Se impone la razón de Estado, necesitamos razón democrática
José Antonio Pérez Tapias
La precipitada sucesión de los hechos que en los últimos días se han producido, a lo largo de una secuencia en la que se encabalgaba lo que sucedía en el Parlament de Catalunya, en proceso de investidura para President de la Generalitat abruptamente truncado, y lo que salía del Tribunal Supremo como autos de procesamiento de los dirigentes políticos independentistas a los que el juez Llarena, como nueva remesa de presos por motivos de su acción política, enviaba a prisión provisional, nos ha traído a todos a un punto en el que el lugar de confluencia es una democracia seriamente dañada.
Por mucho que se valore desde el punto de vista jurídico que el auto judicial que insiste en la presunta acción delictiva de los encausados en los términos de rebelión, sedición y malversación de fondos es un auto bien trabado en sus argumentos, no se disipan las razones que llevan a dudar de la solidez y justificación suficiente de los mismos. Aún menos se salvan los motivos de la acusación cuando las ciertamente ilegales actuaciones de los acusados se asimilan al golpe de Estado que el teniente coronel Tejero llevó a cabo contra la democracia española en 1981. Que el “procés” haya supuesto una grave crisis del Estado no debe hacer que se pase por alto que frente a las pistolas y ametralladoras con que los asaltantes al Congreso amedrentaron a diputados y diputadas, incluyendo disparos cuyos impactos han quedado en el techo del hemiciclo como testimonio de la barbarie golpista, en las calles y plazas de Catalunya no ha aparecido ni un tirachinas. Quienes ridiculizan las manifestaciones del independentismo bien podían tener en consideración su componente no violento en vez de abundar en el carácter de inútil performance. Al lado de tan descuidados y ofensivos comentarios están las apreciaciones de juristas con autoridad suficiente en la materia para enjuiciar lo que ahora, como antes respecto a los miembros del Govern y líderes de organizaciones independentistas ya encarcelados, se percibe como planteamiento judicial excesivo, toda vez que es discutible la calificación que se hace de los hechos –y dicha sea tal consideración sabiendo que el juez de la causa cuenta a buen seguro con la información que las fuerzas de seguridad le han proporcionado-, en especial al describirlos como rebelión en el más duro sentido del término. De hecho, el mismo juez retiró la orden de extradición por dicho supuesto delito que en su día cursó a otros Estados de la UE, temiendo que tal motivo no se sostuviera como para que la extradición tuviera lugar en razón del mismo.
Tan conocidas constataciones no han hecho sino reforzar los argumentos que llevan a concluir que, además de presiones del ejecutivo del Estado sobre el poder judicial, hemos visto y seguimos viendo una grave interferencia del mismo poder judicial –incluso desde cómo se han administrado los tiempos- en la dinámica política y, concretamente, en el poder legislativo, cual es el caso del Parlament de Catalunya. No sólo lo denuncian políticamente los partidos independentistas, sino que en sede parlamentaria se pronuncia abiertamente en tal sentido Miquel Iceta, del todo lejano a los postulados independentistas. El primer secretario del PSC –y estaría bien que le acompañaran desde el PSOE en la dirección que apuntan sus palabras- viene así a redundar en lo que en su día afirmó acerca de la desproporcionalidad de la prisión provisional decretada contra los líderes del independentismo encarcelados desde hace meses. Por más que el lenguaje sea un tanto eufemístico, hablar de desproporcionalidad cuando de actuaciones de la Justicia se trata es decir que ésta actúa injustamente.
Las posiciones cerradas que desde el Gobierno del PP y quienes les apoyan se mantienen, y los excesos que desde la Justicia se aprecian, llevan a concluir que estamos ante todo un proceder que responde a las claras a criterios de razón de Estado, la cual es asumida por un juez que subjetivamente procede desde su independencia, pero que objetivamente, visto todo, queda en la órbita de lo que desde tal razón de Estado se propugna. El caso es que tratando de salvar al Estado resulta que el Estado español no sale muy bien parado con todo ello. Si ya quedó tocada su imagen internacional con las actuaciones decididas por el ministerio del Interior el 1 de octubre, ahora dicha imagen no se redime ni mucho menos con la sombra de interferencias de los tribunales en la política, consecuencia de una judicialización del conflicto político que bloquea su solución.
Pero, con todo, no es lo más importante el deterioro de la imagen del Estado como Estado democrático de derecho que se muestra gravemente deficitario respecto a su definición constitucional, sino que lo grave es el deterioro mismo de la democracia en nuestro Estado. De los hechos acaecidos se desprende que en Catalunya queda como horizonte utópico lo que comúnmente se entiende como normalidad democrática, pues salta a la vista que no será fácil no sólo recomponer las fracturas sociales que los desvaríos del independentismo han provocado, sino recuperar además la confianza en las instituciones por parte de una sociedad que se ha visto conmocionada y humillada por los modos del procesamiento en curso y del encarcelamiento de quienes fueron votados por millones de ciudadanos y ciudadanas. Quedaría incompleta esta consideración respecto al futuro si no se reconociera que se sostiene igualmente sobre la triste comprobación de la anormalidad democrática en la que se ha instalado el Estado español.
Hay quien encuentra motivos para la esperanza en el mismo transcurrir de la sesión parlamentaria de inusual carácter que reemplazó a la que no pudo celebrarse para proceder en segunda sesión a la investidura del candidato Turull a la presidencia de la Generalitat. Como ha señalado Antoni Gutiérrez-Rubí en artículo cargado de moderado optimismo, un nuevo lenguaje y nuevos modos de reconocimiento recíproco parece que pueden vislumbrarse en la vida parlamentaria catalana. ¡Ojalá! Ello será fructífero si desde el bloque autodenominado constitucionalista se abren cauces de diálogo efectivo, más allá de increíbles declaraciones retóricas a favor del mismo, y si desde el bloque independentista se recompone no sólo un caudal político dilapidado con actuaciones inexplicablemente torpes, amén de ilegales, sino también con el lamentable espectáculo de una división interna que cabe imaginar que ha dejado más que perplejos a sus votantes. La CUP escribe su texto, aunque no parece acertar con el contexto.
Como quiera que sea, si en medio de ilegalidades, torpezas y excesos nos vemos entre la sinrazón de las precipitadas y mal implementadas pretensiones de un Estado que no pudo ser y la apabullante razón de Estado que no deja ser ni al mismo Estado, lo que nos queda es transitar con generosidad, prudencia y acertado criterio político por los cauces de esa razón democrática en la cual lo político puede justificarse, es decir, configurarse como justo.
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