domingo, 2 de agosto de 2015

Elegía por un café



Actualizada 01/08/2015 a las 14:32    


                                     




Resultado de imagen de imagenes de adios   La señora Muerte ha cerrado las puertas del café Comercial. La ciudad de Madrid debería estar de luto, pero Madrid es al fin y al cabo una ciudad, un cuerpo vivo, tornadizo, dispuesto a adaptarse, a seguir las modas y a olvidar. Las ciudades van mucho más de prisa que sus habitantes, es su condición: nos hacen a su modo, luego cambian, se deshacen para hacerse de nuevo y nos dejan desamparados.


En las ciudades nació la prehistoria de la modernidad, esa prehistoria en la que todavía seguimos instalados aunque nos disfracemos de posmodernos. Cuando el mundo cometió la impertinencia de declarar que el tiempo no era sagrado, lo convirtió en una mercancía o en un objeto de usar y tirar. Desde entonces rueda como una bola de nieve, va cada vez más rápido y salta por donde menos se piensa. Es que no hay tiempo para pensar, me argumentaba un camarero amigo, así que el tiempo está a sus anchas en el vértigo. En su Diálogo de la moda y la muerte, Giacomo Leopardi nos avisó de que la condición de la novedad es hermana de la guadaña. Ahora le ha tocado al Café Comercial.


Las escaleras, las mesas, los espejos y los grandes ventanales del café Comercial han salido por la puerta giratoria del presente para refugiarse en la memoria de sus parroquianos. Un café con camareros de nombre conocido y citas para la conversación pertenece a la piel de la vida cotidiana. La marea pública encuentra en los cafés un lugar para la intimidad porque son una parte de la calle en la que la gente puede sentirse como en su propia casa. Antes de que se extendiese la calefacción por los domicilios particulares, los escritores y los conversadores estaban en los cafés incluso mejor que en el invierno de sus casas.


Es buena la costumbre de encontrar lugares que nos ayuden a identificar la calle como parte de nuestra casa. Me parece el mejor ejemplo del bien común y la vida amable. El bar de la esquina, las tiendas del barrio, el rincón de la plaza y el café de la glorieta son la versión sincera, no burocrática, del carné de identidad. Otorgan una sensación humana de ser y estar, regalan un modesto derecho a la pertenencia mucho más fiable que el ofrecido por las banderas y los patriotismos.


El mes de junio se llevó a La Duquesita, la pastelería de siempre. El mes de julio se lleva el café de siempre. Qué poco valor tiene ahora la palabra siempre, nos falta sosiego para entender su significado. La mercancía y la especulación exigen el vértigo. Un café no es negocio rentable porque la gente va a estar, reconocer la lentitud, conversar, recordar, discutir sin gritos, compartir, y todo eso se apoya en la fragilidad de una pequeña consumición, sin demasiado margen para los beneficios. Ni siquiera los bebedores de whisky hemos salvado las cuentas. En un café hay desayunos, sobremesas, palabras, es decir, está la gente, y la gente ha dejado de ser la protagonista de las sociedades o las protagoniza sólo en forma de mercancía humana y espectáculo.


El modo de cerrar el café, por sorpresa y con alevosía, en medio del verano, sin avisar a los trabajadores, hace pensar en una gran oferta económica que los propietarios no han querido rechazar. Pronto veremos en la glorieta de Bilbao un lugar a la moda, rentable, que borrará muchos recuerdos particulares.


Es importante saber que en el café Comercial se sentaban Antonio Machado, Tomás Segovia o Rafael Sánchez Ferlosio, saber que se rodaron películas y se fraguaron libros y canciones. Pero lo más importante es saber que la gente de Madrid va a perder un lugar que merecería ser conservado porque formó parte de su vida cotidiana durante más de un siglo. A la vida cotidiana de un Madrid que desaparece es a la que debemos darle el pésame.


La modernidad tiene pendiente una discusión sobre la palabra audacia. Sin duda resulta necesario ser audaces para inventar, renovar, abrir caminos, fundar, conquistar, lograr… Pero también hay que ser audaces para decidir lo que no puede perderse, lo que merece la pena ser conservado. Las leyes, que son el único cortafuego de los débiles frente al poder, deben cortarle el paso a algunas inversiones o aceleraciones del tiempo que apuntan al corazón. Las sociedades democráticas tienen también derecho a sus melancolías.


Los dueños del futuro y la especulación están ahora dedicados a arrebatarnos la audacia de conservar, para controlar a sus anchas y sin escrúpulos la otra audacia, la de crear. La catástrofe como producción entró en el diálogo entre la moda y la muerte para contaminarlo todo. Una idea especulativa del progreso quiere las manos libres para cerrar lo que no pertenece a sus prisas. El mundo de la memoria, las conversaciones y la lentitud están de duelo y escriben la elegía del café Comercial. 




                                                                                             

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