Gibraltar es un macguffin
Gibraltar es uno de esos elementos clásicos que hacen mucho ruido
pero que aportan poco a la realidad de las relaciones hispano-británicas
de los tres últimos siglos. Esto es, un macguffin, en el sentido en el
que Alfred Hitchcock acuñó dicho palabro. Es el pretexto que nos hace
avanzar en una trama, ya sea cinematográfica o histórica. Pero que, en
el fondo, importa muy poco. Cuando hace ya casi sesenta años, la España
de la autarquía empezó a hostigar a los gibraltareños, abría los brazos
al mismo tiempo al turismo británico. Cuando más gritamos Gibraltar
español, más control tenemos desde la OTAN sobre las redes de
comunicaciones que mantinenen la marina y la fuerza aérea del Reino
Unido en esa formidable vasija hueca.
Las controversias periódicas sobre este contencioso constituyen un
deja vu que florece de pascuas a ramos al albur del capricho de turno:
da la sensación de que tan sólo Fernando Morán y Miguel Angel Moratinos
aparcaron su deseo de convertirse en marqueses de Gibraltar,
reconquistando dicho enclave para mayor gloria de la España de las
autonomías. Todos los demás creyeron que era posible y se estrellaron en
el intento, amargándole la vida a la gente corriente que tan sólo suele
aspirar a la extraña soberanía de llegar a fin de mes.
Menudo verano de morriones de la diplomacia y escopeteros del
columnismo. Siempre viene bien un enemigo exterior cuando la corrupción
delata o la crisis achucha. Y como en esta ocasión toca llevarnos bien
con Mohamed VI, no hay Perejil que valga: hemos vuelto a nuestros
clásicos populares, a José Luis con su guitarra cantando esternamente
“esta es la verdad sobre Gibraltar”, desde youtube y una vieja
televisión en blanco y negro. Y es que yo ya he visto esto, esa vieja
parafernalia de las frases grandilocuentes hablando del Peñón irredento,
de la Pérfida Albión y de la china en el zapato de España. Y de otro
lado, claro, el león de Britannia, God save the queen, los salacots, la
Royal Navy. O desde la vieja Roca de los escorpiones, como le llamaban
con desprecio los oficiales coloniales y que terminaron siendo more
british than british cuando Franco les cerró la Verja; allí, ahora, la
identidad rojiblanca gibraltareña que celebra su Gibraltar Day cada 10
de septiembre en vísperas de la Diada, un día en el que, tal y como está
el patio, la Roca volverá a ser Numancia y Fabian Picardo será
entronizado por su defensa a ultranza de los derechos adquiridos por su
pueblo.
Hará mal el ministro principal de Gibraltar en creer, ese día, que
los vítores van a ser eternos. Es cierto que los yanitos sienten
gratitud hacia Gran Bretaña y un formidable recelo históricamente
justificado hacia España. Pero también quieren un arreglito. Esto es,
defender con dignidad sus posiciones, sin salirse en exceso de madre y
que no les fastidien el día a día con colas en la frontera o reyertas
dialécticas en ese formidable patio de vecinos que es la Bahía de
Algeciras.
Ahora, todos los indicios apuntan a que el final de este extraño
viaje hacia ninguna parte que ha tenido lugar este verano, volverá a ser
Bruselas. Esto es, la capital europea en donde en 1984 se firmó el
acuerdo que lleva su nombre y que sirvió para formalizar un marco de
relaciones entre el Reino Unido y España en torno a Gibraltar. En aquel
entonces, se crearon dos delegaciones, presididas respectivamente por la
Union Jack y por la rojigualda, con los representantes del Gobierno de
Gibraltar y de la flamante Mancomunidad de Municipios del Campo de
Gibraltar como interlocutores para asuntos domésticos. Se supone que fue
un éxito diplomático para España, ya que por primera vez, incluso
después del acuerdo de Lisboa de 1980, Gran Bretaña se avenía a discutir
todos los asuntos pendientes, incluyendo los de soberanía. Fue, no
obstante, una victoria pírrica. En ese marco, se suscribió un acuerdo
sobre el uso conjunto del aeropuerto de Gibraltar que sólo sirvió para
acabar con la espléndida carrera política de sir Joshua Hassan y situar
en su despacho al socialista Joe Bossano, poco amigo de entendimientos
que modificaran el status quo que la comunidad gibraltareña se había
ganado a pulso, peleando con su metrópolis. El viejo sindicalista quería
un modelo de descolonización distinto al que pretende España: esto es,
el mantra de Israel con Palestina, el de el territorio es nuestro y la
población que sea lo que quiera. Fue Bossano quien sacó los pies del
tiesto de las conversaciones sobre Bruselas, que apenas se convirtieron
en un ritual periódico, sin demasiado sentido y que, aunque sigue
vigente, pasó prácticamente a mejor vida cuando José María Aznar y Tony
Blair propusieron con la boca chica una soberanía compartida como
solución final a esta encrucijada histórica, consagrada por el Tratado
de Utrecht que este año cumple precisamente tres siglos. Cuando el amago
de cosoberanía, en Gibraltar, gobernaba Peter Caruana, de Gibraltar
Social Democrats, poco amigo de grandilocuencias políticas y más bien
pragmático. Con el PSOE de nuevo en La Moncloa, se llegó a una
conclusión sensata: ya que no podemos arreglar la cuestión gibraltareña,
centrémonos en su vida cotidiana, ya que llevábamos tres siglos
mareando la perdiz y haciéndole la puñeta a la población local, a uno y a
otro lado de la Verja, como formidable rehén de tan alta cuestión de
Estado.
Así nació el Foro Tripartito, que le brindaba a Gibraltar una
posición destacada, relativamente al margen de la delegación
gibraltareña y brindándole un protagonismo diferenciado que hasta
entonces no tenía. Todo aquello permitió avances en asuntos domésticos
pero siguió guardando en el desván de los viejos galimatías toda la
retórica del derecho internacional sobre el istmo, las aguas
jurisdiccionales, los delitos ecológicos, el contrabando, etcétera, que
en rigor debieran dirimirse ante tribunales internacionales más que en
el comité de Naciones Unidas que se reúne cada año desde la década de
los 60 para escuchar decir las mismas cosas, prácticamente, a los
líderes españoles, británicos y gibraltareños, de turismo diplomático en
el corazón de la Gran Manzana.
La llegada al Gobierno español de Mariano Rajoy y de su pintoresco
responsable de Exteriores, José Manuel García-Margallo, no le ha dado
días de gloria pero al menos ha hecho correr ríos de tinta con los que
borrar sobres bajo cuerda y otras engorrosas circunstancias de su
partido. Lo primero que hizo fue gritarle Gibraltar español a su
homólogo británico y suprimir el Foro Tripartito. Un mes después, el
socialista Fabián Picardo, en coalición con los liberales de Joseph
García, derrocaron a Peter Caruana en Gibraltar y el espíritu de Córdoba
desapareció del mapa tan súbitamente como Miguel Angel Moratinos, el
anterior inquilino del Palacio de Santa Cruz.
Dentro del gobierno de Picardo, milita John Cortés, un viejo y
comprometido ecologista gibraltareño que no sólo promovió que se hiciera
valer la vieja ley que condicionaba la pesca en la zona de Europa
Point, sino que también apostó por suprimir las gasolineras flotantes de
la Bahía, por su riesgo ecológico. Logró el primer propósito pero no el
segundo, quizá porque le costaría demasiado caro al Peñón la renuncia a
dicho suministro de combustible que, por cierto, también supone réditos
para diversas empresas españolas, desde Cepsa a la petrolífera Ducar,
de cuyo consejo formó parte el ministro Miguel Arias Cañete, hasta que
renunció al cargo al asumir la cartera de Agricultura, Pesca y Medio
Ambiente.
Picardo viene sosteniendo que no está utilizando el problema de la
pesca como ariete para lograr que España vuelva a aceptar una ronda de
conversaciones similar a la del Foro Tripartito. Despues de un año de
dimes y diretes, sin una solución de compromiso para unos cuantos
pesqueros, resulta difícil creerle. Ahora, si hay luz al final del
túnel, el célebre foro será cuatripartito probablemente; si es que
alguna vez volvemos a enterrar los tomahawks y dejamos de fastidiar a
siete mil españoles que curran en la Roca porque el Campo de Gibraltar
roza el 40 por ciento de desempleo. O a nuestros pensionistas, que
cobran con justicia sus prestaciones, gracias precisamente a ese Foro
Tripartito que ahora se pretende caricaturizar por parte del club de
fans de Fernando Maria de Castiella, al que se llamó en los 60 el
ministro del Asunto Exterior por su interés por Gibraltar y que promovió
el cierre de la frontera, condenando a más de quince años de bloqueo a
la generación que precisamente ahora gobierna la vida política,
económica y social de la vieja Calpe. En aquel entonces, se decía con
razón que hacía falta potenciar económicamente a la comarca circunvecina
y, de hecho, se creó un polo de desarrollo por parte de la tecnocracia
franquista que promovió una formidable industrialización de la Bahía, al
margen de algunos fraude que mordieron especialmente la moral de La
Línea, como fue el de Confecciones Gibraltar. Sin embargo, lo cierto es
que todas aquellas inversiones no han servido para mejorar la
microeconomía de la comarca, cuyos índices de pobreza siguen siendo
espeluznantes y en donde la economía sumergida sigue siendo la principal
industria de una zona en donde reina la hipocresía: Altadis –nuestra
antigua Tabacalera– exporta a Gibraltar doce cajetillas diarias por
habitantes del Peñón, esto es, buena parte del tabaco que luego revierte
como contrabando a este lado de la frontera jugando con los márgenes
fiscales de ganancia. Por no hablar de las acusaciones al centro
financiero de Gibraltar –ya on shore– que suelen obviar la presencia de
bancos y de bufetes españoles en dicha trama, al igual que en los otros
paraísos fiscales europeos contra los que nadie –salvo la izquierda–
parece alzar la voz con suficiente contundencia.
Dudo mucho de que España pueda a estas alturas recobrar Gibraltar tal
y como quisieran los que ignoran que es complicado hacerlo sin el deseo
de sus pobladores. Sin embargo, podría reconquistar al menos el alma de
los campogibraltareños, esos españoles históricamente marginados, que
se enfrentan a graves problemas de empleo a pesar de contar con el
segundo polo industrial del país y con uno de sus principales puertos.
Un medio ambiente deteriorado, que también ha afectado a los caladeros
de la flota pesquera, unas comunicaciones que siguen siendo
tercermundistas y una falta de visión política de futuro para el
conjunto de la zona no hacen que ese escaparate español sea
suficientemente atractivo para esos treinta mil gibraltareños que apenas
cuentan con paro, los salarios son superiores a los de España desde que
peleasen la paridad en los años 70, sus hijos pueden estudiar gratis en
universidades británicas de prestigio y, además, hasta ahora y a pesar
de que solemos calificar al Peñón como un nido de piratas, parece que la
larga mano de Luis Bárcenas no llega hasta allí. De momento.
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