viernes, 29 de marzo de 2019

Gracias, Pérez Tapias, por esta reflexión tan necesaria en unas circunstancias disparatadas hasta lo indecible

Obligado reconocimiento tras siglos de injusticia

España haría bien, no sólo ante México, sino ante toda Latinoamérica, en asumir las atrocidades del pasado desde una memoria fiel a la verdad y a la justicia

<p>El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.</p>
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
Hasselbladswc / Wikimedia Commons
27 de Marzo de 2019 -Público
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Como un tsunami se ha extendido por España la declaración de López Obrador, presidente de México, dando a conocer a la opinión pública que tiempo atrás escribió al rey Felipe VI y al Papa planteándoles que debieran pedir perdón por todo lo que supuso, desde expolios hasta genocidios, la conquista de América. Tal declaración de López Obrador, cual ola de arrolladora fuerza llegada desde la otra orilla del Atlántico, ha desencadenado las más fuertes reacciones en esta orilla de acá, como movimiento reactivo a palabras de notable efecto desestabilizador. Lo curioso del caso es que, si la carta del mandatario mexicano supone exigir perdón por un comportamiento imperialista acompañado de prácticas colonialistas injustificables, las respuestas dadas de inmediato confirman que la mentalidad colonial sigue operando aún. Esto mismo, visto con perspectiva transatlántica, redunda en que López Obrador aparezca como portador de una razón que no perdería ni aun criticando los implícitos desaciertos que su exigencia pueda tener.
Antes de que se incrementen los malentendidos en torno a una cuestión que debiera proporcionar vías de encuentro entre España y los pueblos de América –ciudadanía de sus repúblicas y, especialmente, las comunidades de los que llamamos pueblos originarios–, conviene clarificar todo lo que se pueda, máxime cuando los hechos suceden como si no existieran ni escuelas diplomáticas ni acreditados centros universitarios en los que se imparta Historia. Con todo, hay que empezar, mal que le pese a las derechas, insistiendo en lo que se juega en el asunto que nos ocupa: es una cuestión de memoria histórica, la cual, sobre un fehaciente conocimiento de los procesos históricos, no se queda en eso, sino que va más allá, hasta el reconocimiento de la memoria de quienes fueron víctimas en dichos procesos, lo cual es cuestión ética con relevancia política de primer orden.
Si nos ponemos en disposición de escuchar al actual presidente de México, ese país que tantas muestras de solidaria hospitalidad dio recibiendo a exiliados españoles, lo que formula es una exigencia a España como tal, en la figura de su actual Jefe del Estado, de petición de perdón por los estragos de una conquista que supuso el sometimiento, a veces exterminio, de pueblos y culturas indígenas en cuyo nombre se formula ahora tal petición. Como la conquista se legitimaba además religiosamente, confundiendo evangelización con la supuesta civilización que se llevaba allende el océano, la exigencia de perdón se extiende a la Iglesia católica, cursándola ante el Papa. Está claro que el telón de fondo del planteamiento del líder mexicano es de cuño indigenista, con el añadido que insoslayablemente hay que considerar: el indigenismo ha jugado un papel fundamental en la conformación de la identidad nacional de México, que se evidencia en las retóricas políticas, en sus artes, sobre todo en el muralismo, destacando al respecto el de Rufino Tamayo en el Palacio de Bellas Artes de la capital, expuesto bajo el rótulo Nacimiento de nuestra nacionalidad, hasta las claves intelectuales del Museo de Antropología, de obligada visita en la capital azteca–.
No faltan tratamientos muy cuidadosos respecto a tales cuestiones, como los del escritor y filósofo Luis Villoro, cuando destaca cómo aún queda en los mismos Estados Unidos de México transitar hacia la autonomía de los pueblos indígenas –demanda del zapatismo–; o los del antropólogo Guillermo Bonfil, quien, en su obra México profundo. Una civilización negada, ofrece un pormenorizado análisis de cómo el reverso del indigenismo ideológicamente invocado fue una desindianización de la sociedad y la cultura mexicanas. Cosas tales deberían inducir un lenguaje más comedido cuando se habla en nombre de los pueblos indígenas, pero, con todo, eso no resta importancia a la cuestión de fondo que el presidente de México reivindica. No hay que perder de vista que lo hace ante la inminencia de las previsibles conmemoraciones que en un futuro inmediato puede haber con motivo del quinto centenario de la conquista de México por Hernán Cortés, un tema de importancia cultural y política suficiente como para tratarlo con tacto si no se quiere reeditar una cadena de interpretaciones dispares en conflicto como las que hubo cuando los fastos del “Descubrimiento”.

Reconocimiento y perdón
Punto crucial, a la vez que especialmente delicado, es el núcleo mismo de lo exigido: una petición de perdón. En buena lógica, cuando se trata de reivindicar un reconocimiento que en su momento no tuvo lugar, sino que, por el contrario, lo que se dio fue la barbarie de crímenes sin cuento, plantear una petición de perdón como acto de reparación simbólica –es lo menos– no es descabellado. No obstante, no se puede soslayar que el lenguaje del perdón presenta dificultades, pues de suyo implica ser formulado en primera persona por quienes asumen su culpabilidad por hechos que ellos mismos han protagonizado. Cabe, aun así, que se pida perdón haciendo extensiva esa condición de primera persona a un nosotros constituido por los próximos, máxime si faltan quienes fueron victimarios al cometer los crímenes que se trata de reparar de alguna forma. Razonamiento análogo cabe hacer respecto a las víctimas: pueden perdonar en primera persona, del singular o del plural, o pueden todavía hacerlo en nombre de deudos próximos. Por otra parte, el lenguaje del perdón es lenguaje que se expresa en registro moral, como corresponde a sujetos que se expresan en primera persona, lo cual tiene incidencia política cuando los hechos conducen a ello, pero sin que eso suponga anular la distancia entre lo moral y lo político. El riesgo de caer en un excesivo moralismo político, que se presta a manipulación de corte populista, puede superarse siempre que nos movamos en una política moralmente orientada, la cual, en casos como éste, ha de encaminarse a la asunción de responsabilidades –somos responsables incluso de lo que no somos directamente culpables– que debe acompañar a ineludibles exigencias de reconocimiento.
Vistas las cosas así, es posible encontrar un punto de convergencia y acuerdo entre la España actual y el México de hoy, poniendo en común responsabilidades diferenciadas, pero susceptibles de ser compartidas, respecto a los pueblos indígenas, atendiendo a las exigencias de una dinámica de reconocimiento que, en nombre de la memoria de víctimas del pasado con las cuales se mantiene una deuda que no se puede eliminar, procede ahora a un reconocimiento de derechos que tenga en cuenta la injusticia padecida. España ha de asumir su responsabilidad por una dura historia de dominio colonial, y reconocer eso de la manera adecuada supone no entrar en caricaturas historicistas aludiendo a que Roma no pide perdón por el asedio a Numancia o a que nosotros no exigimos a Francia perdón por los desmanes de las tropas napoleónicas. Mas por otra parte, cierto es también que si a lo que viene demandado por una sensibilidad anticolonialista se suma lo que la crítica decolonial saca a la luz, la misma sociedad mexicana también tendría que hacer lo que le corresponda por la marginación histórica, tras la independencia, de las comunidades indígenas. La retórica de Vasconcelos sobre la “raza cósmica” no llegó a propiciar los logros inclusivos que serían deseables, por lo que el mismo Leopoldo Zea no dejó de hablar décadas después de la “emergencia de los marginados” en el México actual.
Haría bien España, no sólo ante México, sino ante toda Latinoamérica, en recoger el guante de lo que debemos asumir como exigencia de reconocimiento desde una memoria fiel a la verdad y que no huye ante demandas de justicia. No hace falta exagerar bondades de un mestizaje que, aun bajo prácticas violentas en muchos casos, propició, con la parte positiva de un legado transmitido, lo que hoy es herencia en común, para desde ésta conjugar esfuerzos frente a las dinámicas actuales de neocolonialismo –desde España también se producen, a la vez que en ella se padecen a partir de los centros de poder de este mundo globalizado, lo mismo que México las sufre, sobre todo a partir de su vecino del norte–. Tarea común es ir erradicando las situaciones de dependencia, permanentemente generadoras de desigualdades. Si en México tenemos una plaza de las Tres Culturas –plazo de Tlatelolco, en denominación mexica–, concitando recuerdos positivos y negativos, pretéritos y contemporáneos, que no deben olvidarse, en España bien podríamos activar cauces del reconocimiento debido a quienes sufrieron una terrible historia de imperialismo y colonización –ese reverso de la modernidad europea– que por estos lares se niegan a ver los negacionistas que se llenan la boca de “Reconquista”. No hay que tragarse la “leyenda negra”, pero tampoco hay que blanquear la historia.

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