El algoritmo mata la democracia
El debate público no
es real. Es producto de una ficción intoxicada. Aquí es donde entra en
juego el papel blanqueador de los medios convencionales. Entiendo que no
haya aún forma de imponer una ética a los algoritmos pero entiendo
menos que la ética de los medios se la hayan tragado los algoritmos
Elisa Beni
Aún no ha empezado la
campaña pero estamos en campaña. Llevamos años en campaña y esto no
cambiará. Hay que acostumbrarse, no lamentarse. El siglo ha despertado y
trae realidades nuevas, cambiantes, líquidas y también inaprensibles. O
no lo son y simplemente se ha complicado infinitamente la posibilidad
de saber quiénes somos, qué hacemos, quién nos dice qué y con qué
efectos. En todo caso la democracia tal y como la conocemos sólo puede
basarse, todos lo hemos estudiado, en una opinión pública informada y
libre. Sólo un ciudadano con acceso a los datos reales y pertinentes
para formar libremente su criterio es el ciudadano de una democracia
liberal. Hasta ahora hemos peleado mucho para que la información pudiera
fluir de forma libre y sin censuras pero ahora nos encontramos con el
problema no sólo de un excesivo flujo sino de que nos hemos quedado sin
guardias que ordenen el tráfico o, por ser más precisos, hemos dejado
que sea el capital el que se otorgue esa función a sí mismo.
Cuatro
o cinco empresas establecidas a nivel mundial tienen el poder de
decidir qué vemos con seguridad y qué no vemos porque se pierde en el
fárrago del tráfico. Esa es la realidad. No son ya los sistemas los que
nos censuran sino que es el modelo de negocio de unas pocas empresas, ni
siquiera de la mayoría, que se han atribuido no sólo el derecho a
hacerlo sino que se han asegurado de que su decisión no tendrá
consecuencias ni responsabilidad. Algo inaudito. Ninguna empresa
periodística ha tenido jamás el poder de ser irresponsable. Ninguna.
El problema no son los algoritmos sino la mente humana
que los diseña. Lo hace perfectamente para lograr sus objetivos que son
mantenernos cuanto más tiempo mejor en sus dominios aprovechando los
conocimientos que tienen de nuestro funcionamiento cognitivo y de los
sesgos que traemos de serie. El algoritmo tiene su lógica y nos la
impone a nosotros como individuos y a nuestros sistemas sociales y
políticos por ende. Un importante e inteligente empresario de este país
me decía hace poco: “¿por qué todo el mundo ha asumido que esas
concretas empresas pueden imponernos su modelo de negocio a todos?,
porque es su modelo de negocio y no otra cosa”. Su modelo de negocio no
nuestra libertad ni nuestra democracia ni nuestro modelo de mundo.
Uno
de los sesgos de los algoritmos que nos rigen es que lo provocador
genera apoyos y relevancia social. Algo que si es conocido por los
individuos en busca de su ‘momento Warhol’, es obvio que no ignoran los
propagandistas ni los pergeñadores de campañas políticas. Estamos en sus
manos. Provocar mediante proposiciones ajenas a las ideas de consenso
social les procura la mayor de las notoriedades. No importa qué burrada
sea. Eso les concita agenda, colocación, tráfico y les hace gratis la
campaña y el posicionamiento. No es nada nuevo. Lo han explicado por
activa y por pasiva los estudiosos de las campañas de los líderes
populistas y de ultraderecha de las últimas décadas. Aquí no nos damos
por enterados. Tenemos un partido de estas características cuyos líderes
obvian el discurso político normal -no conceden entrevistas, no admiten
preguntas de los periodistas ni dan ruedas de prensa, están
desaparecidos literalmente- y que lanzan a las fauces de las redes
propuestas descatalogadas, absurdas, que nadie demanda, y que de pronto
vemos convertidas en centro de debate de la campaña y de la sociedad.
Nos usan. Nos utilizan y les dejamos.
No seamos
ingenuos. El esquema está trazado. Han sido detectadas cuentas típicas
del astroturfing apoyando a ese partido. ¿Que qué es esto? Pues es un
sistema para aparentar lo que no se es. En este caso, son cuentas de
Twitter con un número de seguidores y una actividad que es propia de
usuarios individuales -tienen unos cientos de seguidores y no se han
creado ahora- pero que monitorizadas permiten detectar que hasta un
determinado momento tenían un tráfico y un contenido determinado que
luego cambia. Han sido vendidas. En la ‘deep’ web hay un mercado de
cuentas de este tipo para convertirlas en cuentas esclavas de granjas de
trolls. De este modo, algunas personas del partido o la opción concreta
controlan decenas de cuentas, aparentemente reales, que son lanzadas en
ataques sistemáticos contra partidos o personas o bien a hacer campaña,
copando el espacio real y aparentando que esa posición, minoritaria o
inexistente, tiene un gran seguimiento. Estas granjas existen incluso
con cuentas monitorizadas automáticamente. En México hay tradición desde
sus elecciones de 2012. Muchos ataques en redes contra periodistas o
políticos promovidos por esa formación en España han sido monitorizados
por expertos y conducen hasta estas granjas.
El debate
público no es real. Es producto de una ficción intoxicada. Aquí es
donde entra en juego el papel blanqueador de los medios convencionales.
Entiendo que no haya aún forma de imponer una ética a los algoritmos
pero entiendo menos que la ética de los medios se la hayan tragado los
algoritmos. La prensa convencional, necesitada también de clicks y de
presencia en redes o eso cree al menos, introduce estos falsos debates
en su agenda y así los blanquea y los convierte en reales. Después,
utiliza su propia programación y los fragmentos que se adecuan a este
lógica de la provocación para hacer su propia contribución a la
confusión en el espacio público.
Les hacemos la
campaña. Ellos no se mojan, no responden, no se prestan a una
interacción democrática y saludable con los medios de comunicación y con
los ciudadanos. Cuando se descubra el vacío de sus propuestas y de sus
soluciones será demasiado tarde. Los periodistas tenemos la obligación
de desenmascararlos con las armas que la profesión y la deontología nos
han puesto en las manos desde la consagración de la prensa como control
democrático. Todo lo contrario no es periodismo y constituye una actitud
no sólo peligrosa sino infame.
Los líderes políticos
no están exentos de responsabilidad. No pueden sumarse a esta ceremonia
de incineración de la democracia plena. No pueden utilizar estos métodos
y tampoco puede adherirse a los debates falsos y a la creación de una
agenda ficticia. No pueden posicionarse ni pactar con aquellos que ponen
en cuestión las reglas democráticas del juego, niegan la legitimidad de
sus oponentes, afirman su voluntad de restringir las libertades civiles
o toleran la violencia. No pueden hacerlo porque esos son los síntomas
que señalan a los autoritarios y su deber de combatirlos está incluso
por encima de su propósito de vencer.
Esto no tiene
vuelta atrás. Lo que se nos vende como propio de dioses amenaza con
volver a convertirnos en esclavos. Sólo en una sociedad democrática sana
seremos capaces de iniciar un diálogo fructífero sobre qué deseamos y
dónde vamos a autolimitar la tecnología y su desarrollo porque si ésta
amenaza a nuestra propia esencia, la humanidad, estaremos cavando la
tumba de nuestra civilización y de los espacios de libertad que la
caracterizan.
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