domingo, 25 de agosto de 2013

Un relato y un análisis muy interesantes sobre Gibraltar y sus flecos

Gibraltar es un macguffin

por Juan José Téllez
 
25 ago 2013
 
 

Gibraltar es uno de esos elementos clásicos que hacen mucho ruido pero que aportan poco a la realidad de las relaciones hispano-británicas de los tres últimos siglos. Esto es, un macguffin, en el sentido en el que Alfred Hitchcock acuñó dicho palabro. Es el pretexto que nos hace avanzar en una trama, ya sea cinematográfica o histórica. Pero que, en el fondo, importa muy poco. Cuando hace ya casi sesenta años, la España de la autarquía empezó a hostigar a los gibraltareños, abría los brazos al mismo tiempo al turismo británico. Cuando más gritamos Gibraltar español, más control tenemos desde la OTAN sobre las redes de comunicaciones que mantinenen la marina y la fuerza aérea del Reino Unido en esa formidable vasija hueca.
Las controversias periódicas sobre este contencioso constituyen un deja vu que florece de pascuas a ramos al albur del capricho de turno: da la sensación de que tan sólo Fernando Morán y Miguel Angel Moratinos aparcaron su deseo de convertirse en marqueses de Gibraltar, reconquistando dicho enclave para mayor gloria de la España de las autonomías. Todos los demás creyeron que era posible y se estrellaron en el intento, amargándole la vida a la gente corriente que tan sólo suele aspirar a la extraña soberanía de llegar a fin de mes.
Menudo verano de morriones de la diplomacia y escopeteros del columnismo. Siempre viene bien un enemigo exterior cuando la corrupción delata o la crisis achucha. Y como en esta ocasión toca llevarnos bien con Mohamed VI, no hay Perejil que valga: hemos vuelto a nuestros clásicos populares, a José Luis con su guitarra cantando esternamente “esta es la verdad sobre Gibraltar”, desde youtube y una vieja televisión en blanco y negro. Y es que yo ya he visto esto, esa vieja parafernalia de las frases grandilocuentes hablando del Peñón irredento, de la Pérfida Albión y de la china en el zapato de España. Y de otro lado, claro, el león de Britannia, God save the queen, los salacots, la Royal Navy. O desde la vieja Roca de los escorpiones, como le llamaban con desprecio los oficiales coloniales y que terminaron siendo more british than british cuando Franco les cerró la Verja; allí, ahora, la identidad rojiblanca gibraltareña que celebra su Gibraltar Day cada 10 de septiembre en vísperas de la Diada, un día en el que, tal y como está el patio, la Roca volverá a ser Numancia y Fabian Picardo será entronizado por su defensa a ultranza de los derechos adquiridos por su pueblo.
Hará mal el ministro principal de Gibraltar en creer, ese día, que los vítores van a ser eternos. Es cierto que los yanitos sienten gratitud hacia Gran Bretaña y un formidable recelo históricamente justificado hacia España. Pero también quieren un arreglito. Esto es, defender con dignidad sus posiciones, sin salirse en exceso de madre y que no les fastidien el día a día con colas en la frontera o reyertas dialécticas en ese formidable patio de vecinos que es la Bahía de Algeciras.
Ahora, todos los indicios apuntan a que el final de este extraño viaje hacia ninguna parte que ha tenido lugar este verano, volverá a ser Bruselas. Esto es, la capital europea en donde en 1984 se firmó el acuerdo que lleva su nombre y que sirvió para formalizar un marco de relaciones entre el Reino Unido y España en torno a Gibraltar. En aquel entonces, se crearon dos delegaciones, presididas respectivamente por la Union Jack y por la rojigualda, con los representantes del Gobierno de Gibraltar y de la flamante Mancomunidad de Municipios del Campo de Gibraltar como interlocutores para asuntos domésticos. Se supone que fue un éxito diplomático para España, ya que por primera vez, incluso después del acuerdo de Lisboa de 1980, Gran Bretaña se avenía a discutir todos los asuntos pendientes, incluyendo los de soberanía. Fue, no obstante, una victoria pírrica. En ese marco, se suscribió un acuerdo sobre el uso conjunto del aeropuerto de Gibraltar que sólo sirvió para acabar con la espléndida carrera política de sir Joshua Hassan y situar en su despacho al socialista Joe Bossano, poco amigo de entendimientos que modificaran el status quo que la comunidad gibraltareña se había ganado a pulso, peleando con su metrópolis. El viejo sindicalista quería un modelo de descolonización distinto al que pretende España: esto es, el mantra de Israel con Palestina, el de el territorio es nuestro y la población que sea lo que quiera. Fue Bossano quien sacó los pies del tiesto de las conversaciones sobre Bruselas, que apenas se convirtieron en un ritual periódico, sin demasiado sentido y que, aunque sigue vigente, pasó prácticamente a mejor vida cuando José María Aznar y Tony Blair propusieron con la boca chica una soberanía compartida como solución final a esta encrucijada histórica, consagrada por el Tratado de Utrecht que este año cumple precisamente tres siglos. Cuando el amago de cosoberanía, en Gibraltar, gobernaba Peter Caruana, de Gibraltar Social Democrats, poco amigo de grandilocuencias políticas y más bien pragmático. Con el PSOE de nuevo en La Moncloa, se llegó a una conclusión sensata: ya que no podemos arreglar la cuestión gibraltareña, centrémonos en su vida cotidiana, ya que llevábamos tres siglos mareando la perdiz y haciéndole la puñeta a la población local, a uno y a otro lado de la Verja, como formidable rehén de tan alta cuestión de Estado.
Así nació el Foro Tripartito, que le brindaba a Gibraltar una posición destacada, relativamente al margen de la delegación gibraltareña y brindándole un protagonismo diferenciado que hasta entonces no tenía. Todo aquello permitió avances en asuntos domésticos pero siguió guardando en el desván de los viejos galimatías toda la retórica del derecho internacional sobre el istmo, las aguas jurisdiccionales, los delitos ecológicos, el contrabando, etcétera, que en rigor debieran dirimirse ante tribunales internacionales más que en el comité de Naciones Unidas que se reúne cada año desde la década de los 60 para escuchar decir las mismas cosas, prácticamente, a los líderes españoles, británicos y gibraltareños, de turismo diplomático en el corazón de la Gran Manzana.
La llegada al Gobierno español de Mariano Rajoy y de su pintoresco responsable de Exteriores, José Manuel García-Margallo, no le ha dado días de gloria pero al menos ha hecho correr ríos de tinta con los que borrar sobres bajo cuerda y otras engorrosas circunstancias de su partido. Lo primero que hizo fue gritarle Gibraltar español a su homólogo británico y suprimir el Foro Tripartito. Un mes después, el socialista Fabián Picardo, en coalición con los liberales de Joseph García, derrocaron a Peter Caruana en Gibraltar y el espíritu de Córdoba desapareció del mapa tan súbitamente como Miguel Angel Moratinos, el anterior inquilino del Palacio de Santa Cruz.

Dentro del gobierno de Picardo, milita John Cortés, un viejo y comprometido ecologista gibraltareño que no sólo promovió que se hiciera valer la vieja ley que condicionaba la pesca en la zona de Europa Point, sino que también apostó por suprimir las gasolineras flotantes de la Bahía, por su riesgo ecológico. Logró el primer propósito pero no el segundo, quizá porque le costaría demasiado caro al Peñón la renuncia a dicho suministro de combustible que, por cierto, también supone réditos para diversas empresas españolas, desde Cepsa a la petrolífera Ducar, de cuyo consejo formó parte el ministro Miguel Arias Cañete, hasta que renunció al cargo al asumir la cartera de Agricultura, Pesca y Medio Ambiente.
Picardo viene sosteniendo que no está utilizando el problema de la pesca como ariete para lograr que España vuelva a aceptar una ronda de conversaciones similar a la del Foro Tripartito. Despues de un año de dimes y diretes, sin una solución de compromiso para unos cuantos pesqueros, resulta difícil creerle. Ahora, si hay luz al final del túnel, el célebre foro será cuatripartito probablemente; si es que alguna vez volvemos a enterrar los tomahawks y dejamos de fastidiar a siete mil españoles que curran en la Roca porque el Campo de Gibraltar roza el 40 por ciento de desempleo. O a nuestros pensionistas, que cobran con justicia sus prestaciones, gracias precisamente a ese Foro Tripartito que ahora se pretende caricaturizar por parte del club de fans de Fernando Maria de Castiella, al que se llamó en los 60 el ministro del Asunto Exterior por su interés por Gibraltar y que promovió el cierre de la frontera, condenando a más de quince años de bloqueo a la generación que precisamente ahora gobierna la vida política, económica y social de la vieja Calpe. En aquel entonces, se decía con razón que hacía falta potenciar económicamente a la comarca circunvecina y, de hecho, se creó un polo de desarrollo por parte de la tecnocracia franquista que promovió una formidable industrialización de la Bahía, al margen de algunos fraude que mordieron especialmente la moral de La Línea, como fue el de Confecciones Gibraltar. Sin embargo, lo cierto es que todas aquellas inversiones no han servido para mejorar la microeconomía de la comarca, cuyos índices de pobreza siguen siendo espeluznantes y en donde la economía sumergida sigue siendo la principal industria de una zona en donde reina la hipocresía: Altadis –nuestra antigua Tabacalera– exporta a Gibraltar doce cajetillas diarias por habitantes del Peñón, esto es, buena parte del tabaco que luego revierte como contrabando a este lado de la frontera jugando con los márgenes fiscales de ganancia. Por no hablar de las acusaciones al centro financiero de Gibraltar –ya on shore– que suelen obviar la presencia de bancos y de bufetes españoles en dicha trama, al igual que en los otros paraísos fiscales europeos contra los que nadie –salvo la izquierda– parece alzar la voz con suficiente contundencia.
Dudo mucho de que España pueda a estas alturas recobrar Gibraltar tal y como quisieran los que ignoran que es complicado hacerlo sin el deseo de sus pobladores. Sin embargo, podría reconquistar al menos el alma de los campogibraltareños, esos españoles históricamente marginados, que se enfrentan a graves problemas de empleo a pesar de contar con el segundo polo industrial del país y con uno de sus principales puertos. Un medio ambiente deteriorado, que también ha afectado a los caladeros de la flota pesquera, unas comunicaciones que siguen siendo tercermundistas y una falta de visión política de futuro para el conjunto de la zona no hacen que ese escaparate español sea suficientemente atractivo para esos treinta mil gibraltareños que apenas cuentan con paro, los salarios son superiores a los de España desde que peleasen la paridad en los años 70, sus hijos pueden estudiar gratis en universidades británicas de prestigio y, además, hasta ahora y a pesar de que solemos calificar al Peñón como un nido de piratas, parece que la larga mano de Luis Bárcenas no llega hasta allí. De momento.

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