Greta, fuerza 5
Gobiernos, expertos, negacionistas, ecologistas, ciudadanos movilizados y la enésima cumbre contra el cambio climático
Décima entrega de 'Letra pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
Décima entrega de 'Letra pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
- ¿Qué prefieres: morir de sed o de cólera?
Es
una pregunta dramática, claramente exagerada, humor negro, porque no
hace ni veinticuatro horas que se acabó el agua mineral, y estoy seguro
de que en cualquier momento aparecerá por el cielo el primer avión de
rescate, ahora que el viento parece aflojar. No pienso beber agua de los
charcos, ya he visto a varios colegas con diarrea nada más probarla.
Así que la verdadera pregunta para mí es otra: ¿por qué tuvimos que
venir aquí?
- ¿Qué prefieres: morir de sed o de cólera?
Me
lo acaba de preguntar un miembro de la delegación brasileña, y me ha
brindado una botella de Perrier rellena con un líquido nada incoloro, e
imagino que tampoco inodoro ni insípido. Supongo que me la ofrece como
pipa de la paz, después de que ayer nos separasen cuando disputábamos a
guantazos el último botellín del último minibar de la última habitación
que conseguimos abrir. Ante mi desconfianza, le ha dado un pequeño
sorbo, disimulando la repugnancia. Yo la he rechazado, pese a que no me
queda saliva en la boca y me duele la cabeza. Ya ni siquiera sudo, pese
al calor tropical que ahí afuera descompone cadáveres flotantes de
animales –y de hombres, me dijo una traductora que se asomó hace un
rato, y que no estaba segura de si entre los cuerpos hinchados y
desnudos había alguno de los nuestros o eran nativos.
¿Por
qué tuvimos que venir aquí? Esa es la pregunta. Se la hago a todo el
que me cruzo por los pasillos, aunque sean simples funcionarios como yo.
Se la lanzo a los que dormitan en las butacas del auditorio, frente al
gran cartel todavía colgado de la pared, como una burla: sobre fondo
blanco, un planeta Tierra dibujado, al que le salen unas infantiles
flores, y en grandes letras coloridas nuestro lema, que ahora parece un
sarcasmo: Together for a better Future.
- Varios
agentes de seguridad han conseguido llegar hasta la cocina –me dice un
colega de la delegación rusa-, pero no hay nada comestible, el mar entró
y se lo llevó todo.
- ¿Por qué tuvimos que venir aquí? –es toda mi respuesta.
- He oído que está cerca un barco de la Marina –me dice otro, creo que sudafricano.
-
Por qué tuvimos que venir aquí –le suelto yo, afirmando más que
preguntando pues no espero respuesta, o no la necesito: la conozco de
sobra.
Vinimos a esta jodida isla porque tampoco
teníamos muchos lugares disponibles para celebrar nuestra cumbre. Las
grandes capitales ni las consideramos, ningún ayuntamiento querría ser
anfitrión. Unos, porque han decidido tomar sus propias medidas contra la
contaminación, y son muy críticos con los gobiernos. Otros, la mayoría,
porque no quieren problemas: las últimas cumbres obligaron a enormes
operativos policiales por las manifestaciones, a las que hace tiempo que
no van solo estudiantes. Y tampoco nuestros presidentes y ministros
quieren arriesgarse a salir otra vez en helicóptero, como en Londres,
cuando la gente rodeó la sede y amenazó con no dejarnos marchar hasta
que aprobásemos un documento de medidas, que nos dieron ya redactado.
Muy demócratas ellos, sí.
El Gobierno italiano sí se
mostró dispuesto a acoger la cumbre, pero ni lo pensamos: yo aún tengo
marcas en la piel de mi última visita a Milán, por las picaduras de esos
monstruosos mosquitos. El propio presidente italiano acabó retirando su
invitación, no por los mosquitos o los casos de dengue, sino por el
agravamiento de la crisis migratoria que afecta al sur del país, crisis
de la que por supuesto también tiene la culpa el cambio climático, ¡como
si no hubiese habido sequías y migraciones a lo largo de la historia!
Como el chiste que contó el monologuista en la apertura: la mujer que
pilla al marido con otra en la cama, y él se excusa: “cariño, no es mi
culpa, es el cambio climático”.
Un mes antes de la
cumbre, India y Pakistán rivalizaron por acogerla, pero las inundaciones
monzónicas lo frustraron. Y cuando ya estaba todo preparado para
celebrarla por fin en Los Ángeles, la ola de incendios de hace tres
semanas se llevó por delante el auditorio, a cuya entrada habíamos
colgado ya el cartel. Bien contentos estaban los ecologistas, que
cogieron esa imagen, el pabellón arrasado y el cartel chamuscado donde
todavía se ve nuestro logo, y la convirtieron en icono de su protesta
contra el cambio climático, la inacción de los gobiernos, la codicia de
las empresas y bla-bla-blá… La habitual demagogia ecoboba, como si no
hubiese habido siempre incendios y lluvias monzónicas, y por supuesto
extinciones de especies y calentamientos y enfriamientos planetarios
desde hace millones de años. Pero nada, ya se sabe que la histeria
climatóloga vende bien. Que se lo pregunten a todos esos científicos y
ecobobos que viven de lujo gracias al cambio climático que dicen
combatir.
En fin, hubo quien propuso Suiza como último
recurso, pero estaba reciente la trágica avalancha de nieve del último
Davos, y con el calor que han tenido al final del invierno nadie se fía.
Teníamos
la opción de no celebrar la cumbre, pero eso daría más gasolina a los
que protestan, que a esa gente no hay quien la entienda: si nos
reunimos, dicen que las cumbres no sirven para nada, que son solo un
lavado de cara, un despilfarro de dinero y un montón de palabras vacías.
Pero si no nos reunimos nos acusan de irresponsables. Qué daño ha hecho
todo ese ecologismo infantiloide, con sus estudiantitas suecas que van a
los parlamentos a soltar discursitos encendidos. “Nuestra
civilización está siendo sacrificada para que unos pocos tengan la
oportunidad de seguir haciendo grandes cantidades de dinero…” “Ustedes
dicen que aman a sus hijos por encima de todo, pero les están robando su
futuro…” ¡Y luego nos acusan a nosotros de palabrería hueca!
Así
fue como acabamos en esta isla, a miles de kilómetros del continente y
con vuelos a precio de oro, donde no pueden llegar las niñatas suecas ni
los ecobobos con sus simpáticas acciones sorpresa. ¡Tartazos al
presidente, desnudos colectivos, disfraces de animales extinguidos,
activistas colgados de monumentos! Así van a salvar ellos el planeta,
sí.
Reconozco que me pareció buena idea venir a esta
isla, aunque ahora me arrepienta. Un resort en la playa, con bungalows,
cócteles, camareras nativas, spa y todo incluido. Me lo había ganado
después de comerme tantas cumbres. Ahora miro por la ventana y no hay
playa, el agua todavía no se ha retirado, y de los bungalows solo quedan
tablones flotando. Y vuelvo a preguntarme por qué tuvimos que venir
aquí. Aunque en realidad la pregunta es otra, más exacta: ¿por qué no
nos fuimos cuando todavía estábamos a tiempo?
- A la
delegación norteamericana aún le funciona el equipo de satélite –me dice
en inglés un directivo de Gazprom-. Parece que la ayuda está cerca.
-
¿Por qué no nos fuimos cuando todavía estábamos a tiempo? –le pregunto
sin molestarme en traducir, porque sé bien la respuesta.
La
alerta saltó apenas llegamos, dos días antes de la inauguración de la
cumbre. El Centro Nacional de Huracanes avisó de una depresión tropical
que evolucionaba hacia tormenta con fuertes vientos, y con potencial
para convertirse en ciclón. Aunque todavía estaba muy lejos, su
desplazamiento era imprevisible.
- Ni caso, ya sabemos
a qué juegan esos meteorólogos –fue la respuesta de mi ministro,
recordando el manifiesto reciente de los responsables del seguimiento de
huracanes de todo el planeta. En el texto, además de pedirnos las
habituales “medidas urgentes”, insistían en relacionar la mayor
frecuencia y agresividad de ciclones con los efectos del cambio
climático, cosa que ya hemos discutido en anteriores cumbres sin que los
expertos se pongan de acuerdo.
Cuando al día
siguiente rebajaron el nivel de alerta porque perdía intensidad y giraba
hacia el oeste, ya como inofensiva depresión tropical, todos
coincidimos en acusar de alarmismo a unos meteorólogos con ganas de
notoriedad. Pero solo veinticuatro horas después, el mismo día de la
inauguración, el Centro emitió un nuevo aviso, esta vez de nivel rojo:
la perturbación atmosférica había tomado nuevo rumbo en contacto con una
zona de bajas presiones, evolucionaba rápidamente hacia tormenta y
previsiblemente llegaría a ciclón. Además, venía directa hacia nosotros.
Y tenía nombre: Greta.
- ¿En serio? ¿Esos imbéciles
le han puesto Greta a su puta tormenta? –bramó el presidente
estadounidense, sin importarle que el micrófono estuviese abierto-. ¿Así
pretenden asustarnos, o simplemente se están riendo de nosotros?
En
el sistema alfabético para nombrar huracanes tocaba en efecto la letra
G, y tenía que ser femenino. Podían haber escogido cualquier nombre,
entre muchos disponibles. Gina, Gloria, Grace. Pero tuvieron que escoger
Greta, cosa que en la cumbre todos tomamos por una burla, confirmada
por la previsible reacción de los ecobobos de todo el mundo: en seguida
dispararon sus chistes, fotomontajes con un huracán de dibujos animados
al que ponían el rostro de la niñata sueca esa, y todos los gobernantes
huyendo despavoridos. Evidentemente era una burla, una provocación. O
eso creímos.
En la segunda jornada, mientras seguíamos
las reuniones, la alerta había subido al nivel máximo: pronosticaban un
ciclón de fuerza cinco, que tocaría tierra en menos de cuarenta y ocho
horas. Consiguieron que la discusión se colase en el plenario:
- En esta zona del océano no hay ciclones en estas fechas, lo más probable es que se disipe o cambie de dirección…
- Las imágenes de satélite parecen muy preocupantes…
-
¿Desconvocar la cumbre? ¡Ni de broma! Sería una humillación, ya estoy
viendo los titulares: “Greta derrota a los líderes mundiales”.
-
Los dos últimos años han sido los peores en lo que va de siglo. La
aseguradora ha advertido de que no asume el riesgo si decidimos
quedarnos…
- No sería la primera vez ni la última que
las previsiones apocalípticas de todos esos catastrofistas se quedan en
nada. Esta vez han ido demasiado lejos, nos toman el pelo…
Al
tercer día, con Greta a menos de veinticuatro horas de tocar tierra, se
aceleró la evacuación de habitantes de la isla. Varios barcos hicieron
puente hacia el continente, y se produjeron las primeras deserciones en
la cumbre: todo los expertos de organismos internacionales, y los pocos
científicos que todavía participan en nuestras reuniones. Tampoco le
dimos importancia, pues ya habían venido enfadados de casa: se quejaban
de la presencia de “negacionistas”, como ellos los llaman, y criticaron
que en el programa hubiese un panel sobre los efectos positivos del
cambio climático en el turismo, la agricultura y la navegación ártica.
En
la cuarta jornada todos los medios llevaban en portada a Greta, y
empezamos a alarmarnos, sí. Pero aún confiábamos en que fuese solo
histeria, el populismo huracanado con que siempre buscan audiencia:
pocas cosas excitan más a los espectadores que un poco de viento y
lluvia, como la que ya empezábamos a sentir en la isla.
Al
final de la mañana nos dieron la última oportunidad de salir en el
barco, al que subió la mayoría de periodistas acreditados, funcionarios
de segundo nivel y trabajadores del resort que preferían ser despedidos
antes que quedarse a esperar a Greta. Nosotros decidimos seguir con el
programa previsto. Y pudimos completar casi toda la jornada, hasta que
la última mesa quedó interrumpida por el apagón, mientras la lluvia
horizontal fusilaba los ventanales y el viento doblaba las palmeras ahí
afuera.
Por qué no nos fuimos cuando todavía estábamos a tiempo.
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