La señora Muerte ha cerrado las puertas del café Comercial. La ciudad de Madrid debería estar de luto,
pero Madrid es al fin y al cabo una ciudad, un cuerpo vivo, tornadizo,
dispuesto a adaptarse, a seguir las modas y a olvidar. Las ciudades van
mucho más de prisa que sus habitantes, es su condición: nos hacen a su
modo, luego cambian, se deshacen para hacerse de nuevo y nos dejan
desamparados.
En las ciudades nació la prehistoria de la modernidad, esa prehistoria
en la que todavía seguimos instalados aunque nos disfracemos de
posmodernos. Cuando el mundo cometió la impertinencia de declarar que el
tiempo no era sagrado, lo convirtió en una mercancía o en un objeto de
usar y tirar. Desde entonces rueda como una bola de nieve, va cada vez más rápido y salta por donde menos se piensa. Es que no hay tiempo para pensar, me argumentaba un camarero amigo, así que el tiempo está a sus anchas en el vértigo. En su Diálogo de la moda y la muerte, Giacomo Leopardi nos avisó de que la condición de la novedad es hermana de la guadaña. Ahora le ha tocado al Café Comercial.
Las escaleras, las mesas, los espejos y los grandes ventanales del café
Comercial han salido por la puerta giratoria del presente para
refugiarse en la memoria de sus parroquianos. Un café con camareros de
nombre conocido y citas para la conversación pertenece a la piel de la
vida cotidiana. La marea pública encuentra en los cafés un lugar para la
intimidad porque son una parte de la calle en la que la gente puede
sentirse como en su propia casa. Antes de que se extendiese la
calefacción por los domicilios particulares, los escritores y los conversadores estaban en los cafés incluso mejor que en el invierno de sus casas.
Es buena la costumbre de encontrar lugares que nos ayuden a identificar
la calle como parte de nuestra casa. Me parece el mejor ejemplo del bien
común y la vida amable. El bar de la esquina, las tiendas del barrio, el rincón de la plaza y el café de la glorieta son la versión sincera, no burocrática, del carné de identidad.
Otorgan una sensación humana de ser y estar, regalan un modesto derecho
a la pertenencia mucho más fiable que el ofrecido por las banderas y
los patriotismos.
El mes de junio se llevó a La Duquesita, la pastelería de siempre. El mes de julio se lleva el café de siempre. Qué
poco valor tiene ahora la palabra siempre, nos falta sosiego para
entender su significado. La mercancía y la especulación exigen el
vértigo. Un café no es negocio rentable porque la gente va a estar,
reconocer la lentitud, conversar, recordar, discutir sin gritos,
compartir, y todo eso se apoya en la fragilidad de una pequeña
consumición, sin demasiado margen para los beneficios. Ni siquiera los
bebedores de whisky hemos salvado las cuentas. En un café hay desayunos,
sobremesas, palabras, es decir, está la gente, y la gente ha dejado de
ser la protagonista de las sociedades o las protagoniza sólo en forma de
mercancía humana y espectáculo.
El modo de cerrar el café, por sorpresa y con alevosía,
en medio del verano, sin avisar a los trabajadores, hace pensar en una
gran oferta económica que los propietarios no han querido rechazar.
Pronto veremos en la glorieta de Bilbao un lugar a la moda, rentable,
que borrará muchos recuerdos particulares.
Es importante saber que en el café Comercial se sentaban Antonio Machado, Tomás Segovia o Rafael Sánchez Ferlosio,
saber que se rodaron películas y se fraguaron libros y canciones. Pero
lo más importante es saber que la gente de Madrid va a perder un lugar
que merecería ser conservado porque formó parte de su vida cotidiana
durante más de un siglo. A la vida cotidiana de un Madrid que desaparece
es a la que debemos darle el pésame.
La modernidad tiene pendiente una discusión sobre la palabra audacia. Sin duda resulta necesario ser audaces para inventar, renovar, abrir caminos, fundar, conquistar, lograr…
Pero también hay que ser audaces para decidir lo que no puede perderse,
lo que merece la pena ser conservado. Las leyes, que son el único
cortafuego de los débiles frente al poder, deben cortarle el paso a
algunas inversiones o aceleraciones del tiempo que apuntan al corazón.
Las sociedades democráticas tienen también derecho a sus melancolías.
Los dueños del futuro y la especulación están ahora dedicados a
arrebatarnos la audacia de conservar, para controlar a sus anchas y sin
escrúpulos la otra audacia, la de crear. La catástrofe como producción entró en el diálogo entre la moda y la muerte para contaminarlo todo. Una
idea especulativa del progreso quiere las manos libres para cerrar lo
que no pertenece a sus prisas. El mundo de la memoria, las
conversaciones y la lentitud están de duelo y escriben la elegía del
café Comercial.
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