La patria desmoronada
por Luis García Montero
Vivir en España significa ahora recordar una y otra vez el famoso soneto de Quevedo: “Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya desmoronados”. Muy fuertes no han sido nunca los muros de la España en la que me ha tocado vivir, pero incluso alguien tan poco patriota como yo ha podido sentir alegría durante años al comprobar que el país moderaba su dependencia de la caverna, dignificaba su cultura, su educación, su sanidad, y vivía en busca de unos derechos cívicos decentes. Ay, la vida es sueño, por pasar de Quevedo a Calderón. O esperpento, por pasar de Calderón a Valle-Inclán.
Miro a España y veo índices espectaculares de pobreza infantil, familias angustiadas y condenadas a la marginación, una brecha entre ricos y pobres cada vez más grave y un futuro laboral mezquino para los jóvenes. Veo también infantas imputadas, políticos corruptos, partidos con dinero negro, cuentas en Suiza, sindicalistas en la cárcel, recortes, universidades estranguladas, colegios con alumnos desnutridos, hospitales en los huesos, políticos precocinados y muchas, muchas mentiras. Resulta difícil no tener el sentimiento de sobrevivir en una nación desmoronada.
Supongo que hay quien disfruta con el espectáculo. A mí no me divierten las desgracias de una infanta, ni las vergüenzas de un mal alcalde cazado, ni los ridículos de un Tribunal de Cuentas, ni las sospechas que planean sobre la Justicia. Me duele, además, la dimisión de un eurodiputado amigo como Willy Meyer, persona a la que quiero y respeto. Todo me desmorona, me desordena, me entristece.
Y en este desmoronamiento la cara suele tener una cruz que profundiza el mal. Las prisas del Gobierno por aforar al Rey Padre serían una simple discusión de procedimiento si no apuntasen de lleno a la realidad oxidada de la Justicia española, algo de difícil solución y más graves que los deslices del ciudadano Juan Carlos de Borbón. El Gobierno desconfía de la independencia de un juez honrado y desvía los posibles casos al Tribunal Supremo, porque sabe que el poder judicial no es independiente en España y está al servicio de los partidos del Régimen. Esto sí envilece la vida democrática: las sospechas de un Gobierno sobre los jueces de la nación y su confianza razonable en la actitud sumisa del Poder Judicial.
Sospechas y confianzas, todo revuelto en el país desmoronado. El Gobierno pervierte el lenguaje para mentir y mancha con una trampa lingüística todo lo que toca. Afirma que defiende los derechos de la mujer cuando promueve una ley sobre interrupción del embarazo que supone una agresión dogmática sobre su libertad. Vende como medida electoralista una reforma fiscal y una rebaja de impuestos que en realidad suponen nuevos privilegios para las rentas más altas y nuevas infamias contra la clase media y los sectores más débiles de la sociedad. Llama responsabilidad de Estado a la perpetua improvisación en manos de unos insensatos.
Sus actitudes desacreditan la política, generan lodo. Pero el lodo juaga a su favor. La gente desprecia la política, opina de manera suicida sobre la inutilidad de la política, olvidándose de que la política es muy eficaz a la hora de preparar las corrupciones, humillar a la Justicia y generar medidas que favorezcan la acumulación de la riqueza en pocas manos, la degradación laboral y el empobrecimiento de la mayoría.
Por eso hay tristezas que dan calor. Willy Meyer, eurodiputado de Izquierda Unida, acaba de dimitir al hacerse público que participó en un plan de pensiones facilitado por el Parlamento Europeo. Dinero en una sicav y en paraísos fiscales… En el mismo plan han participado Arias Cañete, Rosa Díez, Elena Valenciano y otros muchos diputados europeos. Puede tratarse de una costumbre, un malentendido, un desconocimiento, un error, una mezquindad más de la eurozona. En cualquier caso, se trata de un asunto que no es asumible así como así en una idea ética de la democracia. Sin poner en duda la decencia de la persona, se puede reconocer la inconveniencia de la práctica. Y eso es lo que ha hecho Willy Meyer al dimitir, demostrando que no todos los políticos son iguales. No son iguales, como tampoco son iguales sus votantes. Una decisión sólida en medio del desmoronamiento.
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