Hace unos meses, cuando el cansancio se convirtió en
aburrimiento, dejé de ocuparme del conflicto catalán. Por una parte, no
me apetecía seguir empeñando mi atención en un tema estancado mientras
otros procesos, tan estrechamente vinculados con mi trayectoria como el
auge del feminismo o la reactivación del debate sobre nuestra historia
reciente, experimentaban avances que pueden resultar decisivos. Por
otra, me parecía injusto seguir dándole vueltas al exilio de Puigdemont
mientras causas tan justas como las reivindicaciones de los
pensionistas, o tan alarmantes como la prisión permanente revisable,
permanecían en segundo plano. Así que decidí dar Cataluña por perdida
para atender a otros asuntos. No he cambiado de opinión y, sin embargo,
la desolación que impregna este momento concreto, entre fugas
precipitadas, autos judiciales, reingresos en prisión y nuevas
elecciones en el horizonte, me impulsa a volver sobre mis pasos, aunque
sólo sea porque me encantaría entender los motivos de Torrent, la
insistencia independentista en el malentendido que les lleva a
identificar la dignidad con el suicidio, una inmolación que perjudica la
propia supervivencia de su causa. Pero saber ganar es tan importante, o
más aún, que saber perder. Yo no soy nadie para discutir los méritos
del juez Llarena, ni para cuestionar su trabajo, pero en la medida en la
que es también un ciudadano, me pregunto si es consciente de las
repercusiones políticas, a corto, a largo y hasta a larguísimo plazo, de
su manera de aplicar la ley. Las víctimas son el capital más valioso al
que puede aspirar cualquier movimiento político. Cuando los
independentistas pierdan todo lo demás, siempre les quedarán las
víctimas. Ojalá que no.
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