De vacío
Una ficción sobre la España vaciada y esa otra España llena, rellena, un sumidero inclinadísimo hacia el que cae todo
Duodécima entrega de 'Letra pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
Duodécima entrega de 'Letra pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
–¿Qué hacemos, nos vamos ya?
El
conductor se impacienta, echa cuentas de los kilómetros y las horas que
tenemos por delante, quiere llegar al pueblo antes de que se vaya el
sol, evitar el último tramo de carretera de noche. Yo le digo que espere
un rato más, que no nos vamos a ir sin ellos. Algo les habrá pasado, un
despiste, Madrid es muy grande, y si no lo conoces es fácil perderte,
coger el metro equivocado y acabar en la otra punta.
El nuestro es el último autobús que queda en la
explanada, todos los demás ya partieron hace más de una hora. Esta
mañana, al aparcar, caminamos entre ellos y leíamos los nombres de los
pueblos en los parabrisas. Mi hermano Fernando calculaba la población de
cada lugar según si habían llegado en tres autobuses (poco más de
ciento cincuenta habitantes), en dos (cien almas), o en uno solo como
nosotros, que encima ni siquiera lo llenamos. Cincuenta y cinco plazas,
cuarenta y dos vecinos.
Cuarenta y dos vecinos más los
nueve que se han quedado en el pueblo: cuatro demasiado ancianos o
achacosos para viajes largos, dos que tienen ganado y los animales no
dan descanso, y tres que decían temer robos aprovechando el pueblo
vacío. Cuarenta y dos más nueve: cincuenta y un vecinos.
El
conductor y yo estamos esperando a cuarenta y uno, yo soy el único que
al terminar la manifestación me vine directo para acá, a echarme una
siesta a bordo, ninguna gana de pasear por Madrid después del madrugón
que me tuve que pegar para dejar la faena hecha antes de salir. Luego
las cinco horas de viaje, los niños que se marearon con las curvas hasta
coger por fin la autovía, en la que nos adelantaban y adelantábamos
otros autocares como el nuestro, los ventanales con pancartas y el
saludo orgulloso al vernos, hasta llegar por fin. "Esto ya es Madrid",
preguntaba la niña de los Marín desde cincuenta kilómetros antes, al ver
tanto polígono industrial.
Desde el autobús nos
burlábamos de las urbanizaciones con todas las casas iguales y
apretadas, y esas torres de pisos donde la gente no ve más que ladrillo
al asomarse a la terraza y eso cuando tienen terraza, que ya hay que
tener ganas de vivir tan agobiados. Los más graciosos eran los pequeños,
la niña de los Marín y los dos hijos de Carmen y Antonio: todo lo que
veían les parecía "como en la tele", y miraban muy concentrados a los
coches atascados "por si vemos un famoso", que se piensan que en Madrid
los famosos andan por la calle así, para que la gente se haga foto con
ellos. Los dos únicos mozos, Samuel y Carlitos, que no habían levantado
los ojos del jodido móvil desde que cogieron cobertura, al llegar a
Madrid solo se interesaban por los centros comerciales, tan grandes y
abiertos en domingo, con pandillas de chavales como ellos alrededor.
–Se
nos va a hacer de noche y la carretera esa es muy traicionera– insiste
el conductor, pero le ruego que espere, no podemos volvernos de vacío,
llegarán todos en cualquier momento. En situaciones así me arrepiento un
poco de no tener móvil para llamarlos o que me llamen si les ha pasado
algo. ¿A todos les ha pasado algo? Sería un "algo" diferente a cada uno:
al terminar la manifestación nos separamos, quedamos en reencontrarnos a
las cuatro y media en el autobús, y cada uno se fue a sus cosas.
Los
Marín, por ejemplo: en la manifestación quedaron con sus primos, que
llevan viviendo aquí más de diez años. Les escuché contar que echan
mucho de menos el pueblo, que están deseando que llegue la Semana Santa
para ir, pero que ni locos volverían, en Madrid están mucho mejor, se
matan a trabajar y todo es muy caro pero por lo menos los niños pueden
relacionarse con otros niños, y cuando el marido se queda sin trabajo no
tarda en encontrar otra cosa, se acabó lo de irse de temporero como
hacía antes, como sigue haciendo Marín padre. Al terminar la
manifestación los invitaron a comer en su piso, y creo que viven en las
afueras, tienen que coger el metro y luego un tren. Eso es lo que les
habrá pasado, seguro que se han despistado con el metro.
Carmen
y Antonio en cambio no se fueron muy lejos: al Retiro. "Para que los
niños puedan jugar con otros niños", dijo ella, que se pasó la
manifestación preguntando a los primos de los Marín por el colegio de
sus hijos, que cuántos hay en cada clase, y que si van andando, porque
dice que está ya harta de que los suyos tengan que coger cada día el
autobús de ruta por esas carreteras, o que se pasen una semana sin
colegio cada vez que nieve.
¿Quién más? El hijo y la
nuera de mi compadre, esos querían ir de compras, y a su Carlitos lo
dejaron dar una vuelta con su primo, que este año ha empezado la
universidad aquí. Seguro que el Carlitos se ha ido de juerga con la
pandilla del primo y andarán sus padres buscándolo, por eso se retrasan.
El
Samuel en cambio no se quiso ir con Carlitos, ni acompañar a su madre a
una exposición de no sé qué pintor. Dijo que había quedado con unos
conocidos que hacen teatro, que es lo que a él le gustaría hacer, aunque
para mí que se fue al barrio ese de los gays.
–Yo mucho más no espero, que no cobro por horas– amenaza el conductor.
El
que más me preocupa es mi hermano Fernando. Durante la manifestación le
dio un mareo de tantas horas de pie, que ya son ochenta y tres años, y
unos chavales lo acompañaron a urgencias. Solo me dijeron que iban a un
hospital, como si hubiera pocos. Este es capaz de convencer a los
médicos para que le hagan la diálisis, y así se ahorra ir mañana a la
capital.
Del que menos me fío de que vuelva es Paco.
Había quedado con su hermana, que vive en Madrid desde que se casó, y me
da que lo va a convencer para que vendan la casa familiar. Él lleva
años que no, pero su hermana le habló de unos que quieren montar un
hotel rural y le ponen el dinero en mano. Conociéndola, seguro que tiene
ya los papeles redactados y hasta cita con el notario para mañana
mismo.
Y otro tanto con Jaime, el último de los Cabeza
que queda en el pueblo. Durante la manifestación se paró en un par de
empresas de trabajo, a mirar los anuncios del escaparate. No me
extrañaría que se hubiese ido a dejar currículum en las tiendas y bares,
que está todo abierto aunque sea domingo. Como encuentre algo este se
mete detrás del mostrador hoy mismo y ya no lo sacamos de ahí. Es hasta
capaz de quedarse limpiando culos, como hace su hermana en Barcelona.
Jaime vino a la manifestación a regañadientes, y se pasó todo el viaje
quejándose: que si los políticos mucho blablablá sobre la España vacía y
luego las ayudas dónde acaban; que ahora por las elecciones nos
prometerán el oro y el moro y dentro de unos meses si te he visto no me
acuerdo; que con la cochambre de carreteras no hay manera de montar un
negocio en la comarca; que la cosecha este año viene jodida y para lo
que pagan el kilo no le merece la pena recogerla; que está hasta los
santos cojones de los urbanitas que vienen al pueblo vestidos de
exploradores y hacen fotos a todo y nos hablan muy alto como si fuésemos
extranjeros o retrasados para decirnos que nos envidian por la
tranquilidad y el aire limpio; y con esa matraca se pasó las cinco horas
de viaje.
Yo le discutí, no porque no tuviera razón
sino para que no decayera el ánimo en el autobús. Si todos pensásemos
como tú no quedaba ni dios en medio país, le reproché: que si hay una
España vaciada es porque hay otra España llena, rellena. Le dije que
Madrid es un agujero negro que se traga las provincias de alrededor y
las de más allá, un sumidero inclinadísimo hacia el que cae todo: el
dinero, las empresas, las infraestructuras, el trabajo y al final
también la gente, pero que no se crea que aquí atan a los perros con
longanizas, que no sería el primero que acaba volviendo al pueblo
desengañado. Pero él erre que erre, que lo de la manifestación está muy
bonito y tenemos toda la razón pero como esto no cambie cualquier día
coge la maleta y se va a Alemania como su abuelo.
–Bueno, ¿qué? ¿Arrancamos de una vez? Ya les hemos dejado tiempo más que de sobra.
–No. Esperaremos un poco más. No vamos a volver de vacío.
–No. Esperaremos un poco más. No vamos a volver de vacío.
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