Este valle de lágrimas
Ante un suceso que nos conmociona y que nos toca nuestras fibras más íntimas sólo debemos responder con esos mecanismos pactados
Los linchamientos, las venganzas individuales, las turbas, los gritos reclamando la vuelta de castigos que afortunadamente ya abandonamos, por ineficientes y degradantes incluso para quiénes los aplican, no tienen cabida
Los linchamientos, las venganzas individuales, las turbas, los gritos reclamando la vuelta de castigos que afortunadamente ya abandonamos, por ineficientes y degradantes incluso para quiénes los aplican, no tienen cabida
Este país no tiene
ningún problema criminológico o jurídico. Esta sociedad no berrea y
clama porque nuestro Estado de Derecho presente disfunciones
inaceptables que puedan remediarse a golpe de reforma del Código Penal.
Esta sociedad tiene un problema ontológico. Grave. Eliminadas las
respuestas resignadas a las preguntas que el hombre ha intentado
responder desde que dejó de andar como un simio -las respuestas que las
religiones proporcionaban con cómodos repertorios para toda suerte de
males- las sociedades occidentales, y la española en particular, ven
como una gran parte de su población se deja arrastrar por un movimiento
desenfrenado que pretende vender la seguridad y el fin del mal en
cómodas píldoras carcelarias.
Y es el momento de
decir con toda claridad que el mayor miedo que anima su reacción
visceral y atávica no es el miedo a sufrir el mismo daño en ellos o en
sus familiares que han sufrido otros -la estadística española de
bajísima criminalidad bastaría para apaciguarlo- sino el miedo a mirar a
los ojos al misterio del ser humano. Un misterio que no hemos logrado
descifrar ni gobernar ni mucho menos controlar. Cuando masas
enfebrecidas, a través de todos los medios a su alcance, llaman cerdos,
ratas, deshechos, o cualquier otra cosa similar, a los presuntos autores
de crímenes execrables están, en todo momento, privándoles siquiera con
los epítetos de su cualidad de seres humanos. Lógico puesto que es en
ésta en la que radica el origen del vértigo, del miedo, del pasmo. Es
precisamente el hecho cierto de que no son animales sino personas,
constitutivamente iguales a nosotros, lo que convierte en vertiginoso
intentar comprender cómo pudieron llegar a cometer acciones tan
abyectas. Son preguntas ontológicas cuya respuesta nadie posee aún.
¿Existe la maldad? Si no tenemos alma ¿dónde reside? ¿qué tipo de
ausencia es? ¿somos por contra una sucesión de complejísimos procesos
biológicos, neuronales y químicos? ¿son estos procesos los que son
diferentes en algunos individuos? En resumen: ¿por qué? Ese porqué que
lleva persiguiéndonos desde que fuimos capaces de razonar y de
comunicarnos. Ese porqué que incluso nos aleja de los animales, cuyas
únicas motivaciones para destruir a miembros de su especie o de otras
tienen que ver con instintos biológicos sobre los que carecen de
control. Los criminales, ni siquiera los peores de entre ellos, no son
animales. El gran problema es que son personas.
El problema ontológico tiene que ver también con la
realidad con la que contemplamos nuestra propia existencia en sociedad.
Ansiamos la seguridad. Eso sí es un instinto biológico. Deberíamos saber
ya, y de una forma racional, que tal seguridad total es un estado de
evolución que no hemos alcanzado. La seguridad total sólo puede proceder
de la comprensión de los orígenes de lo que hemos convenido en llamar
maldad y la capacidad de obrar para que dejaran de operar y todos
fuéramos seres benéficos. No ha llegado el momento y puede que no llegue
jamás. Al menos ninguno de nosotros como individuos ha de verlo.
Sin embargo, sí hemos sido capaces hasta el momento de darnos cuenta de
los efectos destructivos y degradantes que ha tenido históricamente el
intentar luchar contra esta inseguridad por determinados medios. Al
final, la realidad y las tragedias y nuestro propio avance en sabiduría y
en reflexión, nos han llevado a aceptar que es preciso dotarnos de unas
normas que conviertan el necesario castigo por los actos inaceptables
en algo que no nos degrade como sociedad. Lo hemos hecho y lo hemos
plasmado en una serie de códigos y axiomas que consideramos
irrenunciables y que rigen nuestra convivencia. Unos códigos que
pretenden preservar unos derechos que hemos considerado irrenunciables a
nuestra propia naturaleza humana y que, asumiendo la necesidad del
castigo e incluso de la venganza, los han tecnificado para alejarlos de
toda pasión y los han dejado en manos del Estado para alejarlos de toda
acción irreflexiva, desproporcionada o inhumana.
No
ha sucedido nada que deba cambiar esto. Nada. Seguimos viviendo en un
valle de lágrimas cuya salida al edén prometido nadie, salvo los que
creen en otras vidas, ha encontrado aún. Aun así, España es una de las
partes del valle en las que las lágrimas son más escasas y el castigo
por verterlas más duro.
Ante un suceso que nos
conmociona y que nos toca nuestras fibras más íntimas sólo debemos
responder con esos mecanismos pactados. Los linchamientos, las venganzas
individuales, las turbas, los gritos reclamando la vuelta de castigos
que afortunadamente ya abandonamos, por ineficientes y degradantes
incluso para quiénes los aplican, no tienen cabida en el país y en el
mundo que yo quiero habitar. Oírlos sólo servirá para retrotraernos a un
tiempo peor y, sobre todo, no arreglará nada.
Las
preguntas que siempre se hizo el hombre seguirán ahí, sin respuesta,
riéndose en nuestra cara y en nuestros corazones manchados de violencia.
Me temo que ahora asistimos a la búsqueda de algunas venganzas privadas
por el sinuoso camino de convertirlas en pública y de que sea el Estado
quien la asuma. Debemos estar vigilantes ante tal manipulación. Los
políticos decentes sólo pueden asumir la defensa de los pilares de
nuestra civilización, aún con el coste de ser incomprendidos por muchos
votantes e incluso de ser castigados en las urnas. Dar lo que no se
puede dar porque de forma tumultuaria se pide: héteme aquí la definición
de populismo. Dañar lo grandioso para abonar lo pasional o lo gregario.
Ese es el destino de los que nos arrastran a la destrucción por un
puñado de votos.
Asumir esto no significa asumir que
nada podemos hacer sino insistir en que lo que hagamos debe ser en una
marcha hacia adelante en busca de métodos y medios mejores para
encontrar paliativos humanos a una realidad cuyo final a todos se nos
escapa. Debemos aprender a protegernos mejor de esa fuerza destructiva
que algunos de nuestros congéneres llevan consigo. Volver a lo que ya
probamos y no funcionó no es una opción. Ya hubo prisiones permanentes,
cadenas perpetuas, penas de muerte, yerros candentes y emparedamientos.
Nada cambió. Explorar nuevos modelos asociados a la tecnología y a la
investigación como medios de libertad vigilada con prohibición de
abandono de zonas y/o con tratamiento médico obligatorio pueden ser una
vía más racional. Esto último fue introducido por el PP en 2010 pero no
se ha desarrollado. El estudio profundo neurológico, bioquímico o del
tipo que sea que intente dar respuesta a nuestras preguntas más
profundas también será una vía.
Todo menos volver a
ese lugar que logramos abandonar a base de mucha sangre porque sólo más
sangre hallaremos allí. Para muchos ha llegado el momento de dar
testimonio. Aun cuando lluevan los escupitajos. Y de poner la otra
mejilla como ya mandó el primer gran derogador de la Ley del Talión que
algunos predican de nuevo.
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