turull, con el objetivo no de salir del laberinto sino de intrincarlo más aún. Pendiente de ser procesado, Turull era la baza que demostraría la persecución política, la imagen de un president de la Generalitat inhabilitado o preso, cuando no ambas cosas a la vez. Para evitarlo, el Supremo movió ficha y le citó este viernes, posiblemente con la intención de devolverle a la cárcel antes de que el Palau tuviera un nuevo y provisional inquilino.
El jaque determinó el enroque. Se precipitó un pleno de investidura para que el superviviente del pujolismo más rancio acudiera a la citación como president, una estratagema desbaratada por los cuatro representantes de la CUP, hartos del juego y del postureo, cuya posición abiertamente favorable a la construcción de una república puede no compartirse pero es prístina y honesta. Ni iban a consentir que el Estado condicionara la política a través de un juez campeador ni iban a hacer política a golpe de citaciones. Con la baraja rota, Turull subió ayer a la tribunal del Parlament como alma en pena, como el oficiante de su propio funeral.
Es verdad que la partida es desigual porque no es lo mismo arriesgarse al descrédito internacional que a la cárcel, y que una de las partes juega con cartas marcadas. Le basta con justificar un hipotético riesgo de reiteración delictiva para poblar las prisiones de independentistas, y de ahí las sucesivas renuncias al escaño o la fuga como la que ha protagonizado hoy mismo Marta Rovira, que dice emprender el camino del exilio para liberarse de su prisión interna. El miedo guarda la viña, es un compañero fiel e inseparable y hasta puede convertirse en un arma para la protesta.
Se abre un nuevo periodo en el que se sucederán movimientos tasados esta vez por el reloj, toda vez que el tiempo ya corre hacia unas nuevas elecciones si antes nadie encuentra una salida a este callejón oscuro y ciego. Posiblemente ya esté en marcha un plan D y otro E, que a buen seguro encontrarán respuesta en una Justicia que blande el Código Penal como lo haría un maestro de esgrima: unos días es florete, otros sable y los más una espada de Damocles preparada para caer sobre determinadas cabezas.
Toda guerra es esencialmente una derrota. Para unos será la de un independentismo que no ha sabido calibrar sus fuerzas y que se ha abrazado al victimismo y al martirologio; para otros la de un Estado que en su despliegue de artillería ha herido de muerte al propio corazón de la democracia. Hay que ser pesimistas por la misma razón que apuntaba Saramago: los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas porque los optimistas están encantados con lo que hay. Y algo hay que cambiar, eso es evidente.
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