domingo, 17 de marzo de 2019

Es cosa del karma, querido Isaac;o sea, el suma y sigue de una metedura de pata global detrás de otra, sin más ancedentes recordables que el diluvio, pero esta vez, sin arca ni ná de ná y un "noé" terrorista antiecológico que se llama Donald, como el pato...Ains!

- ¿Qué prefieres: morir de sed o de cólera?
Es una pregunta dramática, claramente exagerada, humor negro, porque no hace ni veinticuatro horas que se acabó el agua mineral, y estoy seguro de que en cualquier momento aparecerá por el cielo el primer avión de rescate, ahora que el viento parece aflojar. No pienso beber agua de los charcos, ya he visto a varios colegas con diarrea nada más probarla. Así que la verdadera pregunta para mí es otra: ¿por qué tuvimos que venir aquí?
- ¿Qué prefieres: morir de sed o de cólera?
Me lo acaba de preguntar un miembro de la delegación brasileña, y me ha brindado una botella de Perrier rellena con un líquido nada incoloro, e imagino que tampoco inodoro ni insípido. Supongo que me la ofrece como pipa de la paz, después de que ayer nos separasen cuando disputábamos a guantazos el último botellín del último minibar de la última habitación que conseguimos abrir. Ante mi desconfianza, le ha dado un pequeño sorbo, disimulando la repugnancia. Yo la he rechazado, pese a que no me queda saliva en la boca y me duele la cabeza. Ya ni siquiera sudo, pese al calor tropical que ahí afuera descompone cadáveres flotantes de animales –y de hombres, me dijo una traductora que se asomó hace un rato, y que no estaba segura de si entre los cuerpos hinchados y desnudos había alguno de los nuestros o eran nativos.
¿Por qué tuvimos que venir aquí? Esa es la pregunta. Se la hago a todo el que me cruzo por los pasillos, aunque sean simples funcionarios como yo. Se la lanzo a los que dormitan en las butacas del auditorio, frente al gran cartel todavía colgado de la pared, como una burla: sobre fondo blanco, un planeta Tierra dibujado, al que le salen unas infantiles flores, y en grandes letras coloridas nuestro lema, que ahora parece un sarcasmo: Together for a better Future.
- Varios agentes de seguridad han conseguido llegar hasta la cocina –me dice un colega de la delegación rusa-, pero no hay nada comestible, el mar entró y se lo llevó todo.
- ¿Por qué tuvimos que venir aquí? –es toda mi respuesta.
- He oído que está cerca un barco de la Marina –me dice otro, creo que sudafricano.
- Por qué tuvimos que venir aquí –le suelto yo, afirmando más que preguntando pues no espero respuesta, o no la necesito: la conozco de sobra.
Vinimos a esta jodida isla porque tampoco teníamos muchos lugares disponibles para celebrar nuestra cumbre. Las grandes capitales ni las consideramos, ningún ayuntamiento querría ser anfitrión. Unos, porque han decidido tomar sus propias medidas contra la contaminación, y son muy críticos con los gobiernos. Otros, la mayoría, porque no quieren problemas: las últimas cumbres obligaron a enormes operativos policiales por las manifestaciones, a las que hace tiempo que no van solo estudiantes. Y tampoco nuestros presidentes y ministros quieren arriesgarse a salir otra vez en helicóptero, como en Londres, cuando la gente rodeó la sede y amenazó con no dejarnos marchar hasta que aprobásemos un documento de medidas, que nos dieron ya redactado. Muy demócratas ellos, sí.
El Gobierno italiano sí se mostró dispuesto a acoger la cumbre, pero ni lo pensamos: yo aún tengo marcas en la piel de mi última visita a Milán, por las picaduras de esos monstruosos mosquitos. El propio presidente italiano acabó retirando su invitación, no por los mosquitos o los casos de dengue, sino por el agravamiento de la crisis migratoria que afecta al sur del país, crisis de la que por supuesto también tiene la culpa el cambio climático, ¡como si no hubiese habido sequías y migraciones a lo largo de la historia! Como el chiste que contó el monologuista en la apertura: la mujer que pilla al marido con otra en la cama, y él se excusa: “cariño, no es mi culpa, es el cambio climático”.
Un mes antes de la cumbre, India y Pakistán rivalizaron por acogerla, pero las inundaciones monzónicas lo frustraron. Y cuando ya estaba todo preparado para celebrarla por fin en Los Ángeles, la ola de incendios de hace tres semanas se llevó por delante el auditorio, a cuya entrada habíamos colgado ya el cartel. Bien contentos estaban los ecologistas, que cogieron esa imagen, el pabellón arrasado y el cartel chamuscado donde todavía se ve nuestro logo, y la convirtieron en icono de su protesta contra el cambio climático, la inacción de los gobiernos, la codicia de las empresas y bla-bla-blá… La habitual demagogia ecoboba, como si no hubiese habido siempre incendios y lluvias monzónicas, y por supuesto extinciones de especies y calentamientos y enfriamientos planetarios desde hace millones de años. Pero nada, ya se sabe que la histeria climatóloga vende bien. Que se lo pregunten a todos esos científicos y ecobobos que viven de lujo gracias al cambio climático que dicen combatir.
En fin, hubo quien propuso Suiza como último recurso, pero estaba reciente la trágica avalancha de nieve del último Davos, y con el calor que han tenido al final del invierno nadie se fía.
Teníamos la opción de no celebrar la cumbre, pero eso daría más gasolina a los que protestan, que a esa gente no hay quien la entienda: si nos reunimos, dicen que las cumbres no sirven para nada, que son solo un lavado de cara, un despilfarro de dinero y un montón de palabras vacías. Pero si no nos reunimos nos acusan de irresponsables. Qué daño ha hecho todo ese ecologismo infantiloide, con sus estudiantitas suecas que van a los parlamentos a soltar discursitos encendidos. “Nuestra civilización está siendo sacrificada para que unos pocos tengan la oportunidad de seguir haciendo grandes cantidades de dinero…” “Ustedes dicen que aman a sus hijos por encima de todo, pero les están robando su futuro…” ¡Y luego nos acusan a nosotros de palabrería hueca!
Así fue como acabamos en esta isla, a miles de kilómetros del continente y con vuelos a precio de oro, donde no pueden llegar las niñatas suecas ni los ecobobos con sus simpáticas acciones sorpresa. ¡Tartazos al presidente, desnudos colectivos, disfraces de animales extinguidos, activistas colgados de monumentos! Así van a salvar ellos el planeta, sí.
Reconozco que me pareció buena idea venir a esta isla, aunque ahora me arrepienta. Un resort en la playa, con bungalows, cócteles, camareras nativas, spa y todo incluido. Me lo había ganado después de comerme tantas cumbres. Ahora miro por la ventana y no hay playa, el agua todavía no se ha retirado, y de los bungalows solo quedan tablones flotando. Y vuelvo a preguntarme por qué tuvimos que venir aquí. Aunque en realidad la pregunta es otra, más exacta: ¿por qué no nos fuimos cuando todavía estábamos a tiempo?
- A la delegación norteamericana aún le funciona el equipo de satélite –me dice en inglés un directivo de Gazprom-. Parece que la ayuda está cerca.
- ¿Por qué no nos fuimos cuando todavía estábamos a tiempo? –le pregunto sin molestarme en traducir, porque sé bien la respuesta.
La alerta saltó apenas llegamos, dos días antes de la inauguración de la cumbre. El Centro Nacional de Huracanes avisó de una depresión tropical que evolucionaba hacia tormenta con fuertes vientos, y con potencial para convertirse en ciclón. Aunque todavía estaba muy lejos, su desplazamiento era imprevisible.
- Ni caso, ya sabemos a qué juegan esos meteorólogos –fue la respuesta de mi ministro, recordando el manifiesto reciente de los responsables del seguimiento de huracanes de todo el planeta. En el texto, además de pedirnos las habituales “medidas urgentes”, insistían en relacionar la mayor frecuencia y agresividad de ciclones con los efectos del cambio climático, cosa que ya hemos discutido en anteriores cumbres sin que los expertos se pongan de acuerdo.
Cuando al día siguiente rebajaron el nivel de alerta porque perdía intensidad y giraba hacia el oeste, ya como inofensiva depresión tropical, todos coincidimos en acusar de alarmismo a unos meteorólogos con ganas de notoriedad. Pero solo veinticuatro horas después, el mismo día de la inauguración, el Centro emitió un nuevo aviso, esta vez de nivel rojo: la perturbación atmosférica había tomado nuevo rumbo en contacto con una zona de bajas presiones, evolucionaba rápidamente hacia tormenta y previsiblemente llegaría a ciclón. Además, venía directa hacia nosotros. Y tenía nombre: Greta.
- ¿En serio? ¿Esos imbéciles le han puesto Greta a su puta tormenta? –bramó el presidente estadounidense, sin importarle que el micrófono estuviese abierto-. ¿Así pretenden asustarnos, o simplemente se están riendo de nosotros?
En el sistema alfabético para nombrar huracanes tocaba en efecto la letra G, y tenía que ser femenino. Podían haber escogido cualquier nombre, entre muchos disponibles. Gina, Gloria, Grace. Pero tuvieron que escoger Greta, cosa que en la cumbre todos tomamos por una burla, confirmada por la previsible reacción de los ecobobos de todo el mundo: en seguida dispararon sus chistes, fotomontajes con un huracán de dibujos animados al que ponían el rostro de la niñata sueca esa, y todos los gobernantes huyendo despavoridos. Evidentemente era una burla, una provocación. O eso creímos.
En la segunda jornada, mientras seguíamos las reuniones, la alerta había subido al nivel máximo: pronosticaban un ciclón de fuerza cinco, que tocaría tierra en menos de cuarenta y ocho horas. Consiguieron que la discusión se colase en el plenario:
- En esta zona del océano no hay ciclones en estas fechas, lo más probable es que se disipe o cambie de dirección…
- Las imágenes de satélite parecen muy preocupantes…
- ¿Desconvocar la cumbre? ¡Ni de broma! Sería una humillación, ya estoy viendo los titulares: “Greta derrota a los líderes mundiales”.
- Los dos últimos años han sido los peores en lo que va de siglo. La aseguradora ha advertido de que no asume el riesgo si decidimos quedarnos…
- No sería la primera vez ni la última que las previsiones apocalípticas de todos esos catastrofistas se quedan en nada. Esta vez han ido demasiado lejos, nos toman el pelo…
Al tercer día, con Greta a menos de veinticuatro horas de tocar tierra, se aceleró la evacuación de habitantes de la isla. Varios barcos hicieron puente hacia el continente, y se produjeron las primeras deserciones en la cumbre: todo los expertos de organismos internacionales, y los pocos científicos que todavía participan en nuestras reuniones. Tampoco le dimos importancia, pues ya habían venido enfadados de casa: se quejaban de la presencia de “negacionistas”, como ellos los llaman, y criticaron que en el programa hubiese un panel sobre los efectos positivos del cambio climático en el turismo, la agricultura y la navegación ártica.
En la cuarta jornada todos los medios llevaban en portada a Greta, y empezamos a alarmarnos, sí. Pero aún confiábamos en que fuese solo histeria, el populismo huracanado con que siempre buscan audiencia: pocas cosas excitan más a los espectadores que un poco de viento y lluvia, como la que ya empezábamos a sentir en la isla.
Al final de la mañana nos dieron la última oportunidad de salir en el barco, al que subió la mayoría de periodistas acreditados, funcionarios de segundo nivel y trabajadores del resort que preferían ser despedidos antes que quedarse a esperar a Greta. Nosotros decidimos seguir con el programa previsto. Y pudimos completar casi toda la jornada, hasta que la última mesa quedó interrumpida por el apagón, mientras la lluvia horizontal fusilaba los ventanales y el viento doblaba las palmeras ahí afuera.
Por qué no nos fuimos cuando todavía estábamos a tiempo.

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