Los agentes de la cultura de la violencia
El chat de los policías
municipales madrileños ha venido a ilustrar el rechazo que a muchas
personas nos producen esos cuerpos de presunta seguridad. No es
gratuito. En una sociedad de paz, quienes decidieran entrar a formar
parte de ellos habrían de ser los ciudadanos más pacíficos y
comprometidos con el bien común. En una sociedad de violencia sucede lo
contrario.
Esta afirmación siempre ha acarreado
protestas: que no se puede generalizar y, sobre todo, que si nos vemos
en peligro seguro que recurrimos a esos cuerpos. En efecto, yo misma, si
me veo en peligro y tengo oportunidad, llamo a la Policía. Pero su
asistencia, en el caso de recibirla y de que sea correcta, no ha de
considerarse ni extraordinaria ni heroica, sino la obligación inherente a
la autoridad que se le ha confiado. Los cuerpos y fuerzas de seguridad
son mantenidos con nuestros impuestos y, por tanto, los beneficios (de
haberlos) que nos proporcione su desempeño no son sino los propios de un
servicio socialmente contratado.
No es la primera vez que escribo que la presencia de
agentes de policía y guardias civiles ha impedido que, en un escenario
como el del Toro de la Vega en Tordesillas (por poner un ejemplo que
conozco bien), los más violentos, los torturadores de animales,
lincharan a quienes hemos ido a defender a sus víctimas. En mi caso
particular, tengo que contar que un policía local, defensor de los
animales, cuya identidad y procedencia debo mantener en el anonimato
pero por quien manifiesto mi gratitud y admiración, se puso en contacto
conmigo a título personal para acompañarme a Tordesillas en los años
posteriores a la agresión que allí sufrí. Y así ha sido. Como también ha
sido que los cuerpos de seguridad de aquella localidad nunca
identificaron a mi agresor, a pesar de que dispusieron de fotos suyas e
incluso de un vídeo donde se le veía. Era, obviamente, un esbirro de las
fuerzas vivas taurinas tordesillanas y, por tanto, los agentes no
movieron un dedo para hacer justicia. Por otra parte, solo la cámara que
un compañero antitaurino llevaba oculta pudo registrar las agresiones y amenazas
que sufrió por parte de un agente de la Guardia Civil tras saltar al
ruedo de manera pacífica en Valdemorilla (Madrid) para protestar por la
violencia que allí se practica.
¿Cuántas agresiones
de policías municipales y nacionales, agentes antidisturbios o guardias
civiles quedan impunes? Son tantas que estimarlo sería una tarea casi
imposible. Sus abusos de autoridad y sus humillaciones son constantes, y
cuentan en demasiadas ocasiones con la opacidad que permiten los muros
de las comisarias o la soledad de una carretera. Si además eres negro,
gitana, migrante o transexual tus posibilidades de ser tratada con
respeto por los agentes de la seguridad, incluso de ser defendida y, más
aún, de no ser agredida por ellos mismos, se reducen hasta el terror.
Que pregunten en los CIES, por poner otro ejemplo sangrante.
Lo que vimos en Catalunya el 1 de octubre no fue sino una muestra más
de lo que hemos visto muchas veces en muchas manifestaciones: la
violencia como método. Una violencia que recurre incluso a herramientas
prohibidas, como las balas de goma que dejan tuertos a ciudadanos
desarmados. Y puesto que estamos en Catalunya, conviene recordar que los
ahora tan mitificados mossos forman parte de un cuerpo autonómico de
seguridad que acumula denuncias y sentencias por torturas, abusos y actuaciones de tal violencia que han llegado a provocar muertes. No olvidemos que las agresiones de los mossos a personas detenidas obligaron a instalar cámaras en sus comisarías.
Las expresiones utilizadas en ese chat por los policías municipales
madrileños no deberían sorprendernos, pues forman parte sustancial de
esa cultura de la violencia. La representan, como es obvio, los que se
expresaron en esos términos terroríficos (meter balas a martillazos en
los craneos de los inmigrates...). Pero no solo esos pocos agentes (al
menos tres). Todos los que asistían impávidos, en silencio, a semejantes
mensajes son cómplices necesarios. Todos menos un par de ellos y el que
los denunció, que vive amenazado por sus compañeros y requiere en la
actualidad de escolta personal para preservar su integridad física y
acaso su propia vida. Callando, los otros policías que formaban parte
del grupo de Whatsapp otorgaban legitimidad a los comentarios fascistas
de sus compañeros.
Ese grupo de Whatsapp tenía 100
miembros, que callaron. Y llegó a tener 200. Es posible que los 100 que
se salieron lo hicieran a causa de esos contenidos de violencia, pero se
limitaron a irse: también callaron. ¿Hay que retirar solo tres placas y
tres armas?
Porque hay, pues, culpables y hay
cómplices. Lo son también los sindicatos que han salido en defensa de
esos agentes, con los peregrinos argumentos de que el chat era un
espacio privado y los mensajes se han sacado de contexto, a pesar de que
los pantallazos del único policía digno de entre 200 no dejan lugar a
dudas de la naturaleza de ese espacio y de ese contexto. Tan indigno
corporativismo solo es un espejo más de esa cultura de la violencia, que
selecciona entre los más brutos a quienes dejamos la difícil tarea de
defendernos, precisamente, de la brutalidad. Y, por tanto, nos da la
razón que siempre se nos ha querido quitar al acusarnos de generalizar.
Generalizan solos.
Si algo positivo puede sacarse en
conclusión de este escándalo, que ha de repugnar a una sociedad que se
quiera pacífica, es que ha puesto negro sobre blanco una realidad mil
veces denunciada. Nos han llamado radicales por hacerlo y han aprobado
una Ley Mordaza que legitima la impunidad de su violencia, que les da
alas para abusar de la ciudadanía, que les permite actuar en
consecuencia a las declaraciones que han salido a la luz. Porque no
olvidemos que quienes así se expresan, y sus cómplices, son los mismos
que acuden a nuestra llamada si los necesitamos: machistas
defendiéndonos de la violencia de género; racistas defendiéndonos de la
violencia xenófoba; fascistas defendiendo la democracia; nazis
defendiendo nuestra sacrosanta Constitución y nuestro tan traído y
llevado Estado de Derecho.
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