miércoles, 7 de septiembre de 2016

Todo tiene arreglo cuando se asume la propia responsabilidad




                         Resultado de imagen de educar no es llenar un vacío sino encender una llama


Banu llego a la Tierra un día muy caluroso de verano y le tocó entrar de repente en un cuerpecillo diminuto. Le costó unos cuantos días meterse en aquel recipiente enano, comprimiéndose como una butifarra o una salchicha. Lo consiguió, a pesar de todas las dificultades. Pero aquello era solo el principio de la aventura. Lo demás fue llegando poco a poco. Y no era nada fácil aterrizar de sopetón en un espacio tan limitado, conseguir que un haz de energía que no se puede ni medir ni contar, encajase de pronto en un brick tan pequeño y tan enrevesado, con un esqueleto, unos músculos, una piel, un cerebro, un corazón, unos pulmones, un hígado y un montón infinito de cachivaches viscerales, que se iban despertando como bellas durmientes corporales, según respiraba, lloraba, se movía y empezaba a tragar una sustancia tibia y dulzona que le enchufaban en cuanto abría la boca aunque fuese para bostezar o llorar un poco porque se cansaba de estar tumbado constantemente y no podía ver de qué iba aquello. Nadie parecía darse por enterado de sus dificultades de ajuste ni del suplicio que era para él un proceso tan complejo y fastidioso.

Poco a poco crecía y se alargaba como una cinta de vida llena de estremecimientos, de vértigo y sustos, a la que cambiaban de lugar, de ropa y de posición sin preguntarle, que se movía entre los brazos de una mujer y de un hombre a los que escuchaba llamar “mamá” y “papá” con la voz de otro ser más pequeño que ellos pero mucho más grande que él, al que acabó por identificar como un competidor, como otro cuerpo animado por la misma energía, pero distinto; que había llegado antes, sabía más, se movía solo y hablaba. Banu, en cambio, no podía hacer nada de aquello. Miraba pasmado y miedoso aquel entorno desconocido y no acababa de fiarse de nada ni de nadie. A veces intentaba fiarse del otro colega, al que estaba empezando a identificar con dos palabras que “papá” y “mamá” le encasquetaban según un cambiante criterio sin lógica: “el hermanito” o Mani. De Manel, como fue identificando por deducción forzosa.

Nadie le explicaba nada y si lo intentaban, él se hacía un lío con el aluvión de palabras incomprensibles que no encajaban en el barullo de tanta emoción y de tanto schock constante. Nadie podía imaginarse el suplicio que aguantaba Banu encerrado en su mundo de inseguridad y confusión, donde solo había una cosa segura: su llanto y lo que su llanto era capaz de movilizar a su alrededor. Fue descubriendo que, por ejemplo, su llanto tenía el poder de despertar a sus padres a cualquier hora de la noche, de hacer correr a su madre y dejar sus tareas inmediatamente para cogerlo en brazos y calmar su disgusto o incomodidad y de darle esa leche benefactora y calmante de sus angustias, o de hacer que con sus gritos de terror se castigase a Mani si él, Banu, le señalaba con el dedo como culpable de su dolor. El llanto inconsolable era su arma de combate, el taladro de todos los muros inexpugnables del mundo adulto y se dio cuente enseguida.

Así, pasaron meses y años. Banu crecía por fuera, pero no conseguía crecer por dentro al ritmo que él hubiera deseado crecer para ser el mejor, el más fuerte, el más popular y querido en la clase sin hacer esfuerzo alguno. Al contrario, veía con pánico, que cuanto más crecía su cuerpo, más se le escapaba su mundo de mínimas seguridades y más se alejaba la oportunidad de ser el crack que él se veía por dentro. Entonces decidió que crecer era un horror porque sin ser poderoso sobre los demás, uno se convertía en una cosita desprotegida y vulnerable. Ya no se era bebé y no se podía estar por casa haciendo con el llanto que todos estuviesen pendientes de él. Tampoco crecía tan rápido como para ser independiente de los demás y pasar de ellos. Y había que obedecer verdaderas estupideces como por ejemplo comer o hacer deberes. O lavarse los dientes después de las comidas que había que hacer por obligación y sin lógica ninguna. Con lo cómodo que hubiera sido ser bebé indefinidamente y no tener que afrontar ningún reto. Por eso decidió como cosa natural no hacerse mayor. Comer lo mínimo para no tener que crecer. El problema es que su naturaleza seguía creciendo y no comer le estaba obligando a crecer desnutrido, a no darse cuenta de que la comida que rechazaba para seguir siendo pequeño, no le convertía mágicamente en bebé, sino en un niño enclenque y cada día más débil psicológicamente e incapaz de hacer sus tareas diarias sin agotarse; le costaba comprender, cualquier esfuerzo le resultaba agresivo e insuperable, cualquier cambio le alteraba de tal modo que no podía asumirlo, sobre todo por la falta de nutrientes para su sistema nervioso, que la pésima alimentación le estaba causando.

En su entorno hacían todo lo posible por ayudarle, pero sin éxito. Banu estaba encerrado en su propia cárcel, prisionero de sus cada vez más numerosas manías y sus cuidadores en vez de ayudarle a liberarse, inconscientemente y por no enfadarle o hacerle sentirse obligado, eran sus cómplices y carceleros, dejándole a su aire y esperando que por sí mismo algún día saldría de su encierro. Por un exceso de amor distorsionado no querían violentarle y fueron bajando tanto el listón de la tolerancia que ya el equilibrio emocional y el futuro de la vida física de Banu empezó a estar en riesgo. No había escuela que le entendiese, no había comida que le complaciese si no era un frugal picoteo de pajarillo inapetente. Pensaban que ya se le pasaría. Pero se equivocaban. Aquello aumentaba y hacía que la vida de Banu fuese cada vez más dramática y difícil. Era una pena que sus cuidadores no fuesen capaces de comprender que el fallo venía de lejos y que ahora Banu se encontraba sin recursos ni resistencia para afrontar lo que solo él debía hacer y en lo que nadie podría ayudarle si él no admitía la ayuda y seguía prolongando su estado deficitario y su malnutrición; para colmo ese estado se había convertido en la trampa y la excusa para seguir igual. Ser un problema irresoluble para la familia era el modo más simple y cómodo para seguir siendo el bebé eterno. El centro de atención constante. Y de ese modo, no curarse jamás. Sin tener en cuenta, por inconsciencia natural y lógica a esa edad, los efectos secundarios y secuelas irreversibles que la pésima nutrición puede dejar en el cuerpo en la mente y en las emociones de los niños que, sin saber qué les pasa, se empeñan en hacer de su problema el núcleo de su vida y el vínculo que, ellos creen, les une con sus padres y familiares y al mismo tiempo cierra y limita el círculo social por un exceso de miedos y vulnerabilidad.

Después de años y años de sufrimiento del propio Banu y de toda su familia directa, de tratamientos costosísimos y cambios de colegio y de psicólogo constantes, los padres cayeron en la cuenta y se plantearon el asunto al revés: ¿Y si el problema no era el peculiar mundo de Banu, sino el de ellos? ¿Y si la terapia la hiciesen simultáneamente, por separado y juntos? Así lo hicieron. Así empezaron a descubrir sus lagunas personales, sus propios baches naturales, su propia humanidad aterrizada en un mundo donde las soluciones a los problemas no son fórmulas ni existen por separado, sino que son originales, únicas y sorprendentes por lo simples en su aparente complejidad, como la individualidad del ser, que confundida con la personalidad del ego, nos lleva por la calle de la amargura juzgando el mundus maior que no entendemos ni alcanzamos, mientras se nos escapa la necesidad de  explorar y reconocer la base de todo avance: el mundus minor. Dentro de nosotros está la respuesta.

Ni que decir tiene, que la vida de Banu cambió por completo tras la intensa y sensata terapia de sus padres.
Imposible construir la casa por el tejado y que se sostenga en pie.

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