miércoles, 12 de agosto de 2015

Un cuento de verano



Ramiro había sido desde chico el listo de la familia, el espabilado de la escuela. El inteligente práctico y vivales que aprendió desde la más tierna infancia el valor de la picaresca ilustrada por la verborrea del autobombo. No había leído El Lazarillo de Tormes, ni El Buscón Don Pablos ni las andanzas de Guzmán de Alfarache ni las peripecias del Patio de Monipodio, sin embargo, él mismo podía haber sido la inspiración de cualquier relato lumpen-picaresco tradicional por el estilo. 
Ramiro era un paradigma en sí. Un ejemplo de desvergüenza institucionalizada camuflada de garantías self made, y engañabobos facilones que había conseguido vender la cabra divinamente al personal circundante. Ramiro había hecho del trepar su deporte favorito y del glamour vividor su bandera panfletaria. Y de la mentira su más fiel herramienta. Se había hecho a sí mismo, con todo lo que esa situación conlleva en lo que atañe a la calidad y al fundamento de la existencia. Hacerse a sí mismo puede ser un mérito si el molde y la pasta son decentes, pero es una bomba de relojería si  molde y pasta son de dudosa, claudicante o pésima sustancia. 

Ramiro era un emprendedor nato. Y consideraba que además de hacer que se note que uno trabaja, hay que publicitar adecuadamente las capacidades tales como el trapicheo y el negociete opaco, como si fuesen artes marciales de la inteligencia trepadora, pero disfrazada de eficaz entramado. Su especialidad era el arte de contarse a sí mismo como protagonista de su propia epopeya, de seducir con halagos y chalaneos, fantasías e hipótesis contadas como planes realizables a los posibles favorecedores de sus rifirrafes organizativos a corto, medio y largo plazo. Ramiro pudo haber sido hasta ministro, se decía convencido, pero se quedó enganchado en pobre diablo por una debilidad que para él no era tal, sino una adicción superior a sus fuerzas: era ludópata irredento, pero él no lo veía así. Suele ocurrir con todos los enganches graves; el implicado tiende a creer que controla sus impulsos, que es el amo de sus pulsiones, pero es justo lo contrario: un esclavo miserable de su propia mentira envuelta en todo tipo de justificaciones. 

Ramiro fue cayendo poco a poco, como deslizándose, por el tobogán de la debacle. En casa todo lo atribuía a la mala suerte, a retrasos, zancadillas y dificultades, pero nunca contaba la verdad. No lo echaban de los trabajos porque fuese el mejor y el más honesto, sino porque le pillaban con las manos en la masa falseando albaranes y cuentas, para tapar sus sisas habituales. No es que no le pagasen lo suficiente, es que se jugaba el jornal. No era la envidia ajena lo que le hacía hundirse en el ninguneo sino las deudas de timba que no podía pagar. Llegó a bajezas inenarrables como saquear la exigua pensión de su padre anciano y ya enfermo, para seguir apostando en las partidas que consideraba seguras inversiones de cara al futuro y en las que perdía hasta la camisa, aunque de vez en cuando ganase una miseria para compensar. Inventaba negocios que salían mal para justificar el dinero que desaparecía del presupuesto familiar. Echaba la culpa a la Administración que le retrasaba trámites y le exigía pagos para disimular los gastos injustificables. Poco a poco su vida comenzó a perder pie en la verdad y a convertirse en una mentira voluminosa cada vez menos ocultable, aunque él pusiese todo el empeño en tapar los cada vez más numerosos y visibles agujeros. 

El rol que más ventajas le proporcionaba era el de hombre justo y bueno, víctima del destino implacable que, sin motivo alguno, se ensañaba con él cuando menos lo esperaba; él, un hombre noble y lleno de virtudes, había dado en hueso con dos mujeres horrendas que, según su relato habitual,  le habían torturado psicológicamente. Dos parejas rotas, tres hijos como consecuencia y una pareja nueva para reponerse de las anteriores bofetadas del infortunio. Una acumulación de residuos tóxicos en el tiempo y en el espacio. Esta vez, pensaba, la buena suerte le había favorecido con Marisa, una secretaria de Ayuntamiento que había sido su tabla de salvación. Que le había acogido y valorado, que se había enamorado perdidamente de aquel paladín del pundonor y creía a piesjuntillas en sus virtudes hasta el heroísmo de trabajar para él y sentirse feliz de ser la elegida entre tantas y maravillosas posiblidades. 

Ramiro, ante la nueva tesitura salvadora, perfeccionaba cada día sus métodos de camuflaje. Le gustaba morbosamentge el riesgo de fingir, de perfilar en todo  momento cada faceta del personaje ad hoc. Lo que nunca confesó a Marisa es que no había dado previamente con dos locas sonsecutivas, sino que las dos parejas anteriores no habían podido resistir la situación de la mentira constante, de las mil caras acomodaticias y  ambas mujeres habían terminado por enfermar; romper el matrimonio había sido la mejor opción ya que él se sentía desbordado por una situación que le superaba aunque siempre puso la mejor intención en que todo funcionase. Nunca las maltrató, al contrario, -según su relato- fue él el único maltratado, y sin embargo, generoso, correcto,  educado, detallista, gentil y un perfecto caballero, como lo era con Marisa, a la que tenía en un pedestal; por primera vez era su mujer la que le mantenía y al mismo tiempo le adoraba y le compadecía por sus dramáticas experiencias, embobada con la descripción de las calamidades y la valentía con que él había afrontado toda clase de humillaciones, ofensas y abusos. 
Aquella anómala situación se alargó prodigiosamente durante mucho tiempo. Ramiro había aprendido con precisión de relojero suizo a nadar y a guardar la ropa, a mentir profesionalmente con una maestría y unos recursos cada día más brillantes, pero también cada día más cerca del abismo, que imperceptiblemente, se iba agrandando y comiendo espacio bajo sus pies. La puntilla la clavó el hecho de que el empecinado tahur tuvo la feliz idea de presenterse a una candidatura electoral al Congreso de Diputados, por un nuevo partido emergente, y no había dicho nada en casa para poder sorprender a su mujer si salía elegido en la lista de candidatos.

Todo estalló un mediodía de marzo, como las Idus que cayeron de trágico sopetón sobre Julio Cesar en el Senado Romano. Marisa, después del salir del trabajo, regresó a casa a la hora de  comer. Ramiro no estaba ni tampoco había preparado la comida como cada jornada sucedía, según habían acordado desde el principio. El desconcierto terminó cuando escuchó el contestador. Ramiro le había dejado un mensaje. "Cariño, no me esperes y ve comiendo, que yo estoy resolviendo unos asuntillos en el Juzgado, ya te llamo luego". Pero el "luego" se fue prolongando y ya al día siguiente, Marisa se acercó al Juzgado y preguntó por Ramiro. Tras una media hora de espera, un oficial del Juzgado Provincial nº 3, la puso al corriente: Ramiro había sido imputado, acusado y detenido por una colección de denuncias por estafa y fraude, por apuestas ilegales y  clandestinas, por manejar dinero negro y por engaño con premeditación y alevosía. Al verle en la lista electoral, varios perjudicados por sus manejos le habían denunciado y cortaron a la vez del mismo tajo sus aspiraciones políticas y la comedia de su tercer matrimonio. 

Marisa no pudo superar el trauma de aquel engaño cruel. Se derrumbó. Y luego hizo el titánico esfuerzo de integrar aquel estado de escombro. Tras las setenta y dos horas de aislamiento reglamentario según la Ley, pudo visitarlo en la prisión. 
Y esta vez no fue Ramiro el que pidio el divorcio como había sucedido en las dos ocasiones anteriores, fue ella, la tercera mujer, quien por fin, puso en su lugar el equilibrio de la balanza. "Por ahí te pudras, cabronazo", le espetó en la última entrevista sin siquiera mirarle, mientras salía del recinto. No podía distinguir los límites entre el dolor y la rabia. Tampoco era capaz de reconocer en aquel despojo moral al héroe de su vida. 

Regresó a casa paseando entre la llovizna helada. Le pesaba el alma y no sentía el cuerpo, tal vez por el efecto gélido de la temperatura. En el descansillo, junto a la puerta de su casa, había dos enormes ramos de flores. Chelo y Pilar, las dos ex de Ramiro, eran las remitentes . "Bienvenida al club" decía la nota de Pilar. "Gracias, Marisa", decía escuetamente Chelo; también habían dejado un número de teléfono. Y llamó. Y quedaron las tres damnificadas para conocerse de cerca y no solo por las referencias inisidiosas de Ramiro.
Y se fueron de cena. Se hicieron terapia de grupo. Espontáneamente. Y acabaron bailando hasta las tantas en una discoteca del casco antiguo. Y no estaban locas. Ni desiquilibradas. Ni jamás habían torturado al pobre Ramiro. Al contrario, habían sido sus víctimas, que ahora, por fin, el destino reunía para aclarar las cosas y ponerlas en su lugar.
"Parece que hay justicia en algún sitio, aunque así a primera vista no lo parezca", dijo una. "Es que, aunque tantas veces el tortazo final se retrase más de lo que parece justo, tarde o temprano el que la hace la acaba pagando", dijo otra. "Bueno, quién sabe si esa tardanza también es justa para dar oportunidades de arrepentirse a los que aún tengan la ocasión de cambiar si quiseran hacerlo.  A veces la vida da avisos con tiempo suficiente, pero no todos quieren verlo como avisos. No todo es tan mecánico como parece. Hay una inteligencia de fondo en los aconteciomientos. Lo acabo de comprender", dijo otra.

Acabaron por descubrir que sólo la verdad, por más que duela y escueza, es la única posibilidad certera de redención que nos da la vida. Por encima del amor, sí, hasta por encima del amor, que sin la verdad es un imposible, una fantasmada y una locura exterminadora. 

El alba comenzó a desparramarse por los tejados y las avenidas vacías. Y las tres, Pilar, Chelo y Marisa, al despedirse, se abrazaron. A veces la felicidad -pensaron al unísono en pura sincronía-   simplemente consiste en pisar el suelo sin más y darse cuenta del valor que eso tiene. Y agradecerlo.

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