Educación para la patriotería
Juan José Téllez
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Defensa vuelve a izar la bandera a media asta
en nuestros cuarteles por la muerte de Jesucristo. Tan laico como que
el Tribunal Constitucional ampare de golpe y porrazo a la educación
segregada del Opus Dei o que la educación concertada de este país
aconfesional se base en la infraestructura, la propiedad y los claustros
de los colegios religiosos.
Cuando despertamos del sueño de la transición el dinosaurio del nacional-catolicismo seguía ahí. Agazapado como un inquisidor en horas bajas pero que no renunciara a su condición de cruzado contra infieles y ateos. Como el polvo que escondemos debajo de la alfombra, como la asignatura pendiente de la que no estamos dispuestos a examinarnos, como el expediente incómodo e irresoluble que encerramos en un cajón cuya llave hemos arrojado al río de la historia.
Hasta la Oficina del Defensor del Pueblo ha tenido que salir al paso de la cristianización de las fuerzas armadas que, de ser cierto su amparo a todas las creencias, tendrían que bajar también los pabellones durante la Pascua Judía, el ramadán de los musulmanes, los 1650 años de la defunción de Buda o para conmemorar en mayo los 240 años del fallecimiento de Voltaire.
En estas horas, España es el tercio de la legión izando cristos ante la arrobada mirada de los ministros, recién salidos del Consejo donde el Gobierno indulta presos a petición de las cofradías de Semana Santa. Cierto es que a amplias capas de la opinión pública de nuestro país no sólo no les parece todo esto extraño sino que les resultaría inconcebible que fuera de forma distinta. No estamos acostumbrados a que la religión se circunscriba a la intimidad de los corazones o a eventos públicos en los que el Estado tan sólo aporte protección y servicios como a cualquier otra fiesta cívica. La fe en lo sobrenatural y no en los valores democráticos sigue siendo el mayor credo de la oficialidad contemporánea.
En gran medida, se trata del imaginario impuesto durante cuarenta años de democracia por la jerarquía eclesiástica que inmatricula bienes inmuebles a granel o se atrinchera en el espeluznante alcázar de la amnesia colectiva que sigue siendo el Valle de los Caídos, el mayor monumento a la dictadura que hemos sido incapaces de reconvertir en un lugar de memoria democrática.
Durante décadas, por ejemplo, quienes consideramos que el laicismo debiera ser una convicción ecuménica para cualquier demócrata, crea en lo que crea, amagamos con asignaturas de Educación para la ciudadanía que supuestamente nos reconciliarían con la realidad democrática cotidiana, sin sectarismos ni dogmas más allá de la santísima trinidad de la libertad, la igualdad y la fraternidad que debieran inspirarnos a todos. No fue así. Tachada de sectaria, dicha asignatura fue eliminada de los planes de estudios por la santa alianza de la curia y la caverna, sin que la progresía patria ensayara ni un breve réquiem para sus exequias. Faltó determinación y argumentos. Sobraron complejos y cobardía.
Así nos va: sin conocer los rudimentos de la democracia, no nos indignamos como debiéramos por el encarcelamiento de raperos, tuiteros, titiriteros y otros peligrosos delincuentes, sino que aplaudimos con denuedo y sin un simple pero la prisión provisional crónica de unos cuantos responsables públicos acusados de rebelión por convocar un referéndum que ni siquiera fue un referéndum, por más que su inspirador fuera recientemente detenido –querido Berlanga-- junto a un historiador de guardia.
Ahora, en cambio, el Gobierno pretende llevar al currículo escolar la importancia de los ejércitos, los himnos patrios y otras nobles querencias. Una especie de Educación para la Patriotería sobre la que no se rebelarán los telepredicadores.
Mientras, año tras año, amagan con liquidar las materias de literatura y filosofía porque probablemente no consideren españoles y muy españoles a Séneca o a Quevedo, a Miguel de Cervantes o a Maimónides, a María Zambrano o a Federico García Lorca, las Fuerzas Armadas entrarán en clase a través de una guía elaborada por los ministerios de Defensa y de Educación. ¿Conocerán las escolanías nuestras penas y glorias militares a través del Trafalgar de Pérez Galdós o de las crónicas de la guerra de Africa de Pedro Antonio de Alarcón o de Colombine? ¿Amarán la España de Manuel Chaves Nogales o la de Manu Leguineche, el arrojo de Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus “Naufragios”, las expediciones de la Ilustración en busca del árbol de la Quina o del meridiano del mundo? Nada de eso, sino monsergas cuarteleras que seguramente no invitarán a leer el “Ardor guerrero” de Antonio Muñoz Molina.
Las evaluaciones incluirán juegos rojigualdas con el pasodoble de la banderita a los himnos de la Armada y el Ejército del Aire que prometen que hay que morir o triunfar en nombre de la patria. Visionados de los desfiles, ni una palabra del pacifismo, información sobre reclutamiento y actividades tituladas: “Queremos ser militares”. Nuestro país vuelve a vestir de caqui y no nos hemos coscado.
¿Incluirán el orgullo de vivir en un país donde las diferentes lenguas han creado milagros comunes como la Sagrada Familia y el Museo del Prado, el Observatorio de Maspalomas y la Selección de fútbol? Me temo que no habrá espacio tampoco para la Atlántida del catalán Verdaguer sobre el pentagrama del andaluz Manuel de Falla; ni para recordar que Federico García Lorca escribió poemas en gallego; o que Bernardo Atxaga, en cuyo pueblo se hablaba euskara y español pero se oía el latín de las misas o el inglés y el francés de las películas y de las canciones, nos recuerda que el primer libro en vascuence data de 1545. ¿Por qué la España oficial no presume de ser diversa y prefiere el gris al arcoíris? Sigue siendo un misterio.
El alumnado que disfrute de este aprendizaje no recordará sin duda que el supuesto de las armas de destrucción masiva, aunque no existieran, justificó la guerra de Irak; pero también seguirá ignorando –porque los manuales escolares no informarán sobre dicha circunstancia– que el Estado español se dedica a venderlas a terceros países, como la Arabia Saudita que sigue usándolas a mansalva en Yemen.
Finalmente, los libros de texto nos sermonearán, en esa misma línea, contra los peligros que encierra la inmigración clandestina: "Nuestro país –aseguran–, al igual que en el resto del entorno europeo, se enfrenta a múltiples desafíos derivados del asentamiento de las corrientes migratorias irregulares". Y, digo yo, en esta misma línea, lo mismo crucifican como vendepatrias a conocidos traficantes de esclavos como ProActiva Open Arms o Helena Maleno de Caminando Fronteras, por más que se dediquen a salvar vidas en lugar de uniformarlas.
Será –dirá seguramente Mariano Rajoy desde el altar del plasma– el modo que la Moncloa tiene de contribuir al laicismo: combatiendo a las bienaventuranzas.
Cuando despertamos del sueño de la transición el dinosaurio del nacional-catolicismo seguía ahí. Agazapado como un inquisidor en horas bajas pero que no renunciara a su condición de cruzado contra infieles y ateos. Como el polvo que escondemos debajo de la alfombra, como la asignatura pendiente de la que no estamos dispuestos a examinarnos, como el expediente incómodo e irresoluble que encerramos en un cajón cuya llave hemos arrojado al río de la historia.
Hasta la Oficina del Defensor del Pueblo ha tenido que salir al paso de la cristianización de las fuerzas armadas que, de ser cierto su amparo a todas las creencias, tendrían que bajar también los pabellones durante la Pascua Judía, el ramadán de los musulmanes, los 1650 años de la defunción de Buda o para conmemorar en mayo los 240 años del fallecimiento de Voltaire.
En estas horas, España es el tercio de la legión izando cristos ante la arrobada mirada de los ministros, recién salidos del Consejo donde el Gobierno indulta presos a petición de las cofradías de Semana Santa. Cierto es que a amplias capas de la opinión pública de nuestro país no sólo no les parece todo esto extraño sino que les resultaría inconcebible que fuera de forma distinta. No estamos acostumbrados a que la religión se circunscriba a la intimidad de los corazones o a eventos públicos en los que el Estado tan sólo aporte protección y servicios como a cualquier otra fiesta cívica. La fe en lo sobrenatural y no en los valores democráticos sigue siendo el mayor credo de la oficialidad contemporánea.
En gran medida, se trata del imaginario impuesto durante cuarenta años de democracia por la jerarquía eclesiástica que inmatricula bienes inmuebles a granel o se atrinchera en el espeluznante alcázar de la amnesia colectiva que sigue siendo el Valle de los Caídos, el mayor monumento a la dictadura que hemos sido incapaces de reconvertir en un lugar de memoria democrática.
Durante décadas, por ejemplo, quienes consideramos que el laicismo debiera ser una convicción ecuménica para cualquier demócrata, crea en lo que crea, amagamos con asignaturas de Educación para la ciudadanía que supuestamente nos reconciliarían con la realidad democrática cotidiana, sin sectarismos ni dogmas más allá de la santísima trinidad de la libertad, la igualdad y la fraternidad que debieran inspirarnos a todos. No fue así. Tachada de sectaria, dicha asignatura fue eliminada de los planes de estudios por la santa alianza de la curia y la caverna, sin que la progresía patria ensayara ni un breve réquiem para sus exequias. Faltó determinación y argumentos. Sobraron complejos y cobardía.
Así nos va: sin conocer los rudimentos de la democracia, no nos indignamos como debiéramos por el encarcelamiento de raperos, tuiteros, titiriteros y otros peligrosos delincuentes, sino que aplaudimos con denuedo y sin un simple pero la prisión provisional crónica de unos cuantos responsables públicos acusados de rebelión por convocar un referéndum que ni siquiera fue un referéndum, por más que su inspirador fuera recientemente detenido –querido Berlanga-- junto a un historiador de guardia.
Ahora, en cambio, el Gobierno pretende llevar al currículo escolar la importancia de los ejércitos, los himnos patrios y otras nobles querencias. Una especie de Educación para la Patriotería sobre la que no se rebelarán los telepredicadores.
Mientras, año tras año, amagan con liquidar las materias de literatura y filosofía porque probablemente no consideren españoles y muy españoles a Séneca o a Quevedo, a Miguel de Cervantes o a Maimónides, a María Zambrano o a Federico García Lorca, las Fuerzas Armadas entrarán en clase a través de una guía elaborada por los ministerios de Defensa y de Educación. ¿Conocerán las escolanías nuestras penas y glorias militares a través del Trafalgar de Pérez Galdós o de las crónicas de la guerra de Africa de Pedro Antonio de Alarcón o de Colombine? ¿Amarán la España de Manuel Chaves Nogales o la de Manu Leguineche, el arrojo de Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus “Naufragios”, las expediciones de la Ilustración en busca del árbol de la Quina o del meridiano del mundo? Nada de eso, sino monsergas cuarteleras que seguramente no invitarán a leer el “Ardor guerrero” de Antonio Muñoz Molina.
Las evaluaciones incluirán juegos rojigualdas con el pasodoble de la banderita a los himnos de la Armada y el Ejército del Aire que prometen que hay que morir o triunfar en nombre de la patria. Visionados de los desfiles, ni una palabra del pacifismo, información sobre reclutamiento y actividades tituladas: “Queremos ser militares”. Nuestro país vuelve a vestir de caqui y no nos hemos coscado.
¿Incluirán el orgullo de vivir en un país donde las diferentes lenguas han creado milagros comunes como la Sagrada Familia y el Museo del Prado, el Observatorio de Maspalomas y la Selección de fútbol? Me temo que no habrá espacio tampoco para la Atlántida del catalán Verdaguer sobre el pentagrama del andaluz Manuel de Falla; ni para recordar que Federico García Lorca escribió poemas en gallego; o que Bernardo Atxaga, en cuyo pueblo se hablaba euskara y español pero se oía el latín de las misas o el inglés y el francés de las películas y de las canciones, nos recuerda que el primer libro en vascuence data de 1545. ¿Por qué la España oficial no presume de ser diversa y prefiere el gris al arcoíris? Sigue siendo un misterio.
El alumnado que disfrute de este aprendizaje no recordará sin duda que el supuesto de las armas de destrucción masiva, aunque no existieran, justificó la guerra de Irak; pero también seguirá ignorando –porque los manuales escolares no informarán sobre dicha circunstancia– que el Estado español se dedica a venderlas a terceros países, como la Arabia Saudita que sigue usándolas a mansalva en Yemen.
Finalmente, los libros de texto nos sermonearán, en esa misma línea, contra los peligros que encierra la inmigración clandestina: "Nuestro país –aseguran–, al igual que en el resto del entorno europeo, se enfrenta a múltiples desafíos derivados del asentamiento de las corrientes migratorias irregulares". Y, digo yo, en esta misma línea, lo mismo crucifican como vendepatrias a conocidos traficantes de esclavos como ProActiva Open Arms o Helena Maleno de Caminando Fronteras, por más que se dediquen a salvar vidas en lugar de uniformarlas.
Será –dirá seguramente Mariano Rajoy desde el altar del plasma– el modo que la Moncloa tiene de contribuir al laicismo: combatiendo a las bienaventuranzas.
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